jueves, 11 de junio de 2020

Las Toallas

Por Marta

Era un domingo cualquiera del mes de julio en Valencia. Estábamos mi madre y yo solas en casa. Hacía un calor achicharrante que apenas dejaba respirar y se nos ocurrió ir a la playa para refrescarnos un poco. Total, estaba a quince minutos y la diferencia entre eso y pasar el día en la ciudad era como elegir estar dentro de un volcán lleno de lava o ir a una isla desierta de aguas cristalinas. La única diferencia es que, bueno, la playa de Valencia no está desierta ni sus aguas son cristalinas. Ni siquiera la temperatura del agua aliviaría suficientemente el calor pero, eso sí, la diferencia entre eso y pasar el día en la ciudad era abismal.

A nuestro optimismo tuvimos que añadir diez minutos más buscando sitio para aparcar, más otros quince para llegar a nuestro metro cuadrado de oasis. Una vez colocamos nuestras toallas en la arena, nos fuimos directas al agua. Se podía apreciar cierta capa de grasilla flotante en la superficie. Yo me preguntaba si sería por restos de crema solar de los demás bañistas o por restos de fuel de los barcos del puerto. Con la primera opción ya me visualizaba saliendo del agua con la protección solar aplicada: todo un sueño para quien no soporta los ungüentos. Con la segunda variable nada bonito se me pasaba por la cabeza. Decidí no darle demasiadas vueltas y disfrutar del baño.

Después del chapuzón volvimos a nuestras toallas. Mientras mi madre se secaba la cara, yo, sentada, miraba a mi alrededor por si pudiera haber alguien interesante a quien echarle el ojo. Quizás un grupo de amigos, o un grupo mixto de chicas y chicos, donde se pudiera ver a alguno desparejado. Me divertía especialmente observando los grupos familiares buscando al tío soltero, sólo que ahí siempre era más difícil de identificar, porque nunca sabías si el que jugaba con el niño sería el tío o el padre. Pero yo la esperanza no la perdía.

De pronto, alguien me llamó la atención.

–Qué raro –dije.
–¿Por qué? Después del baño hay que ponerse crema otra vez. Tú deberías hacer lo mismo. Mira, ponme en la espalda que no llego bien.
–No, mamá, ese tío –apunté discretamente con la mirada hacia un chico, más o menos de mi edad, que se encontraba a varios metros de nosotras, en la zona donde la arena ya está seca. No había nadie a su alrededor.
–¿Qué tiene de raro? ¿Que está solo?
–No sé, me resulta raro.
–¿Me pones crema en la espalda, por favor?
–Sí, perdona, que me he despistado.
–Gracias cariño. Extiéndemela por aquí. Y por aquí también. Es que no llego bien.
–Claro, donde quieras.

Se hizo el silencio. Mientras yo estrujaba el bote de crema, mi madre miraba el móvil por si alguien la había llamado en el ratito del chapuzón, pero nada, ningún mensaje. Todo en calma.

­–Pues yo no le veo nada raro. Simplemente habrá bajado solo a la playa.
–Pero mira, mamá, su toalla.
–¿Qué tiene de raro su toalla?
–¿No lo ves? Es una toalla de cuarto de baño.
–¿Y?
–Pues que nadie baja a la playa con una toalla de baño. Y menos con la de manos.
–Pues será que no tendría toalla de playa. Igual vive por aquí cerca y ha decidido bajar a darse un baño antes de comer.
- Sí claro, viene a darse un baño, pero se sienta lo más lejos posible de la orilla, con el calor que hace, y encima de una toalla enana. Y además, si vive aquí al lado ¿por qué no tiene toalla de playa?
- Yo qué sé. Igual tiene todas las toallas de playa lavándose. Marta, los hombres son muy simples. Igual ha abierto el armario y ha cogido la primera toalla que se ha encontrado.
- Ya, no sé…

Para cuando acabamos de soltar nuestra tesis acerca del hombre de la toalla de manos, mi madre ya había desplegado su silla y se había acomodado en ella calculando la orientación del sol y el ángulo perfecto en que éste debía incidir sobre su cuerpo. Yo, mientras tanto, seguía sentada, con el bote de crema en las manos, planteándome si ponerme o no. El sol ya comenzaba a chamuscarme los hombros. La combinación crema y arena nunca me ha gustado especialmente, pero entre eso y quemarme y, por tanto, pasarme una semana entera llena de pielecillas, hizo que me decantara por ponerme un poco. No sería tan trágico si me la aplicaba con cuidado.

–A lo mejor está alojado en un hotel y simplemente no le cabía la toalla en la maleta –dijo mi madre terminando de ajustar la posición de su silla.
–Vale, eso me resulta más creíble.
–¿Tú sabes lo que ocupan las toallas?.
–Si, si, y lo que pesan, como un kilo.
–A lo mejor venía con una maletita de esas enanas de cabina, ¡y como para que la toalla le ocupase todo el espacio!. Seguro que es eso. No le des más vueltas y ponte crema –cerró los ojos concluyendo su ritual de perfecta exposición solar.
–¿Me pones en la espalda? –dije dándole el bote caliente y manoseado.
–Si, claro, pero me lo podías haber pedido antes.
–Pues yo lo sigo viendo raro. Si ha venido de viaje ¿por qué está sólo? La gente no se va sola de viaje a la playa. Va con alguien, ¿no?
–¿Te pongo por toda la espalda o sólo en los hombros?
–Ya que estás, ponme por todo, así luego no me quedo a ronchas.

