viernes, 22 de mayo de 2020

La niña Lola


de Liris Acevedo Donís


Ahí están. Y el maldito tambor en mi cabeza. Brumduro, brumfuerte, esa locura que me mata.

Allí están. La misma marcha, la masa, todas gritando como locas Bestias, malditas. Tantas mujeres juntas, qué peligro. Y la policía ahí como si nada. Los hombres nos hemos vuelto unos cobardes.

Allí estás. Con la cara de tonta, la inocente que no rompe un plato. Como si no te conociera. Allí estás, con esa loca amiga tuya que apenas volteas ya está hundiéndote el puñal. Todas hablan mal de mí, lo sé, me descosen a chismes. Como si no las conociera. Como si fueran a salvarte cuando estás en las malas, tus grandes amigas. Todas rompen tambores, todas dándole duro como si fueran el pobre cuerpo del hombre que odian, con sus pies y su culo enorme gritando tonterías. Y tú ahí, cobarde. Luego vendrás a esconderte donde mí porque sabes que te quiero. Maldita Tú y todas ustedes juntas. Mira que irte así.

Desde el balcón, impaciente, Pedro busca a Lola entre la turba. Mira la marcha de mujeres como un río que pasa frente a él. “Si tocan a una, nos tocan a todas” corean. Pedro tapa sus oídos, da un paso atrás buscando esconderse mejor. Cuando le asalta la rabia, encuentra valor en su bolsillo. Mira que dejarme sin cena. Sabes que trabajo hasta tarde, que me levanto temprano y no tengo tiempo ni para freírme un huevo, lo sabes. Iría a por la barra de pan, le dijo, que ya volvía. Sabe que no me gusta comer sin pan. Pero espera cinco minutos, diez. Sospecha que Lola se unió a la marcha, ella venía diciéndome ¡qué valientes esas mujeres todas juntas! viéndolas pasar bajo el balcón. ¡Unas locas es lo que son! ¡Sin marido y sin ropa qué lavar! Pero en casa no sabe estar. Busca sus zapatos. Abre la gaveta de la cocina. Mira la sopa con el platico azul encima. Coge el cuchillo, lo mete en su bolsillo. Escucha la marcha. Recorre la casa en penumbras. Ella no sería capaz.

         Lola, a pocos metros de su casa, mira hacia atrás por sobre el hombro. Siente que la persiguen. De fiato corto, apenas ruego, coge más fuerza a cada paso dejándose llevar por el río de mujeres que corea consignas. Aún tiene el miedo temblándole adentro, la mejilla izquierda amoratada, debí decirle que me quedaba donde Ana. Ojalá vea que le dejé la sopa sobre la encimera. Tapada con el platico azul. Puede cenar si quiere. Pero Pedro estará ofuscado esa noche, Lola lo sabe. Hasta que no regrese a casa y le pida perdón. Saca del bolso el pañuelo morado que le dio Virgilia, de un morado más brillante que su mejilla, y temblando se une al coro ¡No es no, lo demás es violación! ¡No es no, lo demás es violación!

-- ¿Estás bien? - Le dice la compañera a su lado-.

           Lola asiente bajando la mirada. Aún puede llegar y
 arrastrarme a casaNo es igual estar aquí que ver la marcha desde el balcón, ¿verdad? dice la mujer a su lado. Lola asiente y sigue, unida al abrazo de la larga hilera de mujeres ¡Si tocan a una, nos tocan a todas! Muda. Mudísima. No acierta a repetir lo que escucha pero marcha. Esta vez marcha. No está sola desde su balcón oyendo el clamor de voces o las noticias sobre una nueva víctima. Una víctima que siempre es otra. Una cree que esto sólo les pasa a las demás no a una. No. Ahora sus pies pisan el mismo suelo de tantas mujeres, y su cuerpo es voz en medio de la noche “¡Sola, borracha, quiero llegar a casa!” Sí, eso quiero, se atreve a pensar. La calle, la noche, también son nuestras” en medio de tambores, cada vez más ella, convencida de que otra noche como la última no sobrevive. “¡No es no! Lo demás es violación”. El ardor, las náuseas, la falta de aire. Pero está marchando. Si él quiere, puede calentarse solo su cena. Pero se detiene. No. No lo hará. El profuso caudal de marchantes pasa a su lado como algas bajo el mar “Ni un paso atrás” “Ni un paso atrás”. Y su padre le grita, y su hermano le grita, y su marido le grita. Con la pañoleta morada en un puño, mira sus pies marchando, los pies de la mujer de al lado, Dios, en cholas con este frío, pobrecita. Los pies de todas juntas. Sube la mirada y la mujer a su lado la abraza Denuncia archivada, mujer asesinada”. Por eso esta noche Lola marcha aunque no se atreva a abrir la boca.

