jueves, 30 de abril de 2020

De la Globalización al Confinamiento

(Artículo de Opinión)
de Liris Acevedo Donís

La generación “bisagra”, donde me incluyo, que pasó de las epístolas escritas a mano y enviadas en papel, a los mails electrónicos enviados por Internet, la misma que conoció el azar de comunicarnos por teléfonos de bocina en cabinas telefónicas a mitad de calle, a llevar la oficina a cuestas en un móvil, esta generación que pasó de sufrir la lejanía de los seres que se iban para siempre a no entender de qué va exactamente eso de la distancia porque ni en el baño tenemos un minuto de intimidad, en fin, mi generación que es puente entre una forma de vida y otra de fronteras ampliadas y comunicación in real time, fuimos comprendiendo a trompicones este fenómeno nacido a finales del siglo XX que se llamó, prometedoramente, Globalización.

Y la Globalización que comenzó formalmente con la caída del muro de Berlín, se caracterizó por la integración de economías locales a una economía de mercado, significó, en principio, buenas noticias para todos. Universalizó el conocimiento, interrelacionó diferentes formas de vida y culturas a través de Internet y las nuevas tecnologías, hizo posible el estrechamiento de distancias físicas, cercanía emocional y afectiva a la vez, internacionalizó actividades humanas abaratando el transporte y la permeabilidad entre fronteras, trajo beneficios económicos para los grandes capitales multinacionales; y engordaron los bancos y las grandes economías se hicieron reinas absolutas del planeta, hasta consagrar el capitalismo en ciernes y fortalecerlo. Y así, el mundo, aquel enorme y lejano, se nos hizo un pañuelo. Sin embargo, la ironía con este crecimiento del capital, es que no todo mejoró para todos. Con este crecimiento del mercado, se acentuó la precarización del trabajo consolidándose un modelo de desarrollo económico injusto para los más desfavorecidos. Comenzaron las protestas antiglobalización en Seattle, las Contra cumbres de Praga, Génova o el G8, con la consigna de que la población más pobre sostenía sobre sus hombros el enorme avance de otros. Mano de obra barata y sustituible, la exigencia de producir más en menos tiempo sumó una población más precarizada a la ya existente, y el número de pobreza aumentó así como fui haciéndose más chico el número de ricos a nivel mundial. Y el trabajo manual del ser humano fue el primero en subestimarse en ese proceso, el de servicios directos a la gente, el de la formación y atención de aspectos básicos. Marginados de la gran ola globalizadora, tan prescindibles como cualquiera de los objetos que realizan para engrosar las ventas de la gran sociedad de consumo, los trabajadores que están en la base de la sociedad, los hacedores, campesinos, personal sanitario, maestros, recogedores de basura…son los seres que menos prioriza la globalización porque no son esenciales para la acumulación de dinero. La globalización propuso una competencia nada justa.

Pero como decía Dumas, “No hay felicidad ni miseria en el mundo sino una comparación de un estado con otro”, y quien venía de tener menos y pasaba a tener un poco más, ya se creía afortunado. Ser pobre (o rico) siempre depende del punto de referencia previa. Así, todos excepto los países del tope de la lista de los más ricos, sumaron ganancias en este proceso, porque junto a la invasión de nuevas mercancías venidas de todas partes se sumaba la sensación de Libertad (sí con mayúscula), de fronteras abiertas, de derechos humanos ampliados, porque abrir las puertas hace pensar, no en los peligros del camino, sino en el horizonte que nos espera. Así, apertura de mercados significó, para una parte del mundo, apertura mental y no sólo física, donde todos cabíamos en igualdad de condiciones, y todos vivíamos a un mismo de nivel de justicia. Al menos creímos que teníamos más Libertad para expresarnos sin ser reprimidos porque ahora, como nunca antes, éramos Libres.

Pero entonces llega una pandemia como el COVID 19 que nos obliga a recluirnos en los límites estrechos de nuestras casas.  Pienso en los que no la tienen. En los que dejaron su país con la promesa de vencer el hambre y viven penosamente recogiendo fresas en barracas improvisadas. Y recuerdo que en un mundo globalizado, lo que ocurre en un punto del planeta llega al otro in Real Time. Es obvio que ello no sólo se refería a las cosas buenas. Así, del mundo y sus nuevas formas de guerras, se suma una nueva que no precisa de un solo disparo: la de la enfermedad. Y las sólidas democracias que tampoco daban respuesta en los países del tercer mundo, con la pandemia, enfrentan la encrucijada de un sistema sanitario que no se da abasto con el pandemonio de miles de muertes que se suceden a diario. Y los trabajadores de la salud, los campesinos que producen la comida que no llega a la mesa, el personal de limpieza que hace lo que pocos hacen, son los peor pagados. Este mundo globalizado que no tomó en cuenta la pobreza más brutal, la del hambre, la del desempleo, la de los servicios esenciales, y puso en su lugar la acumulación de riqueza, concluye en la parálisis de sus empresas y en el confinamiento de sus consumidores, que hubo algo que no hizo bien. Porque terminar muriendo aislados, separados del mundo, en medio de una pandemia que irónicamente nos aúna, no estaba en los planes.