Mi madre hizo un gesto de resignación. Se hizo el silencio. Procuré no mirarla a los ojos y apreté los dientes. Tardó la mitad que yo en exprimir ese bote al que parecía no quedarle un gramo de poción solar y comenzó a aplicármela con energía. A medio camino entre un bofetón y una caricia. Menos mal que empezó por los hombros. Después fue suavizándose hasta convertirse en un masaje suave, cariñoso. Dulce. Cuando terminó con la espalda me devolvió el frasco.

–Pues tienes razón –dijo ella –. Lo normal es viajar con alguien. Y la verdad es que es raro que esté solo en la playa. No puede ni tumbarse en esa toalla tan pequeña
–Igual está de viaje de negocios y tiene el domingo libre. Eso explicaría lo de la maleta pequeña y el hotel y que esté solo.
–Puede ser…
–Pero mira, la toalla parece de casa. No es la típica toalla de hotel.
–Caray, hija, pareces Sherlock Holmes.
–¿Te imaginas que ha discutido con la mujer y se ha bajado a la playa para despejarse un poco?
–Ja, ja, ja, menuda película te estás montando.
–Igual es eso, ha discutido y, por no entrar en la habitación, ha cogido la toalla del baño y se ha largado.
–Bueno, ¿has acabado ya con la crema? ¿la puedo guardar?
–Sí, toma. ¿Me pasas la de cara?
–Mira que eres lenta, para cuando acabes ya será la hora de irnos – me dio la crema y se reajustó la silla a la nueva posición del sol.
–Nunca sabremos qué es lo que realmente ha sucedido, ¿pero verdad que es curioso lo de la toalla?
–Pues sí. Mira, ahora ha sacado un libro de la mochila.
–Con el calor que hace, yo ya me hubiera ido directa al agua. Y además ahí donde está tiene que pegar fuerte.

Una vez hube terminado con la cara di por concluido el ritual. Me tumbé como pude en la toalla, retirando la arena para no acabar pareciendo una croqueta. Salvo el hombre solitario de la toalla de manos no había nadie más interesante a quien echarle el ojo. Y sinceramente, tantas vueltas le había dado a su caso que ya comenzaba a resultarme un tipo de lo más extraño. Lo mejor sería relajarme y disfrutar de un día de sol con mi madre, sin más.

Al poco mi madre quiso volver al agua.
–¿Te vienes? –me dijo.
–No, acabo de ponerme crema y quiero esperar un poco para que se absorba – sólo me faltaba que la crema acabase flotando en la superficie del agua.
–Vale, pues te quedas aquí cuidando las cosas.
–Okey.

Me giré boca abajo. Por delante ya estaba seca, pero aún me notaba la espalda húmeda. La toalla estaba fresquita. Era un alivio con el calor que hacía. Aproveché para ponerme las gafas de sol y apoyé los codos sobre la toalla. Volví a mirar a mi alrededor. Nada destacable entre la fauna ibérica. Salvo aquel tipo solitario. Yo, que siempre andaba buscando al soltero en los grupos de amigos o bajo esas sombrillas gigantes familiares, y en esta ocasión no había duda. Pero todo se me hacía raro. Era guapo, tenía buen cuerpo, hasta me gustaba el bañador. Pero estaba solo.

 Vino mi madre.

–Marta, está buenísima el agua ¿Por qué no te bañas otra vez?
–En un rato, mamá, aún no me he secado del todo del baño anterior –me giré para mirarla.
–Pues a mí me da igual secarme del todo o no. Si tengo calor, tengo calor y me voy al agua.
–Si, bueno, yo también, pero todavía estoy a gusto –me puse boca arriba y cerré los ojos para que me diera el sol en la cara.
–Yo me quedo aquí. Cuando quieras te vas al agua –y se sentó en su silla.
–No tardaré.
–Mira, el chico solitario que te llamaba la atención.
–¿Qué? –me giré tan rápido que se me rebozó la pierna de arena.
–Sí, mira, se ha sentado una mujer a su lado.
–Qué curioso, ella también tiene una toalla de manos –ajusté mis gafas de sol.
–Desde luego que es raro, pero puede que sea lo que te decía yo: igual viven por aquí cerca y tienen las toallas de playa lavándose.
–Puede ser. ¿Pero por qué ha bajado él antes que ella?
–Pues no lo sé, yo no lo veo tan raro. Igual ella estaba acabando de hacer la comida y él ha venido antes.
–Pues yo creo que han discutido.
–¿Y qué te hace pensar eso? ¿Tan raro te resulta que él bajara primero?
–Pues sí mamá, si hay una verdad universal jamás escrita es que los hombres nunca van solos a la playa.

La pareja permaneció un largo rato quieta. Uno al lado del otro, con la mirada perdida en el horizonte. Cada uno sobre su minúscula toalla. Sin hablar. Sin mirarse a la cara. Allá donde la playa parece un desierto. Donde la arena arde. Donde el sol aplasta con su calor. Donde la brisa decide no hacer acto de presencia y los pulmones se llenan de arena.

Entonces él le pasó la crema a ella.

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