Pedro se calza el otro zapato. Coge la chaqueta, baja los escalones. Un pan no tarda tanto, no me jodas. Mira que ponerme a trasnochar sabiendo que mañana madrugo para darte de comer. Pero no llegarás lejos esta vez. Siempre vuelves mansita cuando te echas al mundo ¿Acaso no soy yo quien te compra el champú de romero que te gusta? ¿Quién te trae bombones cuando te viene la regla? ¿Qué más quieres? ¿Qué necesitas buscar afuera si todo lo tienes en casa? Otra vez, el resonar de tambores vibra en su cabeza. Brrrrumduro, brrrumfuerte, esta locura me mata. No eres capaz de sobrevivir sin mí, no confías en las mujeres. Pedro llega a la calle. Corrobora en su bolsillo el metal filoso. Busca entre la turba el vestido azul, el cabello largo de Lola.

        Pero Lola ya no mira atrás. Siente el latido bravo, brioso, rústico, antiguo, de los pies rompiendo contra el asfalto. Miles, millones de pies andando con los de ella. A esta hora no duerme, me escucha detrás de las paredesSi cojo un vaso, si lo rompo, si escancio menos vino en la garrafa, si pongo un pie en falso. Me espía en cada movimiento. Si al teléfono no es mi madre se enfurece, aunque me llame Ana. Ni de su propia hija quiere saber. Los tambores hacen un ¡Alto! ¡Una compañera ha caído! Las mujeres ayudan a la que se cayó, le ofrecen agua. ¡Vino, queridas mías. Mi cuerpo pide vino! Y entre risas retoman las pancartas “Estoy hasta las tetas, de hacerte las croquetas”. Lola susurra el lema ¡En alto, tonta, que él te oiga! Lola con timidez repite tapándose la boca “Estoy hasta las tetas...de”. Ríe. ¡Bien, ahora más alto! y ahora nadie la detiene. No sabe dónde dormirá esa noche, ni si Pedro cenó la sopa, el miedo es agua diluyéndose por su cuerpo. Entonces, por detrás, en medio de la turba, una mano la alcanza ¡Lola!

           Lola calla, suelta la pancarta. Casi no respira. Se da la vuelta.

           -- ¡Mi niña Lola, viniste! 

Virgilia se le echa encima. Lola se deja abrazar petrificada. “¡Virgilia...lo dejé sin cenar!”

         Y se echan a reír a boca de jarro. Virgilia ve el morado en su mejilla, se quita su pañoleta morada y la pone en su cabello largo haciéndole un atado florido. “El patriarcado nos da patriarcadas, ¿no? ¿Entonces? ¡Vamos que no te oigo! “¡El patriarcado nos da patriar...qué?” "¡Fuerte, que te oiga!"“¡El patriarcado nos da patriarcadas!” Lola repite riendo, cada vez más alto. Más alto. Altísimo. 

           Pedro se cuela entre consignas acariciando en su bolsillo el metal. Con este frío, sin nada en el estómago, así es que me obligas a salir, estúpida, camina bufando. Estas cosas no se hacen...
           Allí la ve, muerta de risa. A su Lola.

         -- “Ni un paso atrás” “Ni un paso atrás”

         Ahora sí te vas a reír con ganas, y se lanza a empujones, entre codazos. 

         Una pelirroja advierte ¡Mujeres, atentas! ¡Otro loco! 

         La policía avisa a la patrulla, A nivel de EVO Banco. Gran Vía. Copiado. 

      Brrrrumduro, brrrrumfuerte, saca el filoso cuchillo. Virgilia se interpone ¡Corre Lola! ¡Corre! Su brazo sangra, Pedro se levanta con más fuerzas, va hacia Lola. Pero Lola no se mueve. Se queda junto a su amiga esperando al cobarde que la ha herido. Pedro arremete con todo su odio contra quien se le ha salido del carril, contra su Lola, que ya no tiene mirada de niña. Lola lo ve a los ojos. Espera hasta el último segundo que el amor sembrado todo este tiempo lo detenga. Pero Pedro no ve sino su propia ofensa. No recuerda. Y va con toda su furia hacia el corazón de ella. Hunde allí el puñal sin memoria satisfecho de haber acertado en el mismo centro. ¡Cómo se te ocurre hacerme esto a mí! Como el mejor cazador contra la bestia que huía. El resto de mujeres la rodea en hoguera cuando cae ¡Ni una más! ¡Ni una más! ¡Ni una más! Pero Lola en el piso se desangra. El sonido agudo de ambulancia se abre paso. La policía sujeta a Pedro, lo inmoviliza. "¡Si tocan a una, nos tocan a todas! Lola mira el bosque de melenas que la arropa. Mira al resto de hombres que se planta junto a ella como un escudo. 

       Cuando se llevan a Pedro, escupido por la turba, Lola mira atropelladas cientos de bocas, ojos, pieles, que la recogen del suelo. Los racimos de manos se echan sobre su herida para que pare de sangrar. Allí, de entre el barullo, la mano de Virgilia que surge intentando alcanzarla. A la abuela desdentada que le susurra no temas, todo va a arreglarse, guapa, ya verás. Al enfermero al que sólo mira los ojos que le piden seguir respirando. Respirar. Seguir respirando. La luz seca de la ambulancia enceguece sus ojos. Pero Lola sólo quiere llevarse con ella y para siempre todas esas miradas. Ella que creía estar sola. Que creyó estar a salvo sin salir de su casa. Pero el dolor agudo en su pecho le arrincona el aliento. Sin embargo, no tiembla, es un roble que se alza en mitad de ese bosque tupido, sintiendo la telúrica fuerza del río caudaloso, indetenible, detrás que la sostiene.

