sábado, 25 de enero de 2020

Un relato de Mariana Henríquez


La Virgen de la tosquera

Silvia vivía sola en su propio departamento alquilado, con una planta de marihuana de metro y medio en el patio y una habitación enorme con el colchón en el piso. Tenía su propia oficina en el Ministerio de Educación, un sueldo, se teñía el pelo largo de negro azabache y usaba camisolas hindúes de mangas anchas a la altura de las muñecas, con hilos plateados que brillaban bajo el sol. Era de Olavarría y tenía un primo que había desaparecido misteriosamente mientras recorría el interior de México. Era nuestra amiga «grande», la que nos cuidaba cuando salíamos y la que nos prestaba la casa para que pudiéramos fumar porro y encontrarnos con chicos. Pero la queríamos arruinada, indefensa, destruida. Porque Silvia siempre sabía más: si alguna de nosotras descubría a Frida Kahlo, ah, ella ya había visitado la casa de Frida con su primo en México, antes de que él desapareciera. Si probábamos una droga nueva, ella ya había tenido una sobredosis con la misma sustancia. Si descubríamos a una banda que nos gustaba, ella ya había dejado de ser fan del mismo grupo. Odiábamos que tuviera el pelo lacio y pesado, negrísimo, teñido con una tintura que no podíamos encontrar en ninguna peluquería normal. ¿Qué marca sería? Ella a lo mejor nos lo hubiera dicho, pero jamás se lo preguntamos. Odiábamos que siempre tuviera plata, para otra cerveza, para otros veinticinco gramos, para otra pizza . ¿Cómo podía ser? Ella decía que además del sueldo disponía de la cuenta de su padre, rico, que no la veía ni la había reconocido, pero le depositaba plata en el banco. Era mentira, seguro. Tan mentira como que su hermana fuera modelo: la habíamos visto cuando la chica visitó a Silvia y no valía ni tres puteadas, una morocha petisa de culo grande y rulos rebeldes marcados con gel, más grasa imposible, recontraordinaria, no podía ni soñar con subirse a una pasarela.
    Pero sobre todo queríamos verla derrotada porque Diego gustaba de ella. A Diego lo habíamos conocido nosotras en Bariloche, en nuestro viaje de egresadas. Era flaco, tenía las cejas gruesas y siempre usaba una remera diferente de los Rolling Stones (una con la lengua, otra con la tapa de Tatuado , otra con Jagger agarrando un micrófono con cable terminado en cabeza de serpiente). Diego nos tocó canciones en la guitarra acústica después de la cabalgata cuando se hacía de noche cerca del cerro Catedral, y después en el hotel nos enseñó la medida justa de vodka y naranja para hacer un buen destornillador. Nos trató bien pero solamente quiso besarnos y no quiso acostarse con nosotras, a lo mejor porque era más grande (había repetido, tenía dieciocho), o porque no le gustábamos. Después, cuando volvimos a Buenos Aires, lo llamamos para invitarlo a una fiesta. Nos prestó atención un rato hasta que Silvia le dio charla. Y desde entonces nos siguió tratando bien, eso sí, pero Silvia lo acaparaba y lo deslumbraba (o lo abrumaba: las opiniones estaban divididas) con sus historias de México y peyote y calaveras de azúcar. Ella también era grande, hacía dos años que había terminado la secundaria. Diego no había viajado mucho, pero quería irse de mochilero al norte ese mismo verano; Silvia ya había hecho ese recorrido (¡claro!) y le daba consejos, le decía que la llamara para recomendarle hoteles baratos y casas de familias que daban alojamiento, y él se creía todo, a pesar de que Silvia no tenía ni una sola foto, ni una, para probar que ese viaje —o cualquiera de los otros, era muy viajada— había sido real.
    Ella fue la que apareció con la idea de las tosqueras ese verano, y tuvimos que concederle: fue una muy buena idea. Silvia odiaba las piletas públicas y las de club, hasta las de las quintas o casas de fin de semana: decía que el agua no era fresca, que la sentía estancada. Como el río más cercano estaba contaminado, ella no tenía dónde nadar. A nosotras nos parecía «quién se cree qué es Silvia, como si hubiera nacido en una playa del sur de Francia». Pero Diego escuchó la explicación de por qué quería agua «fresca» y estuvo totalmente de acuerdo. Hablaron un poco de mares y cascadas y arroyitos hasta que Silvia mencionó las tosqueras. Alguien, en el trabajo, le había dicho que podía encontrar un montón en la ruta para el sur, y que la gente apenas las usaba para bañarse, porque les daban miedo, se decía que eran peligrosas. Ahí mismo propuso que fuéramos el siguiente fin de semana, y nosotras aceptamos de inmediato porque sabíamos que Diego iba a decir que sí y no queríamos que fueran los dos solos. A lo mejor si veía el feo cuerpo que tenía ella, unas piernas bien macetonas, Silvia decía que porque había jugado al hockey de chica, pero la mitad de nosotras habíamos jugado al hockey y ninguna tenía esos jamones; el culo chato y las caderas anchas, por eso le quedaban tan mal los jeans ; si veía esos defectos (más los pelos que nunca se depilaba bien, a lo mejor no se podían sacar de raíz, ella era muy morocha), a lo mejor Diego dejaba de gustar de Silvia y de una buena vez se fijaba en nosotras.