Alguna vez oí, en gente de mi propia generación, que éste era nuestro mejor momento de evolución humana. ¿Sus argumentos? que hoy día no hay guerras mundiales, que la sensibilidad y conciencia social es superior a la de cualquier otro momento de la historia, que la libertad de expresión y la consciencia  del bien común nos inclina hoy hacia una condena general de todas las formas de violencia. Que no hay analfabetismo. Que el aporte de las telecomunicaciones nos acerca más a la “verdad”. Que en derechos humanos el consenso tácito es común y “la mayoría” defiende lo justo. Pero todos esos argumentos dependen de qué lado estés viendo y viviendo la vida. Dependen de lo que para ti es “justo” y de qué “mayoría” estés hablando. Depende de qué es saber leer, y si hacerlo te ayuda a profundizar o no lo que lees. Vamos, si no eres un alfabeto funcional. Porque dicho todo eso tranquilamente sentados en un bar sorbiendo una copa de vino antes de entrar a una obra de Brecht, resulta muy cómodo y en relación con las otras realidades, reflejan una gran desconexión con el mundo, todo lo contrario a lo que trajo como promesa el fenómeno globalizador. Y creo que ahí comienza la tragedia del mundo globalizado, cuando en un aspecto nos muestra la expansión de un territorio físico y anímico, y por otro, oculta el costo humano de sostener tal expansión para unos pocos. Porque “la inmensa minoría”, como decía Galeano, no ha mejorado sus condiciones de vida o de trabajo, como sí lo han hecho los acumuladores de ganancias.

Y me pregunto, ¿esa sensación de Libertad ha logrado desvincularnos de otra parte del mundo haciéndonos creer que en nuestra isla todo funciona a la perfección? ¿Qué nos hizo creer eso? Porque el mundo amplio y libre que creímos tener antes de ver que la muerte nos tocaba a la puerta con esta pandemia, está partido en dos: el de los que están al margen de los avances humanos, y el de los que pueden beneficiarse de ellos. El de los que disfrutan de la libertad, y el  de los que mueren sin ella. Dos mundo irreconciliables que hoy emergen a la par en esta pesadilla.

Porque si bien la prensa libremente nos muestra la realidad de los campos de refugiados en Lesbos, la realidad de alguien que pone su vida en juego por llevarse un pan a la boca, el drama que a miles de emigrantes obliga a dejar su país a diario, es inevitable sentir el inmenso abismo que separa tantas realidades a lo ancho del mundo y donde ninguna toca a la otra. Entonces, la desconexión más que la conexión global es lo que me parece estar viviendo. Y mientras más se habla de cercanía y contacto, de bienestar común y  civilización, más desconectados y alejados me parece estar de la realidad del sufrimiento de seres que en otras geografías no tienen ni móviles ni educación, y sufren la pandemia del hambre que los mata por miles como una imprevisible guerra. Como si hoy el mundo globalizado nos hubiera separado más que antes. Una contradicción. Y pienso en la idea feliz de esa gran aldea global donde creímos tener todo a mano, ésa que nos hace estar comunicados en cualquier parte del mundo y a todas horas, y me pregunto ¿de verdad lo estamos? ¿Y qué lugar ocupa el ciudadano lejano que ni siquiera puede comprarse un móvil? ¿En qué parte de nuestro mapa mental de clase media, está el ser explotado que sostiene este mundo de consumo sin tener acceso a él? ¿Quién hace crecer las frutas sin poder consumirlas? ¿Quién repara zapatos y no los tiene? ¿Quién cuida de los jubilados sin tener una jubilación digna? ¿En qué lugar de nuestra realidad habita el que limpia? ¿Cómo vive? ¿De dónde vino? ¿De verdad estamos interrelacionados con quienes sostienen silenciosamente nuestro bienestar? Entonces ¿hasta qué punto la idea de tranquilidad y conexión es sólo una parcela que nos hace creer que lo que vemos desde nuestro balcón es lo real, lo único y verdadero?  

Si el COVID 19 y el impuesto confinamiento, nos lleva a estas reflexiones, entonces podríamos afirmar que algo ha valido la pena. Si veo CNN o la Deutsche Welle in real time que afirman que las empresas multinacionales y el consumo decae, que vive su peor momento, y somos conscientes de que también la enfermedad nos ha llegado a todos sin diferencia, entonces creo que algo de verdad nos está conectando. Porque pasajera sin tícket en primera clase, la Muerte cubre con su sombra las principales ciudades del mundo, ensañándose contra todos. Porque los afectados son pobres y ricos por igual, pero la gran mayoría en todo el mundo, son los que dieron su vida para construir sus países, donde quiera que se hallen, los abuelos que caen por miles y en una soledad devastadora. Entonces, esta pandemia producto también de la globalización, nos abre los ojos a una realidad mayor de la que habitábamos. Imposible habitar mundos distintos según lo que asome en nuestro balcón porque ante la enfermedad y la muerte que nos arrincona, hoy somos uno. Dentro del encierro, dentro del estómago de nuestras casas, irónicamente, hoy somos Uno.