Un sonido agudo sigue sus latidos. Pip. pip. El susurro de una bata verde se acerca y coloca un aparato sobre su nariz Respira, vamos...así...suave Lola escucha la lejana voz del narrador al fondo mientras cierra los ojos…hoy día en Granada, 25 de Noviembre de 2019, en la marcha por el día contra la violencia machista, mientras las mujeres marchaban en mitad de la avenida elevando consignas contra el maltrato…un hombre salió de la turba empuñando un cuchillo y embistió contra una de las marchantes. La primera mujer lo evadió pero hundió el puñal en otra de sus compañeras. El presunto agresor fue apresado por la policía ayudada por el resto de mujeres que lo retuvo. En este momento permanece detenido hasta aclararse lo ocurrido en el lugar de...

    Respirar. Seguir respirando. 
    Pip. Pip. Pip. 

Un relato de Almudena Sánchez, de "La acústica de los iglús"

EL TRIUNFO HUMANO

                                                                                                                                                                                 Yo quería ir en la dirección opuesta.
                                                                                                                                                                                 T.Bernhrad

Al final, fui al crucero con Camila. Porque me invitó. Me estuvo machacando día y noche con el crucero; el maldito crucero y las hermosas Islas Griegas. Y tuve que ir. Todo pagado. Barra libre. Solteros de categoría. Y una cantante, sobre el escenario, entonando canciones melódicas.
—Beberemos margaritas. Y bailaremos el twist, como cuando éramos jóvenes. Acuérdate de meter una minifalda en la maleta. Pero que sea una minifalda. No me vengas con un trapo hasta las rodillas. Y un top, también, si todavía conservas alguno. Recuerdo, hace años, cuando te ponías purpurina en el escote, refulgías y estabas tan…
Camila es la amiga más pesada que tengo. Con diferencia. Al principio, me  reconfortaba escuchar sus historias, sus blablabla permanentes, esa música doméstica que tapaba mis traumas, uno por uno, gracias a su monotonía de tractor de granja. Escuchar a Camila era mi refugio. No había silencios. El canto de la chicharra, la acústica de los iglús. Me la presentó una amiga de una amiga en una fiesta de disfraces. Ella iba vestida de Marilyn y yo de Capote. Fue una coincidencia demasiado extraña. Y claro, bailamos:
Me gusta la literatura —quise contarle.
Y a mí el acordeón —contestó ella.
Desde ese momento, no paró de hablar. Empezó a encadenar anécdotas que no acababan nunca, con detalles pomposos e ingenuidades sobre las focas marinas, el temblor de las motosierras, el Triángulo de las Bermudas o la mecánica de su ascensor.
—Si la humanidad se alimentara de insectos (¡hay tantos comestibles y nutritivos: abejas, saltamontes, polillas!) se acabaría el hambre en el mundo.
El caso es que a mí me cautivaba su cercanía, la idea de saberme por siempre acompañada, como quien no pierde nunca a una madre; por milagro, devoción o locura, durante toda su existencia. Esa sospecha, mezclada con esponjosas copas de vino y frases cándidas y triviales, me descubrió que soy de las que prefiere el aburrimiento a la angustia. Y eso es un gran descubrimiento. De hecho; cuando se descubre eso, se descubre casi todo.