    Ella averiguó un poco y dijo que teníamos que ir a la tosquera de la Virgen, que era la mejor, la más limpia. También era la más grande, la más honda y la más peligrosa de todas las tosqueras. Quedaba muy lejos, casi al final del recorrido del 307, cuando el colectivo ya tomaba la ruta. La tosquera de la Virgen era especial porque, decían, casi nadie iba a bañarse ahí. El peligro que alejaba a la gente no era la profundidad: era el dueño. Decían que alguien la había comprado, y lo aceptábamos: ninguna de nosotras sabía para qué servía una tosquera ni si se podía comprar, pero sin embargo no nos resultaba raro que tuviera dueño y entendíamos que él no quisiera extraños bañándose en su propiedad.
    Según contaban, cuando había intrusos el dueño aparecía por detrás de una loma en su camioneta y les disparaba. A veces también les soltaba sus perros. Había decorado su tosquera privada con un altar gigante, una gruta para la Virgen en uno de los lados del piletón principal. Se podía llegar rodeando la tosquera por un camino de tierra del lado derecho, un camino que empezaba en una entrada improvisada, cerca de la ruta, marcada por un angosto arco de hierro. Del otro lado estaba la loma desde la que podía asomarse la camioneta. El agua frente a la Virgen estaba quietísima, negra. De este lado, una playita de tierra arcillosa.
    Fuimos todos los sábados de ese enero, el calor era tormentoso y el agua estaba tan fría: era como sumergirse en un milagro. Hasta nos olvidamos un poco de Diego y Silvia. Ellos también se habían olvidado el uno del otro, maravillados por la frescura y el secreto. Tratábamos de estar callados, de no hacer escándalo para no despertar al dueño escondido. Nunca vimos a nadie más, aunque a veces algunas personas compartían la parada del colectivo a la vuelta, y debían suponer que volvíamos de la tosquera por nuestro pelo mojado y el olor que se nos quedaba pegado a la piel, olor a piedra y sal. Una vez el colectivero nos dijo algo extraño: que tuviéramos cuidado con los perros sueltos, medio salvajes. Nos dio un escalofrío, pero el siguiente fin de semana estuvimos tan solos como siempre, no escuchamos ni siquiera un ladrido lejano.
    Y podíamos ver que Diego empezaba a mirar con interés nuestros muslos dorados, nuestros tobillos finos, los vientres chatos. Igual seguía más cercano a Silvia y todavía parecía fascinado aunque ya se había dado cuenta de que nosotras éramos mucho mucho más lindas. El problema era que los dos nadaban muy bien, y aunque jugaban con nosotras en el agua y nos enseñaban algunas cosas, a veces se aburrían y se alejaban nadando rápido, con precisión. Era imposible alcanzarlos. La tosquera era enorme de verdad; nosotras, cerca de la orilla, veíamos sus dos cabezas oscuras flotando sobre la superficie, y veíamos sus labios moverse, pero no teníamos idea de lo que se decían. Se reían mucho, eso sí, y Silvia tenía una risa escandalosa, teníamos que retarla para que bajara la voz. Los dos parecían tan contentos. Sabíamos que se iban a acordar dentro de muy poco de lo mucho que se gustaban, que la frescura del verano cerca de la ruta era algo pasajero. Teníamos que detenerlos. Nosotras habíamos encontrado a Diego, ella no podía quedarse con todo.
    Diego estaba cada día mejor. La primera vez que se sacó la remera descubrimos que tenía la espalda ancha, los hombros caídos y fuertes, y un color arena en la espalda, justo sobre el pantalón, que era sencillamente hermoso. Nos enseñó a armar una tuquera para el porro con la cajita de fósforos, y nos cuidaba para que no nos metiéramos al agua relocas, por si nos ahogábamos drogadas. Nos ripeaba discos de las bandas que, creía, teníamos que conocer, y después nos tomaba examen, era encantador, se ponía contento cuando notaba que nos había gustado de veras alguna de sus favoritas. Nosotras escuchábamos con devoción y buscábamos mensajes, ¿nos querría decir algo?, por las dudas hasta traducíamos las canciones que estaban en inglés usando el diccionario; nos las leíamos por teléfono y debatíamos. Era muy confuso, había decenas de mensajes cruzados.
    Toda especulación se cortó en seco —como si nos hubieran pasado un cuchillo helado por la columna vertebral— cuando nos enteramos de que Silvia y Diego se habían puesto de novios. ¡Cuándo! ¡Cómo! Ellos eran grandes, no tenían por qué estar en casa temprano, Silvia tenía su propio departamento, qué estúpidas, aplicarle a ellos nuestras limitaciones de pendejas. Y eso que nos escapábamos bastante pero igual nos controlaban con horarios, celular y padres que se conocían entre sí y nos llevaban hasta los lugares —boliches, casas de amigas, casas nuestras, club— en auto.
    Los detalles los tuvimos pronto, y no eran demasiado espectaculares. Se veían al margen de nosotras desde hacía un tiempo; de noche, en efecto, pero a veces él la pasaba a buscar por el Ministerio y se iban a tomar algo, y otras se quedaban a dormir juntos en su departamento. Seguro fumaban el porro de la planta de Silvia en la cama después de coger. Algunas de nosotras no habíamos cogido a los diecisiete años, un espanto; chupar pija sí, ya sabíamos hacerlo muy bien, pero coger, algunas, no todas. Nos dio un odio terrible. Queríamos a Diego para nosotras, no queríamos que fuera nuestro novio, queríamos nomás que nos cogiera, que nos enseñara como nos enseñaba sobre el rocanrol, preparar tragos y nadar mariposa.