Y la economía se traduce en la gente que amamos y que en igual o peores condiciones que las nuestras está luchando por sobrevivir. La globalización, pues, nos montó en un mismo barco y no es la economía de mercado lo que manda sino lo que debe callar cuando el mundo enferma. Hacerse oídos sordos al grito de la naturaleza  herida no es la respuesta. Hacerse ciegos ante la realidad, no es la salida.  Que sólo un parón radical, un cese abrupto del consumismo, sea lo que detenga el deterioro, no puede ser la solución. Como tampoco la explotación del hombre por el hombre, del egoísmo que trajo consigo la anulación de otras realidades. Esta pandemia que a todos recluyó en nuestras casas nos obliga a  mirar más allá de lo inmediato, a esperar con paciencia olvidada volver a una normalidad que no sabemos ahora cual será. En tanto, en casa, retornar a la intimidad de lo familiar, cocinar, comer juntos, Volver a mirar lo que nos rodea, y con suerte, descubrir algo de poesía en ello. Reclusión de días, semanas, meses, que puede quizás acercarnos a la auténtica libertad sin mayúsculas. Aquella de asir el desde lo hondo un sentimiento que nos enlace.  

A medida que pasan los días de confinamiento, el miedo a morir contagiados por esta nueva peste, nos asemeja. El miedo se globaliza. La incertidumbre de no saber qué mañana, nos hermana. Se abre el foso de otra realidad que habita nuestro mundo, esa sombra que esconde detrás la luminosa idea de fraternidad. Y los miles que mueren contagiados ¿Dónde estaban antes de esta pandemia? ¿Dónde los campesinos, recolectores de frutas, transportistas, enfermeras, sanitarios, profesores, maestros? Y los abuelos ¿de quién recibieron la última cucharada de sopa? Pensar globalmente, eso significa ahora. Y Libertad es desear el abrazo, hablar mirando a los ojos, meterse al mar. El hablar familiar, mirarse en los refugios más íntimos, que el viaje sea hasta el centro de uno mismo porque somos lo inexplorado. Y la vida es lo que está aquí y al otro lado de la calle, de mi vista, del mundo. Porque todo el sistema de privilegios materiales ha quedado sin voz, invisibilizado, frente a la enorme importancia que es la vida más sencilla.

Y sólo así, cara a cara frente a la muerte, preguntarnos ¿libertad de qué? ¿para quiénes?  ¿Para qué? Esperemos que después de esta pesadilla despertemos recordando ambos mundos como reales, siendo más conscientes de que el mejor momento de la historia será cuando los integremos y todos vayamos, más o menos, al mismo paso. Ojalá que como un sueño lúcido siempre recordemos este momento, que no sea como dicen de los dolores del parto que luego se olvidan. Ojalá despertemos para siempre del sueño egoísta que nos hizo creernos centro del mundo, y tengamos tiempo para reparar lo que con tanta indiferencia, terminó vengando la propia naturaleza sacándonos del medio para poder recuperarse en paz.

Ojalá que al salir del estómago de este confinamiento, jamás olvidemos. 

Ojalá haya tiempo para seguir unidos al mundo sin la amenaza de la muerte.

Ojalá.