En el crucero había treinta guardaespaldas. Corría el rumor de que viajaba junto a nosotras una actriz de moda; una mezcla entre Isabella Rossellini y Gloria Swanson, que no pasaba por su mejor momento. Estaba intentando desintoxicarse. Se llamaba Luna Spring.
Yo tenía curiosidad. Me impresionaba viajar con una actriz de moda. Era lo más cerca que podía estar del estrellato, de la anormalidad, del éxtasis, del triunfo humano.
Camila pasaba las tardes probándose ropa. Me suplicaba que no la dejara sola. Además, necesitaba mi opinión. Yo era la única que la escuchaba. Por lo tanto, tenía que quedarme con ella, viendo cómo aplastaba su cuerpo con blusas semitransparentes, camisas estampadas y jerséis lanudos. Se desnudaba sin vergüenza y el sostén se balanceaba sobre su cuerpo ametrallado, de mujer que ha  superado los cincuenta y ha sufrido cuatro operaciones, tres rupturas, dos abortos y una especie de síndrome de Diógenes. Eso fue lo peor; lo del síndrome. Le dio por acumular pajareras hexagonales, cacerolas, embudos, ataúdes y  una bañera para minusválidos. Todo estaba vacío y contenía la nada.
Entre camisetas y pantalones, pasaba la vida. Yo la escuchaba allí fuera; la vida destilando sustratos químicos. Siempre he oído la vida al otro lado de la puerta. ¿Por qué los hechos palpitantes suceden justo al otro lado? Cuando lograba traspasar la puerta y alcanzar el bullicio, las conversaciones sonoras, las arritmias emocionales, los bailes oníricos, los torrentes de lava, las orgías silvestres, ya habían finalizado. Soy como el interruptor chapucero que apaga la luz. Con mi presencia, se acababa el frenesí. En esos momentos sombríos, Camila se agolpaba a mi lado, tan fiel y bonachona que, a veces, me hubiera gustado lanzarle un escupitajo.
A la famosa actriz, Luna Spring, la encontré en los servicios del barco. Estaba ensayando un guion frente al espejo y hablaba en voz alta. Dramatizaba, se enfurecía, se despeinaba, se volvía a peinar y gritaba hasta los confines. Rayos y centellas. Yo no supe qué decirle porque, antes de nada, ella me interpeló:
—Me ha tocado un personaje muy femenino.
Y abandonó el servicio con una sonrisa pletórica, casi de felicidad.
Lo cierto es que me pareció que aquella actriz no estaba tan mal. Su cara  no denotaba tristeza. Tenía los ojos despiertos y brillantes, pese al duro proceso de desintoxicación y a sabiendas de que estaba trabajando en un guion complicado. Camila y yo dábamos más pena. ¿Qué es lo siguiente a la pena? La lástima. Nosotras éramos la lástima errante, deslizándonos por la cubierta del trasatlántico.
¿Cuánto tiempo tendríamos que seguir así? ¿Años, siglos, decenios?
Casi siempre, nos dejábamos llevar por la letanía, el fulgor de las olas, la espuma transitoria, el chillido de las gaviotas. El mar centelleaba  y su brisa era un remedio curativo muy natural. Mis ojos se habían achinado de tanto mirar al horizonte y nuestras melenas se entrelazaban con el revoloteo del viento. Camila tenía una cámara de última generación y fotografiábamos cosas a la deriva, pequeños detalles sin importancia. Por ejemplo, un trozo de pan carcomido.
¿No está prohibido lanzar mendrugos al mar? —me preguntaba Camila— mientras yo miraba hacia el lado opuesto, completamente hacia el otro lado.

