de Liris
Acevedo Donís
I
Después de eso, evitaba
todos los lugares donde podría encontrárselo. Dejó de salir de su casa, de
salir en general, por esa ciudad parecida a un desierto. Pero ya no era sólo
ella, esta vez era el mundo entero encerrado en su casa. En menos de dos minutos bajó a sacar a su
perro. y allí abajo, bajo la mascarilla, la tez gris la seguía esperando, sin una pizca de temor a morir.
II
Sin goce del cuerpo,
sólo gozaba el alma. Pero el cuerpo pedía ser tratado con palpables evidencias, eso del amor le resultaba muy vago. Prefería concreciones. El tacto,
la piel. Todo lo prohibido le excitaba. Pero entonces el
alma permitió ser tocada, y bajando el abrigo de su hombro, le mostró una piel tan clara que hizo que el cuerpo se sonrojara. Y aunque jamás hubieran coincidido, alma y
cuerpo, en ese instante eterno, lograron hacerse Uno.
III
Caminaba sobre
escombros. Cadáveres acumulados como montañas le hacían preguntarse en ésa soledad, cuál sería su
suerte. Entonces, detrás del muro, buscando en la basura, reconoció a su peor enemigo.
En la ciudad sitiada, los últimos seres de la tierra, se reconocieron.
IV
El secreto terminó tragándoselo
todo. Sobre todo aquello que, en silencio cómplice, decidieron callar.
V
Estábamos allí. Que ya era bastante. Justo cuando llegaban
los nuevos inquilinos y no quedaba ni un solo madero qué echar al fuego. Era como si la vida, aún no hubiera manifestado su deseo de irse para siempre.
VI
Una madre guarda en
silencio absoluto el secreto de haber abandonado al padre. El padre le ruega,
en cartas desesperadas que no llegan, que regrese después de abandonarlo. Y los
hijos rehenes, a la deriva de la casa sin puertas a punto de derrumbarse, sospechan que han quedado sin dios.
VII
Duda.
Se lo pensó. Se lo pensó
dos veces. Se lo pensó dos veces viendo ese reguero de cosas por el suelo. Y se
dio la vuelta. Se lo pensó dos veces, viendo ese reguero de cosas por el suelo. Y se dio la vuelta,. Bajó las escaleras, y a punto de girar el pomo de la puerta, respiró
todo el aire que cabía en sus pulmones. Cruzó el umbral. Allá quedaban ellos. Todo lo que decía
ser su vida. Pero su suerte estaba echada. Atrás quedaba ella. La que solía ser. Ya se conocería de nuevo.
VIII
Noche
de cuchillos largos
La oscuridad a lo largo
de la avenida. La faldita, los tacones, moviéndose rítmicamente. Ni un solo autobús.
El móvil quedó en algún sitio en mitad de la pelea. Ella escucha un siseo. Voltea.
Apura el paso. La noche ha dejado de ser su aliada. Pero igual entra, temblando,
sin decir cuánto teme.
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