    De todas, la más obsesionada era Natalia. Ella era virgen todavía. Decía que quería guardarse para uno que valiera la pena, y Diego valía la pena. Cuando se le metía algo en la cabeza, era muy difícil que diera marcha atrás. Una vez, se había tomado veinte pastillas de su mamá cuando le prohibieron ir al boliche por una semana —las notas del colegio eran un desastre—. La dejaron seguir yendo, pero la mandaron al psicólogo. Natalia faltaba y se gastaba la plata de las sesiones en sus cosas. Con Diego quería algo especial. No quería tirársele encima. Quería que él la quisiera, gustarle, enloquecerlo. Pero en las fiestas, cuando se acercaba a hablarle, Diego le hacía una sonrisa de costado y seguía en su conversación, con cualquier otra de nosotras. No le contestaba el teléfono, y si lo hacía, las conversaciones eran lánguidas y él siempre las cortaba. En la tosquera, no se le quedaba mirando el cuerpo, las piernas largas y fuertes y el culo firme, o la miraba como si se fijara en una planta medio aburrida, un ficus, por ejemplo. Eso sí que Natalia no podía creerlo. Ella no sabía nadar, pero se humedecía cerca de la orilla y después salía del agua fría con la malla amarilla pegada al cuerpo bronceado, tan pegada que se le marcaban los pezones, erizados por el agua helada; y Natalia sabía que cualquier otro que la viera se mataría a pajas, pero Diego no, ¡prefería a la negra de culo chato! Nosotras coincidíamos en que era incomprensible.
    Una tarde, cuando íbamos para la clase de educación física, nos contó que le había echado sangre de menstruación al café de Diego. Lo había hecho en la casa de Silvia, ¡dónde si no! Estaban los tres solos, y en un momento Diego y Silvia fueron hasta la cocina, por unos minutos, a buscar café y galletitas; el café ya estaba servido sobre la mesa. Natalia, muy rápido, echó lo que había podido juntar —muy poco— en un mínimo frasquito de muestra de perfume. Había logrado juntar la sangre retorciendo algodón húmedo, un asco porque ella siempre usaba toallitas o tampones, se había puesto algodón solo para poder conseguir sangre. Estaba un poco diluida en agua, pero ella decía que tenía que servir igual. Había sacado el método de un libro de parapsicología: ahí decían que era poco higiénico, pero infalible para amarrar al ser amado.
    No funcionó. Una semana después de que Diego tomara la sangre de Natalia, la propia Silvia nos contó que estaban de novios, que era oficial. La siguiente vez que los vimos, no paraban de besuquearse. Ese fin de semana fuimos a la tosquera con ellos de la mano, y no lo podíamos entender. No lo podíamos entender. La bikini roja con dibujos de corazones de una; la panza chatísima con un piercing en el ombligo de otra; el excelente corte de pelo con un mechón en la cara, las piernas sin un solo pelo, las axilas como de mármol. ¿Y él la prefería a ella? ¿Por qué? ¿Porque se la cogía? ¡Si nosotras también queríamos coger, no queríamos otra cosa! O acaso no se daba cuenta cuando nos sentábamos sobre sus rodillas apoyando el culo con mucha fuerza, y tratando de manotearle la pija con la mano, como en un descuido. O cuando nos reíamos cerca de su boca, mostrándole la lengua. ¿Por qué no nos tirábamos encima de él y listo? Porque nos pasaba a todas, no era solamente la obsesión de Natalia: queríamos que Diego nos eligiera. Queríamos estar con él todavía mojadas del agua fría de la tosquera, cogiendo una tras otra, él acostado sobre la playita, esperando los disparos del dueño, y correr hacia la ruta medio desnudas bajo una lluvia de balas.
    Pero no. Estábamos ahí sentadas en toda nuestra gloria, y él besándose con Silvia culo chato, vieja además. El sol ardía, y a Silvia culo chato ya se le estaba pelando la nariz, un desastre, usaba protectores solares de cuarta. Nosotras, impecables. En un momento, Diego pareció darse cuenta. Nos miró distinto, como si registrara que estaba con una negra fea. Y dijo «por qué no vamos nadando hasta la Virgen». Natalia se puso pálida, porque ella no sabía nadar. Nosotras sí, pero no nos animábamos a cruzar la tosquera, que era muy profunda y larga, si nos ahogábamos no había quien nos salvara, estábamos en el medio de la nada. Diego adivinó: «Sil y yo vamos nadando, ustedes agarren por el costado caminando y nos vemos allá. Quiero ver ese altar de cerca, ¿se copan?».
    Dijimos que sí, que claro, aunque estábamos preocupadas porque si le decía «Sil» a lo mejor nuestra percepción de que nos miraba distinto era equivocada, nomás nos moríamos de ganas de que fuera así y ya estábamos medio locas. Empezamos a caminar. Rodear la tosquera no era fácil: parecía mucho más chica cuando una estaba sentada en la playita. Era enorme. Debía tener unas tres cuadras de largo. Diego y Silvia avanzaban más que nosotras, y veíamos las cabezas oscuras aparecer a intervalos, medio doradas bajo el sol, tan luminosas, y los brazos levantando surcos de agua, resbaladizos. En un momento tuvieron que parar, lo vimos desde el costado —nosotras, bajo el sol, con polvo pegado al cuerpo por la transpiración, algunas con dolor de cabeza por el calor y la luz fuerte en los ojos, caminando como si anduviéramos cuesta arriba—; los vimos parar y hablarse, Silvia se reía tirando la cabeza para atrás y manteniendo los brazos en movimiento para no hundirse. Eran demasiados metros para nadar de un tirón, ellos no eran profesionales. Pero a Natalia le dio la impresión de que no paraban nomás por cansancio, creyó que estaban tramando algo, «a esa yegua se le ocurrió alguna», dijo, y siguió caminando hacia la Virgen que apenas se veía adentro de la gruta.