La segunda vez que encontré a Luna Spring, fue en el restaurante. Por descontado, yo no le decía nada a Camila sobre mis encuentros fortuitos. Me gustaba tener mi propio secreto e investigar por mi cuenta. Me excitaba, en el fondo, vivir en paralelo, como una detective que descubre el mayor crimen de la historia. Quería experimentar esa fantasía o, simplemente, meterme en líos, pues eso ya es vivir.
Le llevé un café a Luna Spring y ocupé su misma mesa, con calma. Al principio, parecía cansada, con las cejas arqueadas, pero en cuanto me presenté ante ella, cambió su expresión; se convirtió en una mujer risueña, tan sensual, que daba gusto haber madrugado para llevarle un café.
—Eres Luna Spring —le señalé—. La famosa actriz.
Ella removía el café sin hacerme caso.
—¿Qué tal tu nueva película? ¿A quién vas a interpretar?
A una defensora de la donación de óvulos —contestó con dejadez.
Enseguida me fui. Luna Spring me sonrió mientras me iba y yo noté que empezaba a gustarme el mar.
Cuando regresé al camarote, encontré a Camila alterada, con una gran cantidad de trastos a su alrededor, revolviendo todo con un tic nervioso. No podía mirarla  sin reírme a carcajadas.
Ah, ya veo que te parece gracioso —me soltó ella—. Te has ido y mira lo que ha pasado.
Camila había llenado el camarote con montones de salvavidas, tubos, paraguas, un disfraz de sirena, las muletas de alguien, un botella con plancton, sillas plegables y un pez de plástico que si le tocabas la aleta cantaba: Don’t Worry, Be Happy!
—Al menos, eres consciente de tu propia enfermedad. No estás tan mal.
Camila y yo comenzamos a clasificar aquellos objetos, colocándolos en rincones separados, para poder devolvérselos a los ocupantes del barco.
¡El plancton! —gritó de repente mi amiga— ¿Qué haremos con el plancton?
¿El plancton? —me pregunté a mí misma— El plancton lo tiraremos al mar— respondí con firmeza.
¿Y cómo sabremos que no ha muerto? ¿Tú ves algo?— continuó ella con tono alarmado— Es un organismo vivo.
Yo veo una botella de agua y una etiqueta que pone PLANCTON —dije malhumorada—Lo tiraremos al mar.
¿Y se se desintegra? —me instigaba mi amiga— ¿Qué haremos entonces?
Si pasa eso —concluí yo— no podremos evitarlo. Ahora que lo pienso, tú te pareces mucho al plancton.
Como la situación estaba empeorando entre nosotras, abandoné el camarote para que Camila no hablara más. ¿Por qué siempre dialogábamos sobre cosas intrascendentes, estúpidas, pasadas de moda y alejadas de la modernidad? Así llevábamos veinte años, hasta el hartazgo. Mi destino estaba mutilado desde aquella fiesta de disfraces.
Mientras meditaba sobre esto, apareció Luna Spring por el pasillo, rodeada de guardaespaldas, exhibiendo su voluptuosidad. Era una visión esperanzadora entre tanto turista nórdico. A pesar de que ya nos conocíamos, no me saludó. Ni un solo gesto. Pero pude ver cómo se metía en el camarote contiguo al nuestro. Éramos vecinas y esa noticia provocó que me sintiera tan poderosa como un ave rapaz.
Camila devolvió todos los objetos —menos el plancton— a sus dueños, pidiendo perdón de antemano, con lágrimas en los ojos, explicando que era víctima de una enfermedad rara, sin medicación. El hombre, al que le faltaban las muletas, se lo agradeció mucho y le dio su número de teléfono, por si un día de estos. Por si mañana, por ejemplo. Aunque el que más se alegró fue el que recibió el pez cantarín.
Es un recuerdo de mi infancia —gimoteó emocionado.
Aquella noche abandoné a Camila, pese a su insistencia. Estábamos tomando copas en la barra del restaurante y desaparecí. Mi amiga se quedó sentada en un taburete, dando sorbos tristes a un Bloody Mary. Yo me dirigí hacia el camarote de Luna Spring. Me quedé en la puerta, con la oreja pegada, escuchando a la actriz hacer el amor con alguien. ¿Con el hombre sin muletas? ¿El señor del pez cantarín? Cualquiera de los dos era posible, pero se notaba que sus orgasmos eran simulados. Exageraba los gemidos. Piropeaba al hombre —quienquiera que fuera— con un alarido animal. Se quedaba, a propósito, sin respiración. Generaba espectáculo mediante golpes, furia y estrépito de joyas. Se intuía sexo tántrico. Y un sonido textil, de tacones y cremallera.
Me quedé un buen rato —dos horas— con la oreja pegada. Todo sucedió de forma gradual: de los gritos pasaron a los besos, de los besos a los ronquidos, de los ronquidos a los murmullos y de los murmullos a un silencio distante. Me sentía bien. Hacía tiempo que no me dejaban en paz. A decir verdad; nunca me habían dejado en paz. Desde pequeña intenté alejarme de la gente, pero ellos venían y me preguntaban cosas. Yo también tenía muchas preguntas, pero entre órdenes y respuestas, no me daba tiempo a hacerlas. Me preguntaba cuándo podría hacerlo, en qué contexto. La primera pregunta de mi vida, la fundamental: “¿Por qué me castañetean los dientes?” todavía sigue anclada en mi garganta. Y duele igual que una inflamación.
Intenté disfrutar de la intimidad que acababa de robarle a Luna Spring. Tras las puertas, se consiguen pequeños éxitos. Eso se aprende en el cine, en el teatro, en la ópera, en las cárceles, en los palacios.
Justo cuando iba a entrar a mi camarote, me llamaron por megafonía. Camila se había intentado suicidar. Se había tirado por la borda en mitad de la noche. Por suerte, alguien la divisó de lejos y pudo avisar al socorrista. Me pidieron que fuera con mi compañera, que me quedara a su lado para que se tranquilizara.
Es la mejor medicina para ella—me convencieron.
Pero cuando vi a Camila, no sentí ninguna lástima. Ni un pequeño retortijón. Tampoco tuve dificultad para tragar saliva, ni para atarme los cordones, que los llevaba desechos. Ni un atisbo de amargura, algo que empezó a preocuparme. ¿Veinte años de amistad y no sentía una migaja por ella, ni un solo gramo de nada? ¿Estaba sentimentalmente reseca?
Camila decía que era culpa del plancton. Que estaba lanzando el plancton al mar y se cayó. Que lo tiró con mucho cuidado y no tenía visibilidad suficiente, pues el océano lucía oscuro y desolador. Que aquello no era un suicidio. No era lo que pensábamos. Que no estaba loca. Que tenía enfermedades vertiginosas, eso era cierto. Y  poco equilibrio. Episodios de vértigo y un mareo atroz —diabólico— que se manifestaba casi siempre por la noche y le hacía sentirse como un pájaro tiroteado. No es que fuera tonta, sino que iba mareada por el mundo y le interesaban asuntos insignificantes, como el plancton luminoso. Y que amaba la vida, que ella amaba la vida, por encima del crucero, las nuevas tecnologías, el trabajo puntual, las ninfas y el escorbuto.
Camila me apretaba fuerte las manos. Me las estrangulaba. Estaban terriblemente azules, con restos de algas colgando. ¿Qué quería de mí? ¿Qué me suplicaba con sus gestos? ¿Qué desea alguien que te agarra tan fuerte, que te estruja, sabiendo que estamos hechos de carne fría y blanda?
Durante unos minutos, dejé que se desahogara contra mi cuerpo. Aguanté su abrazo frenético, sus poros mezclados con los míos, las arrugas profundas, su temperatura corporal, que subía y bajaba, con espasmos, tics nerviosos, tembleques y un hipo grave que retumbaba en mi oído. El vello de su cuerpo estaba empinado, clavado sobre mi piel y las costras resecas —dermatitis, supongo— a la altura del hombro, se despegaron y empezó a brotar una sangre antigua y pegajosa, que goteaba en mi brazo. Todo aquello (más los estornudos, las mucosidades, la alergia, su aliento a centollo, la respiración violenta) hizo que no pudiera sostener por más tiempo ese abrazo.
Me fui corriendo. Corrí por todo el transatlántico, dando vueltas por las terrazas, esquivando a familias y a padres solteros, hasta que llegué al camarote de Luna Spring. Ni siquiera toqué a la puerta. Entré. Se estaba retocando las pestañas, y por primera vez, desde que subí a bordo de este bote inconcluso, dije una frase clara y sencilla:
—Enséñame a fingirlo todo.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Nueva versión.

