lunes, 20 de enero de 2020

 Gracias, papá
    Colocado en la esquina de la barra, observo lo que más me interesa de la estancia: la entrada, la pista de baile y la salida de emergencia. Para eso llego temprano cada jueves, para que nadie ocupe este lugar estratégico.
    Con un whisky en una mano y palpando, con la otra, las dos pastillas que introduje en el bolsillo, fijo mi mirada en el barman. Hoy lleva una camiseta ajustada que resalta sus abdominales trabajados durante muchas horas de gimnasio; luce ese color caramelo que no le abandona durante todo el año y que me invita a lamerlo como si él fuera un helado y yo un niño; lleva la melena brillante y recogida en un moño aparentemente informal; y exhibe su hermosa sonrisa que, al desbaratarse sin motivo, provoca un par de hoyuelos descarados en sus mejillas ¡Qué hermoso es! Le pediría que fuese mío, cada vez que lo veo, si no fuera  porque está más cerca de los treinta que de los veinte. Él es quien me ayuda en la búsqueda de la presa, señalando, sutil, con su barbilla, a los clientes que van entrando, si considera que pueden ser de mi agrado. Casi siempre acierta, son muchas horas de confesión ante las copas que me sirve en la disco-pub.
    Miro mi Rolex de reojo, lo dejo asomar ligeramente por el puño de la camisa planchada, para que sea perceptible sin parecer ostentoso. Me paso los dedos por mi pelo recién lavado, y practico, inconsciente, una sonrisa seductora que exhibe mi dentadura blanca y perfectamente alineada gracias a la técnica médica.
    Va entrando el público, cada día más guapo, más elegante, y, afortunadamente,  más joven.
    El segundo whisky, combinado con las pastillas euforizantes, me impulsa hacia la pista, hacia el oasis de mi vida. Me acerco despacio, no quiero parecer necesitado, nervioso, ni confuso; voy recorriéndola poco a poco, para rozar, suavemente, las nalgas de los que bailan, oler los diferentes perfumes que utilizan, indagar en las miradas sus intenciones ocultas y, con esa información, que proceso analíticamente,  elegir la presa de esa noche, para abatirla sin que se resista.
    Poso mi mirada en dos rostros angelicales,  tan iguales que parecen gemelos. Me introduzco en medio de los dos y me contoneo con cadencia. Bailo bien y  aunque ya he cumplido los cuarenta aparento muchos menos. Visto con clase y resulto, según dicen, muy atractivo. Por eso confío en que todo salga como deseo. Después de dos canciones, paso mis brazos por sus hombros y les propongo un trío. Me preguntan condiciones y me imponen el precio. Llegamos, rápidamente, a un acuerdo.
    Cojo a cada uno de una mano, y subimos, con urgencia, a una de las  habitaciones preparadas para encuentros sexuales.
    Transcurren horas que parecen minutos, pues los tres hemos dado y recibido; los tres hemos gemido y hasta gritado; los tres hemos llegado, más de una vez, al orgasmo.  Ahora, solo yo sigo despierto. Contemplo en el espejo del techo mi cara un poco desencajada por la fatiga; nuestras piernas y brazos enredados, de tal forma, que me cuesta asignarlos a sus respectivos  dueños; y sus cuerpos de efebos, como tallados por un escultor renacentista, que me parecen los de dos deidades materializadas en hombres. 
    Con mucho pesar y esfuerzo, me desenredo de mis amantes que, por el don del sueño imperturbable reservado a los más jóvenes, no notan mis movimientos. Cuando despierten, no les importará mi ausencia, solo si he dejado su dinero en la mesilla de noche, lo que así hago. 
    Está amaneciendo y no me entretengo en ducharme. Cuando, una hora y media después, llego a mi casa, abro la puerta con sigilo: como imaginaba mi santa y dulce esposa está despierta. No le importa el desaliño, ni las ojeras ni el olor a semen que me delatan. Ella, al mejor estilo neocatecumenal, me perdona, como pecador que soy, sin preguntas, como cada viernes a estas horas.
    Desayunamos  tras mi rápida ducha. Estamos felices los dos. Hoy es el gran día. Por ser delegado de asuntos religiosos del Ayuntamiento, por mis relaciones con el clero, y porque mi mujer está embarazada de nuestro sexto hijo con tan solo treinta y nueve años, he sido elegido para recibir al Papa en la escalinata del avión que lo trae de Roma, para acompañarlo al Palacio Arzobispal y para leer, allí, el discurso inaugural del “VIII Encuentro Mundial de las Familias”. He elaborado la alocución durante varios meses: ha de ser convincente, emotiva, perfecta, en fondo y forma. Ha de agradar al Papa, a los demás miembros de la Curia  presentes y a los políticos del país que asistirán al evento. Pero, muy especialmente, ha de entusiasmar a mi padre, que estará allí rodeado por su mujer, su nuera y sus nietos, y a quien su único hijo no puede, no quiere, ni debe defraudar. Soy su producto, la consecuencia de la imposición inflexible de sus valores, de su estricta educación, de su falta de calidez y de su exigencia sin límites. 
    Sé que lo conseguiré , pues destaco en la disertación el papel irremplazable de la familia tradicional, alerto de los engaños que se utilizan  para evitar la procreación y, lo más importante, maldigo, con permiso de Dios, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la posibilidad de que puedan adoptar o alquilar vientres, y exijo a la Iglesia que logre poner fin a esas aberraciones; y, entre líneas, a mi padre, que sabrá leerlas, le prometo que seremos capaces de acabar, de una vez por todas, con esos maricones de mierda.

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