    Diego y Silvia llegaron justo cuando nosotras doblábamos a la derecha, a caminar los últimos cincuenta metros que nos separaban de la gruta de la Virgen. Seguramente nos vieron resoplando, con las axilas oliendo a cebolla y el pelo pegado a las sienes. Nos miraron bien, se rieron igual que lo habían hecho cuando dejaron de nadar, y se volvieron a tirar al agua, para nadar con toda velocidad de vuelta a la orilla de la playita. Así nomás. Se les escucharon las carcajadas burlonas junto al chapuzón. «¡Chau, chicas!», gritó Silvia triunfal antes de volver nadando, y nosotras ahí heladas a pesar del bochorno, qué cosa rara, heladas y más muertas de calor que nunca, con las orejas ardiendo de odio mientras los veíamos irse riéndose de las tontas que no sabíamos nadar, imaginando nuestros propios reproches. Humilladas, a cincuenta metros de la Virgen, que ya nadie tenía ganas de ver, que ninguna de nosotras había tenido ganas de ver nunca. Miramos a Natalia. Era tanta la rabia que las lágrimas no caían de sus ojos. Le dijimos que teníamos que volver. Dijo que no, que quería ver a la Virgen. Nosotras estábamos cansadas y avergonzadas, nos sentamos a fumar, le dijimos que la esperábamos.
    Tardó bastante, unos quince minutos. Raro, ¿habría estado rezando? No le preguntamos, la conocíamos bien cuando se enojaba, a una de nosotras nos había mordido en un ataque de furia, de verdad, un mordiscón enorme en el brazo que había dejado una marca por casi una semana. Volvió con nosotras, nos pidió de fumar una pitada —no le gustaba fumar cigarrillos enteros— y empezó a caminar. La seguimos. Podíamos ver a Silvia y Diego en la playa, secándose mutuamente, no los escuchábamos bien, pero se reían, y de pronto un grito de Silvia, «no se enojen, chicas, fue un chiste».
    Natalia se dio vuelta en seco. Estaba cubierta de polvo. Tenía polvo hasta en los ojos. Nos miró fijo, estudiándonos. Sonrió y dijo:
    —No es una Virgen.
    —¿Qué cosa?
    —Tiene un manto blanco para ocultar, para taparla, pero no es una Virgen. Es una mujer roja, de yeso, y está en pelotas. Tiene los pezones negros.
    Nos dio miedo. Le preguntamos quién era, entonces. Nos dijo que no sabía, algo brasilero. También nos dijo que le había pedido algo. Que el rojo estaba muy bien pintado, y brillaba, parecía acrílico. Que tenía un pelo muy lindo, negro y largo, más oscuro y más sedoso que el de Silvia. Y que cuando se le acercó, el falso manto blanco virginal se le cayó solo, sin que ella lo tocara, como si quisiera que Natalia la reconociera. Entonces le había pedido algo.
    No le contestamos nada. A veces hacía cosas así de locas, como lo de la menstruación en el café. Después se le pasaba.
    Llegamos de muy malhumor a la playita, y aunque Silvia y Diego trataron de hacernos reír, no hubo manera. Vimos cómo les entraba la culpa. Pidieron perdón y disculpas. Admitieron que había sido una broma de mal gusto, pesada, diseñada para avergonzarnos, mala leche, despreciativa. Sacaron de la heladerita que siempre llevábamos a la tosquera una cerveza bien fresca, y cuando Diego la destapó con su abridor-llavero, escuchamos el primer resoplido. Fue tan alto, claro y fuerte que pareció venir de muy cerca. Pero Silvia se paró y señaló con el dedo la loma por donde aparecía el dueño. Había un perro negro. Aunque lo primero que Diego dijo fue «es un caballo». Ni bien terminó la palabra, el perro ladró, y el ladrido llenó la tarde y nosotras juramos que hizo temblar un poco la superficie del agua de la tosquera. Era grande como un potrillo, completamente negro, y se notaba que estaba dispuesto a bajar la loma. Pero no era el único. El primer resoplido había llegado de detrás de nosotros, del fondo de la playa. Allá, muy cerca, caminaban tres perros-potrillos babosos, sus costados subían y bajaban, se les notaban las costillas, estaban flacos. Estos no eran los perros del dueño, pensamos, eran los perros de los que había hablado el colectivero, salvajes y peligrosos. Diego les hizo «shhh» para amansarlos, y Silvia dijo «no hay que mostrarles que estamos asustados», y entonces Natalia, enojada, llorando por fin, les gritó: «Soberbios de mierda, vos sos una negra culo chato, vos un pelotudo, ¡y ellos son mis perros!».
    Había uno a cinco metros de Silvia. Diego ni le prestó atención a Natalia: se puso delante de su novia para protegerla, pero entonces apareció otro perro detrás de él, y dos más chicos que bajaron corriendo ladrando la lomita por la que no se asomaba el dueño, y de repente empezaron los rugidos de hambre o de odio, no sabíamos. Lo que sí sabíamos, de lo que nos dimos cuenta porque era tan obvio, era de que los perros ni nos miraban. A ninguna de nosotras. No nos prestaban atención, como si no existiéramos, como si ahí junto a la tosquera solo estuvieran Silvia y Diego. Natalia se puso una remera y una pollera, nos susurró que nos vistiéramos también, y después nos agarró de las manos. Caminó hasta la entrada de hierro tipo arco que daba a la ruta, y recién ahí empezó a correr hasta la parada del 307, y nosotras detrás de ella. Si pensamos en buscar ayuda, no lo dijimos. Si pensamos en volver, tampoco lo dijimos. Cuando escuchamos los gritos de Silvia y Diego desde la ruta, rezamos secretamente para que no parara ningún auto y también los escuchara; a veces, como éramos tan jóvenes y lindas, nos ofrecían llevarnos gratis hasta la ciudad. Llegó el 307 y subimos con tranquilidad para no levantar sospechas. El chofer nos preguntó cómo andábamos y le dijimos bien, bárbaro, todo tranquilo, todo tranquilo.