Yo controlo 

Un amplio y luminoso salón nos envuelve. El jardín de diseño afrancesado se intuye a través de un ventanal amplio e inmaculado. Estamos sentadas en sendos sillones que nos enfrentan. Es el 7 de abril de un año cualquiera, pero que preludia otra década, la de los cincuenta. Es mi cumpleaños. Por eso la he invitado, para conocer su veredicto.
Parece una muñeca dejada caer, los brazos y las piernas  laxas, flotantes. La cabeza agachada ¿Está durmiendo o sólo manifiesta indiferencia? 
Suave,  pero firme, alzo  su barbilla con mi índice derecho, hasta conseguir que nuestras miradas coincidan. Lo quiero así. Yo dirijo la escena.
Es la misma cara, sin duda, aunque la suya no está surcada por las señales del tiempo que llevo vivido; sus ojos parecen más grandes que los míos. No es el tamaño, es el brillo y la curiosidad que emanan lo que los engrandece ¡Ah! y la sonrisa. Ahí sí diferimos, ella aún no la tiene contaminada por los esfuerzos sino radiante, sincera, insultante, a veces, de tan hermosa.
Su falda hippie deja asomar unos pies vestidos únicamente  con unas tobilleras de corazones y la palabra “love” como declaración de intenciones; y cuando mueve alegre sus brazos para saludarme inicia un musical con los abalorios que los adornan.
–¿Qué tal estás, querida? –le pregunto, mientras tomo con fuerza sus manos con las mías,  para agarrarme a ese pasado que ella representa, el que nos hace una, el que no quiero perder.
Me devuelve la misma pregunta con sus ojos. Comienzo lo que intuyo va a ser un monólogo: 
–Yo estoy bien, ¿no lo ves ? –Subrayo mis palabras moviendo circularmente mi brazo para que se fije en lo que nos rodea, la casa donde habito, mi hogar, en definitiva.
Sigo: 
–Aquí me tienes, como la última vez que nos vimos, disfrutando de un primer y único marido, de dos hijos, chica y chico, como no podría ser de otra manera, de un trabajo apetecible en el que soy la jefa y de un perro de raza, como colofón de una placentera vida occidental burguesa. 
Podría desarrollar, y mucho, ese breve resumen, pero sus facciones, algo contraídas por lo que intuyo tedio, me aconsejan no hacerlo.
Sin palabras es capaz de formular : 
–¿Acaso te fuiste con Miguel de la Cuadra Salcedo a esa ruta que te propuso, en su día? –¿Y qué fue del año sabático para una inmersión lingüística, sin importar realmente el idioma en el que zambullirte? –¿El máster de interpretación cinematográfica lo llegaste a cursar?  ¿Encontraste amigas enamoradas de la vida o sigues con las que yo conocí, casadas con su estatus? 
Presiono fuerte la palma de su mano para detener el interrogatorio. Lo consigo. Soy yo la que sigue mandando. Pero también soy yo la que ahora tiene contraídas las facciones, la que transpira más de lo normal. Sabe que me ha hecho sentir incómoda. Ella lo sabe. Las dos somos conscientes del miedo que me da esa versión amenazante de mí misma. Por eso la cito muy de tarde en tarde, para que no me haga pensar en lo que pudo ser y no fue.
Me recompongo. Respiro hondo y vuelvo a controlarlo todo.
La hago partícipe de la fiesta que me he organizado.
Prepararla yo  tiene la ventaja de no exponerme a ninguna sorpresa. Se lo he tenido que explicar por el sarcasmo que delataba su media sonrisa. 
Le digo que cuando mi marido, mis hijos y una docena de invitados lleguen a la casa me acompañe a abrirles, que se quede a observar. Es discreta y nadie lo notará.
Se ríe ruidosamente, con ganas. 
Se acerca, por detrás,  a mi oído y me hace propuestas : 
–Cuando vengan ábreles la puerta, coge sus regalos y después de besarles diles que celebren tu cumpleaños sin ti, lejos de aquí. Luego regresa conmigo. Agita mucho el Moët & Chandon y dispara el tapón hacia esa horrorosa lámpara  que te regaló tu cuñada a tradición, rómpela en mil pedazos; duchémonos con el champán, chúpalo, en vez de beberlo; no apagues las velas, ni siquiera las pongas, no quieras recordar tu edad, que tanto te pesa; la tarta hemos de tirárnosla y, embadurnadas con ella, comer los pedazos con las manos, con la boca, encima de esa mesa móvil que será nuestro cuerpo. A bocados, aún clavándonos los dientes en la carne. 
Me voy excitando a medida que va calando en mí su mensaje, convencida de la genialidad de la idea. Me siento salvaje, feliz. El reto me enloquece. Estoy dispuesta a eso y a más.
Una voz interior me grita: –No, no seas loca. Vuelve en ti.
Intento hacerlo, juro que intento volver en mí, regresar a los 50,  pero ella, la joven, me coge muy fuerte de los hombros, me acerca más a ella y sin soltarme me besa con furia. Ilusionada como una adolescente me dejo llevar por la pasión, me abre la boca y me introduce la lengua sin dificultad y aprovechando mi entrega me succiona entera. 
Me sudan las manos, la ropa se pega a mi cuerpo,  jadeo por el esfuerzo,  el pelo negro y rizado de antaño se desliza por la espalda como si no tuviera fin. 
Mi osadía, mis fantasías sexuales, mis sueños no cumplidos se agolpan en mi cerebro, que parece despertar, de golpe, de un coma profundo. Me miro al espejo y contemplo, gozosa, una tez luminosa, unos ojos que destellan y una sonrisa post-coital.
–Otra década y otra vida –pienso.
Se oyen voces animadas, mi gente va acercándose a la vivienda, a mi búnker.
Tomo aire y estiro mi ropa, aliso mi pelo, paso los dedos alrededor de los ojos, por si hay algún resto de rímel chivato y con esos movimientos que parecen inocentes he ido recuperando los años extraviados por unos segundos. Sin embargo, no parece que me pesen ahora tanto, noto cierto alivio, — el sexo es lo que tiene –reflexiono. 
Antes de abrir vuelvo al cristal delator y ya no me disgusta tanto lo que se refleja en él: la luz de la piel, el brillo de los ojos y la sonrisa pícara que absorbí de ella parece que se han instalado en mi cara para permanecer aunque sea por unos instantes.
Estoy dispuesta a cumplir el encargo y despedirme sin explicaciones de los de afuera, pero al abrir la puerta mis piernas no me impulsan a un maratón para huir, más bien se anclan en el suelo de la entrada para que me entretenga escaneando a los presentes. Observo, así, a los que tengo delante y con alivio reconozco en ellos parte de mi obra, aún inacabada. Es una creación personal fruto del aprendizaje, de la entrega, del amor, de la amistad; es un producto forjado también por la impotencia, los celos, la incomprensión, el hastío; contemplo así mi vida con un virtual caleidoscopio que me la exhibe fragmentada tanto en retazos brillantes como en trozos de derribo; y alcanzo a comprender que el pasado es el anticipo del hoy, que no puedo prescindir de él, pero tampoco debo darle la exclusividad porque me dejaría huérfana de futuro. 
Ya en el comedor me deshago el moño, me quito los Manolos, descorcho el champagne y, sorprendentemente, el tapón alcanza la lámpara obsequio de mi cuñada que cae abatida; soplo la vela 0, porque el 5 lo he retirado de la tarta; invito a todos a comer con los dedos y a tirarnos la bebida por encima, me miran entre asustados y comprensivos y me siguen el rollo divertidos ; mi marido me sorprende por retaguardia rodeándome con sus brazos como en los viejos tiempos  y ahora es él el que me susurra al oído: –Estás espléndida, cielo. Eres tú, pero distinta.