viernes, 24 de abril de 2020

SELECCIÓN

Yo controlo 

Un amplio y luminoso salón nos envuelve. El jardín de diseño se intuye a través del ventanal. Estamos en sendos sillones que nos enfrentan. Es el 7 de abril de un año cualquiera, pero que preludia otra década, la de los cincuenta. Es mi cumpleaños. Por eso la he invitado, para conocer su veredicto, porque ha de ser ahora o nunca cuando siga sus consejos.
Parece una muñeca dejada caer, los brazos y las piernas  laxas, flotantes. La cabeza agachada ¿Está durmiendo o sólo manifiesta indiferencia?
Suave,  pero firme, alzo  su barbilla con mi índice derecho, hasta conseguir que nuestras miradas coincidan. Lo quiero así. Yo dirijo la escena.
Es la misma cara, sin duda, aunque la suya no está surcada por las señales del tiempo; sus ojos parecen más grandes que los míos. No es el tamaño, es el brillo y la curiosidad que emanan lo que los engrandece ¡Ah! y la sonrisa. Ahí sí diferimos, ella aún no la tiene contaminada por los esfuerzos sino radiante, sincera, insultante, a veces, de tan hermosa.
–¿Qué tal estás, querida? –le pregunto, mientras tomo sus manos con las mías, intentando agarrarme a ese pasado que ella representa, el que nos hace una.
Me devuelve la misma pregunta con sus ojos. Comienzo lo que intuyo va a ser un monólogo: 
–Yo estoy bien, ¿no lo ves ? –Subrayo mis palabras moviendo circularmente mi brazo para que se fije en lo que nos rodea, la casa donde habito. 
Sigo: 
–Aquí me tienes, disfrutando de un primer y único marido, de dos hijos, chica y chico, como no podría ser de otra manera, de un trabajo apetecible en el que soy la jefa y de un perro de raza, como colofón de una placentera vida occidental burguesa. 
Podría desarrollar, y mucho, ese breve resumen, pero sus facciones, algo contraídas, me aconsejan no hacerlo.
Sin palabras es capaz de formular : 
–¿Acaso te fuiste con Miguel de la Cuadra Salcedo a esa ruta que te propuso, en su día? 
–¿Y qué fue del año sabático para una inmersión lingüística, sin importar realmente el idioma en el que zambullirte? 
–¿El máster de interpretación cinematográfica lo llegaste a cursar?  
–¿Encontraste amigas enamoradas de la vida o sigues con las que yo conocí, casadas con su estatus? 
Presiono fuerte la palma de su mano para detener el interrogatorio. Lo consigo. Soy yo la que sigue mandando. 
También soy yo la que tiene contraídas las facciones, la que transpira más de lo normal. Sabe que me ha hecho sentir incómoda. Ella lo sabe. Las dos somos conscientes del miedo que me da esa versión amenazante de mí misma. Por eso la cito muy de tarde en tarde.
Me recompongo. Respiro hondo y vuelvo a controlarlo todo.
La hago partícipe de la fiesta que me he organizado.
Prepararla yo  tiene la ventaja de no exponerme a ninguna sorpresa. Se lo he tenido que explicar por el sarcasmo que delataba su media sonrisa. 
Se oyen voces cerca de la entrada. Las siluetas de mi marido, de mis hijos y de una docena de invitados se van acercando a la puerta.
Le digo que me acompañe a abrirles, que se quede a observar. Es discreta y nadie lo notará.
Se ríe ruidosamente, con ganas. 
Se acerca, por detrás,  a mi oído y me hace propuestas : 
–Abre la puerta, coge los regalos y después de besarles diles que celebren tu cumpleaños sin ti, lejos de aquí. Luego regresa conmigo. Agita mucho el Moët Chandon y dispara el tapón hacia esa horrorosa lámpara  que te regaló tu cuñada a tradición, rómpela en mil pedazos; duchémonos con el champán, chúpalo, en vez de beberlo; no apagues las velas, ni siquiera las pongas, no quieras recordar tu edad, que tanto te pesa; la tarta hemos de tirárnosla y, embadurnadas con ella, comer los pedazos con las manos, con la boca, encima de esa mesa móvil que es nuestro cuerpo. A bocados, aún clavándonos los dientes en la carne. 
Me voy excitando a medida que va calando en mí su mensaje, convencida de la genialidad de la idea. Me siento salvaje, feliz. El reto me enloquece. Estoy dispuesta a eso y a más.
Pero, sin saber cómo, vuelvo  en mí. Sin desearlo, giro rápidamente, la cojo fuerte de los hombros, me acerco más a ella y sin soltarla beso con furia sus labios.  Engañada , se deja llevar por mi pasión, abre su boca para que yo introduzca la lengua sin dificultad y aprovechando su entrega la succiono entera. Ya no existe, me la he tragado por completo y con ella todo lo que representa: mi osadía, mis fantasías sexuales, mis sueños de antaño... Ha quedado neutralizada para siempre, nunca más volveré a llamarla. Si hasta hoy no ha sido capaz de dominarme ya no lo hará jamás, soy demasiado mayor para permitirle hacerlo.
Estiro mi ropa, aliso mi pelo, paso los dedos alrededor de los ojos, por si hay algún resto de rímel delator. Tomo aire, abro  la puerta e invito a entrar a los de afuera. 