jueves, 23 de enero de 2020

El caso Guzmán

El caso Guzmán 
Recuerdo esa imagen; cuando lo encontré en ese salón voluminoso que producía terror pero al mismo tiempo melancolía; tal vez sería porque sabía su historia, 
aquella que cambió por completo mis convicciones, nunca imaginé que fuera ser tan considerable en mi vida.

Es el caso de Armando, más conocido en mi antiguo colegio como Guzmán, apellido proveniente de caballeros, sinónimo de nobleza y valentía, y pensándolo bien eran sus características principales, sin embargo la ausencia de padres lo hizo frágil y con pensamientos oscuros cuando era provocado, y ese momento llegó, lo lamentable es que soy la razón de ese efecto que cambiaría su vida para siempre.

Todos mis compañeros incluido yo mismo lo saboteábamos, pues era un chico tímido, taciturno y con una personalidad un tanto extraña, tanto que a veces me producía temor,  sin embargo nada de eso importó para convertirlo en el hazmerreír del salón, tenía una voz delicada, más aguda de lo normal, por lo menos para un hombre;
y un detalle para concluir nuestro latazo hacia aquel pobresillo, “su aliento”,
no sabía con exactitud la razón, pero siempre olía mal, por eso también fue rechazado, incluido sus profesores; lo detestaban, se burlaban por sus  respuestas incoherentes, su mediano cuerpo obeso y encorvado hacían de él un letargo con apariencia de somnolencia rareza.

Aunque había algo en él que lo hacía especial, su comprensión e inteligencia para las matemáticas era sencillamente increíble, por eso se convirtió en mi amigo, lo utilicé para que me ayudara, en realidad detestaba los números, y a él también, pero prefería aguantarme sus frases inmaduras y dispersas que reprobar aquella materia execrable.
Además su aliento era pésimo, nunca se lo dije, elegí mejor darle una  goma de mascar cada vez que me sentaba a su lado.




Cierto día tuve un problema con otro compañero de clase, Hernán era su nombre, el típico hombrecillo que se cree el dueño de todo, rudo, descortés y tosco; todos le temían, era muy popular por su manera de pelear, había tenido riñas con unos cuantos y a todos les había ganado. Ya podrán imaginar el porqué de su egocentrismo desmesurado. 
Conmigo se llevaba bien, pero desde que me observó al lado de Guzmán empezó a incomodarme, a burlarse hasta el punto de crear disputa entre ambos.

En una ocasión discutimos muy fuerte hasta el punto de crear roce físico, me empujó violentamente, y para mi sorpresa en ese momento apareció Guzmán y sin pensarlo dos veces laceró con sus manos directamente en el rostro a Hernán, todos quedamos atónitos porque aquel tipejo había quedado inmóvil sin mover un solo centímetro de su cuerpo, estaba desmayado o eso era lo que creíamos. 

Todo el colegio, profesores, alumnos salieron de sus aulas para inquirir aquel suceso que terminó en tragedia.
¡Si! Lo que están imaginando, nunca más volvió a levantarse; salvo los levanta- cadáveres que sí lo hicieron unas horas después de la acción. 
Guzmán por su parte reía a carcajadas, su voz afilada e infantil creaba una escena de espanto y desagrado, en ese momento se acercó y me dijo: -“amigo lo hemos eliminado, ya no nos volverá a molestar” por mi parte no sabia que decir, estaba inmóvil y lo único que salió decirle fue: no eres consciente de lo que acabas de hacer verdad? Sabes que vendrán las autoridades y te encarcelarán?; acabas de cometer un asesinato. Pero su respuesta me aniquiló: -Los mataré a todos, nadie puede apagar nuestra amistad, somos amigos por siempre.

Me esfumé lo más rápido que pude de aquel lugar, en qué lío me había metido; en realidad temía por mi misma vida, ese desagradable nerd había resultado un psicópata mental.
Con los días me di cuenta de que estaba preso y me sentí culpable por su destino, sentía que debía hacer algo, sin embargo ese deseo concluyó en una mirada a 10 metros de distancia, me ganó el miedo, no quería verlo porque sabía que era preso de su personalidad, estaba bien así, observarlo detenidamente para saber que estaba esperando el regreso de su amigo, de su “único amigo”. 

Dixon Villarreal 

La Sra. Lucía

                                                                            Amparo B.S.
 
    Era la hora de comer. Estaba friendo pescado y con mi manía de los olores, tenía puesto el extractor y la puerta de la cocina cerrada.

    Oí llamar el timbre. Sabía que mi hija y el vecinito jugaban en el suelo de la entrada, al resguardo del calor. Bajé el fuego, me limpié las manos y salí rápida. Me los encontré de cara.

-      ¿Quién era chicos?

-      La Sra. Lucía, mamá – y el vecinito asentía con la cabeza.