DOBLE PAREJA
Mary salía, simultáneamente, con dos chicos por primera vez en su vida, cuando cumplió 16 años. Sin embargo la idea de hacerlo así prendió en ella mucho antes: cuando miraba a su madre, que era una mujer bellísima según decían todos, y sin embargo tenía un semblante permanentemente ensombrecido; cuando la veía arrastrar los pies como si llevara encima una carga pesadísima que la vencía; y sobre todo, cuando la oía contestar a su abuela materna cuando esta le preguntaba acerca de la tristeza de sus ojos: –Me he casado para toda la vida, con ese gran partido que me ofrecisteis. Así, sin más, zanjaba su madre la conversación y su abuela daba media vuelta para no insistir sobre el asunto, hasta pasadas unas semanas después.
Con el tiempo, además, se dio cuenta de que sus padres no se besaban nunca en la boca, a diferencia de los protagonistas de las películas de cine o de las series que ponían en la tele, sólo se rozaban levemente las mejillas cuando uno acercaba su cara a la del otro. Ninguna vez los vio abrazarse, ni cogerse de la mano, por eso le costaba imaginarse cómo fueron capaces de engendrarla pues la unión física que ello requería debió suponerles un acto heroico a ambos.
La falta de afecto entre sus progenitores y la tristeza insondable y perenne de su madre alimentó sus pensamientos durante años para llegar a la conclusión de que su hombre perfecto no podía encontrarse en una única persona, sino que debería buscar a más de uno: el oficial y el otro, el que complementara al primero. El novio formal sería el que presentaría a su familia, a sus amigos, con el que viviría lo previsible. No le importaría demasiado que no la besara ni la tocara, siempre que fuera lo que se denominaba un buen partido y con el sustento resuelto tendría tiempo de encontrar al amante que la adoraría, con el que viviría aventuras, aquél que saciaría sus más íntimos deseos sexuales, aunque fuese brevemente. 
Su primer doblete lo formaron Adolfo y Bernardo. Adolfo era un buen estudiante y vivía en una urbanización de lujo, la recogía en el colegio y la dejaba en casa sana y salva; sus incursiones eróticas se limitaban a un robado de beso diario que a él le provocaba un sonrojo en las mejillas, como testigo delator de su atrevimiento. De mediana estatura y complexión débil no acertaba a entender cómo una chica tan guapa como Mary se hubiera fijado en él. Solo por eso era feliz y la felicidad que ella le proporcionaba justificaba para Mary, como premio, que tuviera, en paralelo, una relación con Bernardo, un tipo guapísimo, que no tenía interés en nada en concreto, ni siquiera en ella, pero que la divertía, que tenía todo el tiempo del mundo libre para pasarlo bien juntos y que conducía una moto que les permitía alejarles de miradas indiscretas.
Según iba cumpliendo años iba perfeccionando su búsqueda de la pareja ideal, de tal forma que cada uno de los elegidos representaba una parte de sus ambiciones de manera que, entre los dos, formaban según Mary una unidad perfecta de amor y de dinero  
Así ha llegado hasta hoy, y aquí está con 26 años recién cumplidos de camino al altar; y cogida del brazo de su padre se acerca hacia Alejandro que, con el pelo engominado, un chaqué azul marino y los complementos perfectos, la espera sonriente y complacido para hacerla su mujer; y de camino hacia donde se encuentra su novio, dirige su mirada hacia la bancada de la Iglesia, decorada con gusto y repleta de invitados de un abolengo no contaminado por uniones desiguales; y en un rincón, al fondo a la derecha, ve a Bruno, con sus ojos color caramelo que tanto le gustan, con el hoyuelo en la barbilla donde muchas veces descansa su dedo índice, con ese pelo negro que parece incontenible en su caída libre sobre los hombros, con unos gruesos labios que le sonríen pícaros y que se mueven de forma exagerada para convocarla a la próxima cita, para cuando regrese del viaje de novios. 