Gracias, papá
    Colocado en la esquina de la barra, observo lo que más me interesa de la estancia: la entrada, la pista de baile y la salida de emergencia. Para eso llego temprano cada jueves, para que nadie ocupe este lugar estratégico.
    Con un whisky en una mano y palpando, con la otra, las dos pastillas que introduje en el bolsillo, fijo mi mirada en el barman. Hoy lleva una camiseta ajustada que resalta sus abdominales trabajados durante muchas horas de gimnasio; luce ese color caramelo que no le abandona durante todo el año y que me invita a lamerlo como si él fuera un helado y yo un niño; lleva la melena brillante y recogida en un moño aparentemente informal; y exhibe su hermosa sonrisa que, al desbaratarse sin motivo, provoca un par de hoyuelos descarados en sus mejillas ¡Qué hermoso es! Le pediría que fuese mío, cada vez que lo veo, si no fuera  porque está más cerca de los treinta que de los veinte. Él es quien me ayuda en la búsqueda de la presa, señalando, sutil, con su barbilla, a los clientes que van entrando, si considera que pueden ser de mi agrado. Casi siempre acierta, son muchas horas de confesión ante las copas que me sirve en la disco-pub.
    Miro mi Rolex de reojo, lo dejo asomar ligeramente por el puño de la camisa planchada, para que sea perceptible sin parecer ostentoso. Me paso los dedos por mi pelo recién lavado, y practico, inconsciente, una sonrisa seductora que exhibe mi dentadura blanca y perfectamente alineada gracias a la técnica médica.
    Va entrando el público, cada día más guapo, más elegante, y, afortunadamente,  más joven.
    El segundo whisky, combinado con las pastillas euforizantes, me impulsa hacia la pista, hacia el oasis de mi vida. Me acerco despacio, no quiero parecer necesitado, nervioso, ni confuso; voy recorriéndola poco a poco, para rozar, suavemente, las nalgas de los que bailan, oler los diferentes perfumes que utilizan, indagar en las miradas sus intenciones ocultas y, con esa información, que proceso analíticamente,  elegir la presa de esa noche, para abatirla sin que se resista.
    Poso mi mirada en dos rostros angelicales,  tan iguales que parecen gemelos. Me introduzco en medio de los dos y me contoneo con cadencia. Bailo bien y  aunque ya he cumplido los cuarenta aparento muchos menos. Visto con clase y resulto, según dicen, muy atractivo. Por eso confío en que todo salga como deseo. Después de dos canciones, paso mis brazos por sus hombros y les propongo un trío. Me preguntan condiciones y me imponen el precio. Llegamos, rápidamente, a un acuerdo.
    Cojo a cada uno de una mano, y subimos, con urgencia, a una de las  habitaciones preparadas para encuentros sexuales.
    Transcurren horas que parecen minutos, pues los tres hemos dado y recibido; los tres hemos gemido y hasta gritado; los tres hemos llegado, más de una vez, al orgasmo.  Ahora, solo yo sigo despierto. Contemplo en el espejo del techo mi cara un poco desencajada por la fatiga; nuestras piernas y brazos enredados, de tal forma, que me cuesta asignarlos a sus respectivos  dueños; y sus cuerpos de efebos, como tallados por un escultor renacentista, que me parecen los de dos deidades materializadas en hombres. 
    Con mucho pesar y esfuerzo, me desenredo de mis amantes que, por el don del sueño imperturbable reservado a los más jóvenes, no notan mis movimientos. Cuando despierten, no les importará mi ausencia, solo si he dejado su dinero en la mesilla de noche, lo que así hago. 
    Está amaneciendo y no me entretengo en ducharme. Cuando, una hora y media después, llego a mi casa, abro la puerta con sigilo: como imaginaba mi santa y dulce esposa está despierta. No le importa el desaliño, ni las ojeras ni el olor a semen que me delatan. Ella, al mejor estilo neocatecumenal, me perdona, como pecador que soy, sin preguntas, como cada viernes a estas horas.
    Desayunamos  tras mi rápida ducha. Estamos felices los dos. Hoy es el gran día. Por ser delegado de asuntos religiosos del Ayuntamiento, por mis relaciones con el clero, y porque mi mujer está embarazada de nuestro sexto hijo con tan solo treinta y nueve años, he sido elegido para recibir al Papa en la escalinata del avión que lo trae de Roma, para acompañarlo al Palacio Arzobispal y para leer, allí, el discurso inaugural del “VIII Encuentro Mundial de las Familias”. He elaborado la alocución durante varios meses: ha de ser convincente, emotiva, perfecta, en fondo y forma. Ha de agradar al Papa, a los demás miembros de la Curia  presentes y a los políticos del país que asistirán al evento. Pero, muy especialmente, ha de entusiasmar a mi padre, que estará allí rodeado por su mujer, su nuera y sus nietos, y a quien su único hijo no puede, no quiere, ni debe defraudar. Soy su producto, la consecuencia de la imposición inflexible de sus valores, de su estricta educación, de su falta de calidez y de su exigencia sin límites. 
    Sé que lo conseguiré , pues destaco en la disertación el papel irremplazable de la familia tradicional, alerto de los engaños que se utilizan  para evitar la procreación y, lo más importante, maldigo, con permiso de Dios, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la posibilidad de que puedan adoptar o alquilar vientres, y exijo a la Iglesia que logre poner fin a esas aberraciones; y, entre líneas, a mi padre, que sabrá leerlas, le prometo que seremos capaces de acabar, de una vez por todas, con esos maricones de mierda.