    Salí corriendo a la puerta. El sol abrasador del mediodía y la calle vacía fue lo único que me encontré.

-      No puede ser la Sra. Lucía – les dije con el corazón apretado de repente.

-      Sí mami y nos ha dicho “he venido porque tenéis algo para mí”.

-      Sí, Dª Lucía, con el pelo blanco y así largo – me aclaraba con gestos el amiguito de mi hija.

-      No era ella … - volví a repetir y cerré la puerta.

    Me volví a la cocina. No quería  que se me quemara el pescado.

        La Sra. Lucía había muerto el pasado invierno.

 

    Don Ramón y doña Lucía trabajaron más de 25 años en Inglaterra, él como mayordomo y ella como ama de llaves de unos ricos señores a las afueras de Londres, cerca de Richmond Park antiguo coto de caza. Llegado el momento de la jubilación, sin hijos y con  poquísima familia que les esperara, no regresaron a Madrid, sino que con parte de lo ahorrado todos aquellos años, se compraron una casa en un pueblo del Mediterráneo, no en la playa pero sí lo bastante cerca para que el sol y el mar aliviaran los males consabidos de la vejez.

    La casa era de una planta, con amplísimo patio e incluso una rudimentaria balsa de baño y riego; algunos árboles frutales que ofrecían en temporada granadas, pomelos, nueces, y mucho espacio más que el matrimonio aprovechó para montar un pequeño gallinero y algo de huerta. Desde arriba en la terraza, se veía la sierra y buena parte del pueblo. Otra cosa era el  interior de la casa. Muy al estilo inglés, profusión de alfombras y moquetas, cama con dosel de terciopelo rojo, cuadros, grabados y fotos dejando sin espacio libre las paredes, incluso un retrato de la reina de Inglaterra en el comedor. Teniendo en cuenta los inviernos cortos y la torridez de los veranos, la casa resultaba extraña y poco práctica. El hábito mediterráneo de abrir puertas y ventanas, orear y ventilar se daba poco en aquella vivienda, y su interior iba adquiriendo una pátina poco salubre.

    Durante unos años la pareja, vivió tranquilamente ocupada en dar personalidad a su nueva casa. En el jardín igual crecieron acelgas que rosas. Una pared del patio se alicató completamente con conchas que recogían en sus días de playa. En un mercado de antigüedades de la zona compraron unas cabezas de niño de escayola en cuyas bocas se podía enroscar una bombilla y fueron colocadas en los puntos de luz del patio. Algunos gatos que empezaron a andar por allí, habían sido bien acogidos por el matrimonio y así mantenían  a raya a los roedores que rondaban el gallinero. La colonia de felinos aumentó y creció llegando a ser desproporcionada y otro sello del hogar de la pareja.

    Con los vecinos de la calle tenían una relación justa, mantenían el porte aristocrático del antiguo personal de servicio inglés y se movían tal cual.

    Un día de verano, D. Ramón no despertó. Cuando la mujer tomó conciencia de su soledad, empezó por abrir la puerta de su casa. Barrer la acera, refrescar con agua la entrada al atardecer, sentarse a la fresca por la noche, ir a la única carnicería a la hora que más mujeres acudían, incluso subió a la iglesia a menudo.

    Las vecinas,  llevadas por la curiosidad y algo de compasión, se prestaron  a una mayor relación con aquella octogenaria arisca hasta el momento. Conocieron a la mujer que ocultaba pieles, joyas y otros secretos. A la gran interesada en favores  de cuidado y acompañamiento. A la de palabra amable delante, y enredos detrás. Una a una se sintieron utilizadas y una a una se fueron quemando con la falsa fachada de una persona que escondía el egoísmo más auténtico.

    Con el tiempo volvió a quedarse sola. Se sentaba a la fresca a veces con el plato de la cena, pero con la silla girada hacia su puerta, de espalda, rodeada de sus gatos, silenciosa, sin mirar a nadie. Los niños que jugaban en aquella calle con salida al barranco, sin coches, lugar seguro para sus andanzas, corrían el peligro de ser enganchados por el pelo si pasaban muy cerca de ella con un vete por ahí a molestar.

    El malhumor, el aislamiento, la fue sumiendo en una lenta dejadez y abandono que no sólo se reflejaba en el hogar y la maleza que invadía el patio. El elegante moño de pelo blanco se deshilaba, las uñas antes bien cuidadas perdían el esmalte sin remedio y los zapatos de tacón no tenían brillo; hasta podía salir a la tienda o ir al médico con el camisón bajo el abrigo de piel. Su salud hizo el resto.

    Escribió a un  sobrino cura que era secretario del Obispo de Lugo y consiguió una plaza en una residencia de la Iglesia. Vendió la casa. Llovía a mares el día que firmó el acta de venta en el notario,  y también llevaba el camisón bajo un abrigo de piel muy bien abrochado. Dispuso  lo que creyó indispensable en un único baúl que fue recogido por una empresa  transportista, y su sobrino cura la recogió en un coche de alquiler que les llevó al aeropuerto. Poco más de un año después, en el pueblo se supo que la Sra. Lucía había muerto.

 

    Dada la inquietud que me dejó el timbre y la visita inesperada de la mañana, aquella misma noche cuando salimos a la fresca después de cenar y los pequeños jugaban, me acerqué al corro de vecinas y comenté lo ocurrido. Curiosamente quisieron oírlo de boca de mi hija y el otro niño. Los comentarios fueron de todo tipo. Miedo, intriga, incredulidad, hasta que una dijo que al día siguiente había que encargar una misa por el alma de la Sr. Lucía, que estaba pidiendo a voces que alguien rezara por ella.