martes, 19 de mayo de 2020

Noches de luna llena, de Teresa




En las noches de verano, me encanta sentarme en el porche de mi casa, apagar las luces y mirar el cielo en todo su esplendor. Pero sobre todo, lo que me gusta es ver cómo se comporta la luna, saliendo en cuarto creciente, menguando en cuarto menguante y desapareciendo totalmente por el fenómenos de la luna nueva. Reaparece después en toda su plenitud si la noche es nítida, y hace que se desate mi imaginación. 
Puedo ver en ella sus cráteres, sus océanos secos, sus desiertos. Veo las imágenes que yo quiero, su superficie es cómplice y real, veo bailarines bailando, manadas de lobos, rebaños pastando. Me gustaría verme en ella, haber pasado de la Tierra a la luna. Pero ¿qué haría yo desde la luna? ¿mirar la Tierra? ¿y qué vería? Lo imagino: una esfera con grandes fosas de agua, tierras con verdes y frondosos bosques, y también desiertos, todo esto desde su superficie. Bajo la luz de la luna vería destrucción, me horrorizaría el grado de degradación al que ha llegado nuestro planeta, los mares contaminados, los bosques diezmados, el halo de contaminación alrededor de la Tierra y a los humanos cooperando en esas formas de destrucción. 
Los humanos irremediablemente están contribuyendo a la destrucción el planeta, por no decir que son responsables de ello. Y también se destruyen entre ellos, hay interminables focos de violencia, hambrunas, grandes desigualdades sociales, de las que todos somos conscientes pero miramos hacia otro lado, literalmente les damos la espalda.
Solo algunas voces se alzan para advertir del desastre terrícola que más pronto o más tarde estallará. No se hace nada para remediarlo, los compromisos a los que se llega realmente no lo son. 

Dejo volar de nuevo la imaginación y veo a la Tierra regresar a sus principios con una humanidad que la ha arrasado. Sólo han quedado muy pocos humanos y sobreviven como pueden de la manera más primitiva. Atrás quedaron los adelantos tecnológicos, todas las desigualdades, toda la ciencia que había mandado- y esto no es imaginación, es verdadero- al hombre a la luna. Porque en ella sí que hay una huella humana, la marca del pie de un ser humano pisando el desierto lunar. 
Yo simplemente imagino que estoy en ella y me pregunto cómo va a detener el desastre, pienso desde la luna. No tengo la respuesta, solo la conciencia de que el planeta Tierra está en peligro si la inconsciencia humana no lo remedia. 
Me pregunto: ¿qué podría hacer yo? Y la respuesta me viene de la imaginación: quedarme en la luna, la imaginación lo puede todo, la realidad lo hace imposible.


Adjunto un fragmento del poema de la historia de Iza, de Grace Ramsay, que fue escrita en 1869 pero parece escrita en nuestros días:
 
Y cuando el peligro terminó
Y las personas se encontraron
Lloraron por los muertos
Y tomaron nuevas decisiones…
Y soñaron con nuevas visiones
Y crearon nuevas formas de vida.
Y curaron completamente la tierra.
Justo cuando fueron sanados.

relato de Lorrie Moore

Os dejo un enlace de un relato de Lorrie Moore:

https://www.literatura.us/idiomas/lm_gente.html

La Becaria

Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...