LOS HOMBRES NO VAN A LA PLAYA SOLOS

    La estancia, pese a su finalidad, es luminosa e incluso se percibe alegre.
     Está llena de hombres altos, morenos, delgados y con el pelo engominado. Sus trajes son de marca o están hechos a medida. Se diría que estamos ante un plantel de modelos elegidos por su afinidad física. Hablan, entre sí, en voz baja y sus semblantes son sombríos.  Alguno de ellos tiene enrojecidos los ojos y otros no pueden disimular la congoja. 
    Un hombre que desentona de todos por su calvicie y baja estatura se desplaza, por entre los corrillos masculinos, carente de la elegancia que emana del resto, saludando educadamente a todos y a cada uno de los presentes, como un androide que ha de cumplir su trabajo de forma impecable. 
    En el lado derecho de la zona principal, separada por un cristal, está la sala donde se exhibe un féretro de madera profusamente decorado y rodeado de múltiples coronas y ramos de flores con hermosas dedicatorias.  
    Sentados enfrente del cristal y mirando el cadáver de la hermosa mujer que yace dentro de la tumba, dos periodistas hablan en susurros como temiendo molestar a la difunta.
    - ¿Se sabe exactamente por qué le disparó ese chalado? 
    - Parece que era un admirador no correspondido.
    - Pobre chica, una lástima, tenía por delante un prometedor futuro profesional y…
    - Sí, y era una belleza. Aún ahí se la ve hermosa. Parece una muñeca dormida.
    - ¿Y qué me dices de todos estos? ¿Ves a alguien conocido? ¿Son amigos, amantes, familiares?  ¿Te das cuentas que no hay ni una sola mujer?
    - Bueno, era de esperar: la típica devora-hombres, que no deja a ningún tipo indiferente y a la que no le importa el estado civil de sus víctimas. No logro distinguir a nadie en concreto, me parecen todos iguales. 
    - ¿Y qué me dices de la pinta del marido? Parece sacado de un tebeo. Da risa.
    - Te parecerá grotesco y ridículo, pero te puedo asegurar que es uno de los productores teatrales más importantes de Europa y está forrado. Nuestra querida Lara Del Valle lo tenía todo, incluso un cornudo consentido y rico  por esposo.
    - Bueno, todo no. No contó con lo del fan enloquecido.
    - Eso sí.
    - A todo esto, ¿has venido a cotillear o a hacer un reportaje? Yo vengo por mi cuenta, no le he dicho nada al periódico ¿Y tú?
    - Yo sí vengo a por una historia; cuanto más morbosa, mejor. Se dan todos los ingredientes: asesinato, teatro, amantes…
    - Cuidado, viene el viudo. 
    - Señor Ferré, Víctor Campos, del “Crónica”, le acompaño en el sentimiento.
    - ¿Periodistas? ¿Cómo han logrado entrar? Había dicho que no quería prensa.
    - Disculpe, venimos como amigos de Lara únicamente, no se preocupe por nuestra presencia. Seremos respetuosos con su dolor y con su comprensible exigencia de intimidad.
    - Eso espero, caballeros. Si me perdonan…
    - ¡Qué grande eres, cabrón! hasta a mí me has engañado. Hace unos segundos me hablabas de tus intenciones abyectas y ahora sales con ese cuento.
    - No vale la pena importunar al pobre hombre. Además, en serio, voy a ser de lo más considerado con este lugar y con este momento: nadie se va a dar cuenta de a quién miro, a quién escucho, ni cómo grabo las conversaciones que me puedan dar un bombazo editorial.
    - No sé, chico, lo encuentro feo. Hay límites que no debemos traspasar. Aunque no te lo creas yo he venido a despedirme de ella, no a sacar ninguna historia. Lo cierto es que a mí me gustaba esta chica: era una magnífica actriz, educada y paciente con los medios. Además poseía ese halo de misterio que tanto me atrae en mis entrevistados. 