    Entonces pensé en el sobrino cura. El baúl. El viaje. La falta de oración.

 

 

miércoles, 22 de enero de 2020

PLECAS. El extraterrestre.

Plecas, se encontraba sentado en un planetoide a mil años luz de la tierra. Era hijo de un humano que viajaba mucho, que era vendedor de carnicas y se chupaba autopistas y carreteras desaforadamente.

Plecas pensaba en sus cosas apalancado en ese planetoide, siempre había querido ser humano como su padre; pero la herencia genética de su madre, no lo había dejado. El no se dedicaba, como su primo lejano, el Principito, a limpiar cráteres o a arrancar bao-bas simplemente estaba allí. Era campeón de las galaxias, en el bendito juego de inteligencia y sabiduría llamado ajedrez. Se dedicaba a entrenar con la PRRE, que era una babosa reconvertida en extraterrestre a la que siempre ganaba.
Sus padres, el vendedor de cárnicas y su madre no humana habían generado un hijo muy inteligente, pero carente de habilidades sociales, hubiera pasado por autista. Plecas vivía con sus padres, en el planetoide, simple e inmaduro se dejaba llevar por la vida sin hacerse demasiadas preguntas y sin precipitaciones.
Cuando su madre falleció, el golpe fue muy duro, Plecas fue gradualmente internándose en su condición de extraterrestre especial.

Un día, Plecas, ya todo un adulto, sintió ganas de salir de exploración, ansias de conocer, nuevas culturas, nuevos mundos y nuevas civilizaciones. Se largó a la busqueda, por esos planetas de dios, de sí mismo.
En la aceleración del ciberespacio llegó a una tierra muy rara, allí una multitud rezaba y susurraba cánticos “LA COFRADIA“ se denominaban y habían construido un tabernáculo impresionante y en medio de aquel altisonante maremágnum conoció a Zirah que con el tiempo y una caña sería su esposa.

Zirah, una especie de monja seglar, adolecía de una mórbida astucia, de la que carecía por completo Plecas, este atributo se materializaba en unas ansias inclementes de huir de su planeta y por supuesto de LA COFRADIA, abandonar el tabernáculo e iniciar una nueva vida en la que todo estuviera resuelto. A Plecas lo hechizó con su desparpajo, su alegría dicharachera y sus ganas de comerse las galaxias.
Poco importaba que consiguiese sus objetivos a base de mentir, consideraba a Plecas como su salvador, y eso a nuestro héroe lo llenaba de satisfacción.

Con ello empezó un idilio. Pero cuando Plecas colgó en su blog sus ilusiones, sus esperanzas, y sus expectativas y Zirah relató su inmenso amor y por supuesto su voluntad de no separarse jamas de él, la familia intervino. Plecas no había sido nunca muy popular pero a pesar de ello todos se consideraban afectados por la posible trascendencia del romance.

Su padre, nunca dejó que Plecas, se trajese a Zirah al planetoide, ésta se había empeñado, en abrir una tienda de botijos de bisutería lunar y pretendía que el coste de la financiación recayese en el padre y Plecas, es decir, que a la pizpireta muchacha se le veía el plumero. Y como el plumero era muy colorido y muy vistoso y las ganas de medrar de Zirah harto evidentes, Plecas que carecía de malicia sin ser tonto, se separo de ella porque a Plecas, en cuanto le tocaban el numerario se enfurecía.
Regreso al planetoide, igual que siempre, reanudo las partidas de ajedrez con la PREE, que a aquellas alturas era ya una octogenaria, y de pronto el destino avieso le asestó otro golpe mortal, la muerte de su padre, aunque este fallecimiento tuvo una serie de consecuencias adversas de una magnitud insospechable.
Después del entierro, sus hermanos decidieron su destino y también el de su planetoide. Allende las galaxias, allende los espacios, Plecas fue condenado el ostracismo.

Plecas, solitario, se estableció en el planetoide que con el tiempo se convirtió en un estercolero. Su dejadez y apatía eran un virus contagioso, todo se había ido convirtiendo en una infesta montaña de detritus y demás basura intergalactica. Plecas era un okupa en la ingente suciedad, las bolas de polvo y entre arañas que se flintraban por los rincones. Pensaba y se cuestionaba las remotas, verdades de la vida ¿Por que soy un extraterrestre olvidado por mis parientes?

El tiempo pasaba, Plecas vivía solo en el planeoide. Sus hermanos de vez en cuando intentaban convencerle de que se buscase en trabajo, no le dejaban en paz. De nada valía el autoflagelarse, Plecas ni siquiera quería continuar con el negocio de cárnicas de su padre. Ir por las autoestopistas del espacio vendiendo chorizos y morcillas le producía un aburrimiento total. No encontraba su sitio, su ubicación, sus hermanos le aburrían casi tanto como los embutidos.