    - Entonces será mejor que dé una vuelta por ahí, mezclándome con todos yo solo. Te dejo con ella.
    Víctor Campos va charlando con varios de los presentes. Las conversaciones no pasan de los tópicos propios de un velatorio y por consiguiente no se detiene demasiado tiempo en un mismo grupo. Se acerca a tres hombres que sonríen mientras hablan de un supuesto enigma.
    - ¿Recuerdas la frase de Lara: “los hombres no van a la playa solos”?, pregunta uno de ellos.
    - ¿Qué si la recuerdo? A veces la canturreaba más de una vez al día. Era como un mantra para ella y, al principio, un misterio para mí. Comencé a escuchársela a los pocos meses de empezar a trabajar con ella. Cuando le preguntaba  su significado y el porqué de la sonrisa con que acompañaba a la frase, en especial cuando se la decía a alguien por teléfono, se reía con ganas y me contestaba que no fuera impaciente, que, seguramente, me la diría a mí, personalmente, en breve.
    - Toda ella era un misterio y el dichoso mensaje me ponía a cien. ¿Creéis que nos quiso realmente?, pregunta otro de los presentes. Siempre me pareció ausente aunque estuviera a mi lado.
    - Yo creo que sí, Teo. Era distante y altiva, pero se preocupaba por todos nosotros.
    - Sí, es cierto, pero, no sé cómo explicarme, lo hacía como una autómata. No transmitía ningún tipo de emoción. Solo esa frase parecía darle vida, la transformaba en otro ser más cercano, más vulnerable y por supuesto cuando… . Se interrumpe pensativo, enmudecido por el recuerdo.
    - Tal vez su profesión influía en esa manera de ser, de relacionarse con nosotros en los lugares comunes, pero la verdadera Lara era la otra, la que todos amamos cuando nos eligió.
    - Hola, Diego, ¿cómo te sientes? Estábamos recordando anécdotas de tu mujer, quédate con nosotros.
    - Ahora no puedo, Teo, he de atender a todos sus amigos.
     Diego Ferré sigue con su misión de perfecto anfitrión, sin dejar atisbar el dolor que le invade.
    - Dios ¿y le quiso alguna vez a él? Tan insignificante a su lado. Cuando iban juntos por la calle la gente no podía dejar de mirarles: ella tan guapa, esbelta, elegante, le sacaba una cabeza aún sin tacones. Y el pobre diablo, regordete, bajito y calvo.
    - Ya ves, otra incógnita. La verdad es que no sé si lo quería o simplemente se dejaba adorar por él.
    - Pues como  por todos los hombres que la conocimos. Mira a tu alrededor, ¿cuántos seremos? 
    Víctor, impaciente, interrumpe la conversación. - Perdón, ¿pero qué quería decir exactamente Lara con esa frase? 
    Los tres jóvenes prestan atención al periodista y sonríen con malicia. Uno de ellos, contesta: - Vaya, lo sentimos por usted: Lara te invitaba a la casa que tenía en Zahara de los Atunes con esas sencillas palabras.
    Ante los ojos interrogativos de Víctor Campos, otro de los presentes, continúa con la explicación: - Sí, la casa en la que Lara se transformaba en una diosa y en la que, si eras el invitado, te convertías en el rey del universo. Unas horas en ese lugar cambiaban tu vida para siempre. Aún sabiendo que otros habían estado antes que tú, y que otros muchos lo estarían después, ella te hacía sentir único. Con ella allí el sexo era el éxtasis y el recuerdo imborrable. 
    El periodista no necesita oír más, así que abandona a los tres que continúan intercambiando sus gratos recuerdos.  Graba en las notas de voz del móvil los nombres, las profesiones y el status de los hombres a los que ha ido reconociendo y mientras sale del tanatorio va estructurando, mentalmente, el artículo que va a escribir sobre Lara Del Valle. El titular es sencillo: las ocho palabras que él no ha tenido la suerte de escuchar como destinatario.