Hasta que un día, él, que siempre había sido tranquilo, pacifico y dialogante, estalló con una violencia inusitada y acabo con sus hermanos. Se aposto detrás de una montaña de basura espacial con un arco, enseñado a manejar por la ínclita Zirah, y las flechas fueron lanzadas al blanco con una precisión absoluta. Así acabó con vejaciones y ninguneos para siempre. Y es que los arbolitos jóvenes si no se enderezan, acaban como Plecas en un planetoide lleno de basura estelar, rodeado de los cadáveres de sus hermanos y olvidado por los siglos de los siglos.


lunes, 20 de enero de 2020

 Gracias, papá
    Colocado en la esquina de la barra, observo lo que más me interesa de la estancia: la entrada, la pista de baile y la salida de emergencia. Para eso llego temprano cada jueves, para que nadie ocupe este lugar estratégico.
    Con un whisky en una mano y palpando, con la otra, las dos pastillas que introduje en el bolsillo, fijo mi mirada en el barman. Hoy lleva una camiseta ajustada que resalta sus abdominales trabajados durante muchas horas de gimnasio; luce ese color caramelo que no le abandona durante todo el año y que me invita a lamerlo como si él fuera un helado y yo un niño; lleva la melena brillante y recogida en un moño aparentemente informal; y exhibe su hermosa sonrisa que, al desbaratarse sin motivo, provoca un par de hoyuelos descarados en sus mejillas ¡Qué hermoso es! Le pediría que fuese mío, cada vez que lo veo, si no fuera  porque está más cerca de los treinta que de los veinte. Él es quien me ayuda en la búsqueda de la presa, señalando, sutil, con su barbilla, a los clientes que van entrando, si considera que pueden ser de mi agrado. Casi siempre acierta, son muchas horas de confesión ante las copas que me sirve en la disco-pub.
    Miro mi Rolex de reojo, lo dejo asomar ligeramente por el puño de la camisa planchada, para que sea perceptible sin parecer ostentoso. Me paso los dedos por mi pelo recién lavado, y practico, inconsciente, una sonrisa seductora que exhibe mi dentadura blanca y perfectamente alineada gracias a la técnica médica.
    Va entrando el público, cada día más guapo, más elegante, y, afortunadamente,  más joven.
    El segundo whisky, combinado con las pastillas euforizantes, me impulsa hacia la pista, hacia el oasis de mi vida. Me acerco despacio, no quiero parecer necesitado, nervioso, ni confuso; voy recorriéndola poco a poco, para rozar, suavemente, las nalgas de los que bailan, oler los diferentes perfumes que utilizan, indagar en las miradas sus intenciones ocultas y, con esa información, que proceso analíticamente,  elegir la presa de esa noche, para abatirla sin que se resista.
    Poso mi mirada en dos rostros angelicales,  tan iguales que parecen gemelos. Me introduzco en medio de los dos y me contoneo con cadencia. Bailo bien y  aunque ya he cumplido los cuarenta aparento muchos menos. Visto con clase y resulto, según dicen, muy atractivo. Por eso confío en que todo salga como deseo. Después de dos canciones, paso mis brazos por sus hombros y les propongo un trío. Me preguntan condiciones y me imponen el precio. Llegamos, rápidamente, a un acuerdo.
    Cojo a cada uno de una mano, y subimos, con urgencia, a una de las  habitaciones preparadas para encuentros sexuales.
    Transcurren horas que parecen minutos, pues los tres hemos dado y recibido; los tres hemos gemido y hasta gritado; los tres hemos llegado, más de una vez, al orgasmo.  Ahora, solo yo sigo despierto. Contemplo en el espejo del techo mi cara un poco desencajada por la fatiga; nuestras piernas y brazos enredados, de tal forma, que me cuesta asignarlos a sus respectivos  dueños; y sus cuerpos de efebos, como tallados por un escultor renacentista, que me parecen los de dos deidades materializadas en hombres. 
    Con mucho pesar y esfuerzo, me desenredo de mis amantes que, por el don del sueño imperturbable reservado a los más jóvenes, no notan mis movimientos. Cuando despierten, no les importará mi ausencia, solo si he dejado su dinero en la mesilla de noche, lo que así hago. 
    Está amaneciendo y no me entretengo en ducharme. Cuando, una hora y media después, llego a mi casa, abro la puerta con sigilo: como imaginaba mi santa y dulce esposa está despierta. No le importa el desaliño, ni las ojeras ni el olor a semen que me delatan. Ella, al mejor estilo neocatecumenal, me perdona, como pecador que soy, sin preguntas, como cada viernes a estas horas.
    Desayunamos  tras mi rápida ducha. Estamos felices los dos. Hoy es el gran día. Por ser delegado de asuntos religiosos del Ayuntamiento, por mis relaciones con el clero, y porque mi mujer está embarazada de nuestro sexto hijo con tan solo treinta y nueve años, he sido elegido para recibir al Papa en la escalinata del avión que lo trae de Roma, para acompañarlo al Palacio Arzobispal y para leer, allí, el discurso inaugural del “VIII Encuentro Mundial de las Familias”. He elaborado la alocución durante varios meses: ha de ser convincente, emotiva, perfecta, en fondo y forma. Ha de agradar al Papa, a los demás miembros de la Curia  presentes y a los políticos del país que asistirán al evento. Pero, muy especialmente, ha de entusiasmar a mi padre, que estará allí rodeado por su mujer, su nuera y sus nietos, y a quien su único hijo no puede, no quiere, ni debe defraudar. Soy su producto, la consecuencia de la imposición inflexible de sus valores, de su estricta educación, de su falta de calidez y de su exigencia sin límites. 
    Sé que lo conseguiré , pues destaco en la disertación el papel irremplazable de la familia tradicional, alerto de los engaños que se utilizan  para evitar la procreación y, lo más importante, maldigo, con permiso de Dios, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la posibilidad de que puedan adoptar o alquilar vientres, y exijo a la Iglesia que logre poner fin a esas aberraciones; y, entre líneas, a mi padre, que sabrá leerlas, le prometo que seremos capaces de acabar, de una vez por todas, con esos maricones de mierda.

La Becaria

Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...