1 comentario:

  1. Me parece ver tanto de ti en esa tal Lara del Valle... ... ...
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Dos propuestas para publicación/lectura:

La Gárgola  

de Liris Acevedo Donís

Desde el fondo, sus pisadas arrastrando el pie muerto, el sonido metálico de la cadena de hierro cerrando el trastero, bajando los escalones hacia la sala, el viento helado de otro invierno colándose por ínfimas rendijas de la puerta del fondo, cuando ella sale a colgar su ropa. 

No la veo. Pero me se su recorrido de memoria.

Mi compañera de piso de mirada torva, apenas un metro de estatura, con una joroba que la inclina tanto hacia adelante, hacia el propio centro de su estómago, que casi parece respirar desde allí, desde su ombligo, donde ocurren continuos movimientos intestinales, no me deja pegar un ojo en toda la noche. Noches de flatulencias, ahogamientos, bufidos suyos; noches de taquicardias, angustias y claustrofóbicos delirios míos. Al levantarme, la oigo sacar el blíster de pastillas y tomarse dos antes de cualquier fruta. Respirar el aire que no parece llenarle los pulmones, y salir diligente a colgar su escasa ropa gris bajo otra fría mañana que sé que también pasaré junto a esa total desconocida. 


Ahí va. La oigo. Entra de nuevo al baño con su pie a rastras. Respiro su trágico estribillo de asmática sobre mis baldosas, siguiendo su ritual cotidiano desde hace meses. Se desviste en su habitación improvisada - apenas una división deslizable que hice alzar para acoger a quien me ayudara a sobrellevar el alto costo de mi piso-.Abre el grifo, se cepilla los dientes. Deja correr el agua infinitamente, haciendo gárgaras. No parece importarle el alto costo que tenga que pagar, pareciera en ese sentido, que el dinero no le preocupa. Ahora deja correr el agua de la ducha. Entra, después de un tiempo. Yo me hago pis. No me acostumbro a aguantarme estoicamente todavía estando en mi propia casa. El punzante olor a gel de baño se condensa dentro de la casa toda cerrada y los espejos comienzan a empañarse. Permanece así largo tiempo, dejando correr el agua sobre su joroba, refregando su redondo cuerpo retorcido, gimiendo como un elefante sufriente en señal de disfrute, ahora lo sé. Antes me asustaba tanto. Pero ahora simplemente la escucho al fondo de mi habitación oscura. Espero, simplemente, a que se vaya. Simplemente cuento los dedos de mis pies, de mis manos, las gotas de lluvia sobre el tejado cuando llueve, esperando. Se le cae la pastilla de jabón. La recoge con dificultad resbalando su cuerpo contra baldosas. La escucho bufar en su esfuerzo de alzarse, resoplando agua, cayendo sobre su abultado culo, casi hocico, retumba contra la puerta corrediza y al abrirla, secarse con la toalla gris deshilachada. Enciende el secador de pelo. Comienzan a despejarse los espejos de tanta humedad acumulada. Bajo el calor del secador permanecerá largo tiempo intentando domesticar su rala melena, hasta ahogarla en un moño rodeado de pinzas. Entonces, cruzar la sala,  meterse tras el biombo, elevar su cabeza del suelo como si alzar aquel moño hiciera el milagro de alzarle también el lastimado ego, fijado firmemente al mundo con pinzas y laca. Igual no mira de frente; sus ojos permanecen vaciados a pocos centímetros del suelo. Des-almada.

Y entonces, detrás de la pared, echarse encima el mismo abrigo gris desleído, tres tallas más grandes que la suya. Calzarse los mismos zapatos negros de resentido tacón que a fuerza de betún aún resisten; colgarse el pesado rosario de madera al cuello, sobre el que enrolla una pesada bufanda gris deshilachada que parece herencia de una orden cristiana. La escucho. Y recuerdo palabras de mi abuela condenando mis prejuicios, pero desde que la vi entrar en mi casa, no pude evitar sentirla como amenaza. Dicen que el miedo se esconde en lo diferente, que todos nuestros temores habitan allí mismo donde nos desconocemos, pero desde que esa mujer entró por mi puerta, y yo la dejé tomar posesión de mis dominios, no sentí paz. Una cierta forma de mirar metida en sí misma, un decir a medias o callarlo todo, una falsa humildad que mira desde lo alto el devenir humano, su odio claro hacia todos los seres de la tierra a quienes sin duda culpa por su fatal sino, era lo que expelía su presencia. Era, con su pie a rastras, su pierna muerta y su tufo a enfermedades y miserias, aquello que me alertaba que huyera. Pero ¿a dónde? ¿Si me hallaba ahora mismo en mi propia casa?

Intento relajarme. No sentir el aire enrarecido, la oscura marea que deja cuando se va.

Y cuando al fin lo hace, cuando al fin la escucho arrastrar sus pies hasta la puerta, darle vuelta al pestillo, descender dificultosamente cada estrecho escalón de la empinada escalera de este antiguo piso que heredé de mis padres, su cuerpo embojotado en olor rancio aún después del baño, entonces salgo de mi habitación, retomo de nuevo mi casa, libre por volver a estar sola en mis dominios. Pero no es como antes. No. Olorosa a alquitrán y vahos densos, mi casa parece divorciada de mí, molesta, después de dejar entrar a esa extraña. Le enciendo inciensos, velas avainilladas, pero es inútil. Como hacerle devolver a un niño su regalo de reyes después de abierto, mi casa me da la espalda.

Aliviada de descargar mi vientre hinchado de orine, voy por una buena taza de café humeante tratando de ignorar el pesado aire de su presencia en mis muebles amarillos y en mis cortinas naranjas. Abro mi nevera, corto mi barra de pan y le unto mi mantequilla. Intento retomar mis aposentos aliviada y tibia, arrancarlos del recelo, en el silencio de mi cálida mesa frente a la ventana que da al mar. Pero siempre, de repente, regresa su bufido y entro en pánico. Sus pisadas suben la escalera, su pie muerto a rastras, su olor rancio. Abre y me descubre allí, sentada en mi mesa, comiendo mi comida. Sus ojos en lo alto de su moño sin mirarme, susurrando un gutural Bon día. Yo detengo todo hacer. Ella arrastra sus pies bufando hasta el baño, y permanece allí incontables minutos. Baja la cadena, sale, cargando su papel higiénico bajo el brazo. Al irse, suelta el oscuro “Adéu” que se traga la puerta al cerrarse tras ella. Mi corazón permanece detenido algunos minutos.

Tienes que grabarla con tu móvil, me aconsejó Celia antes de irse.

Pero es extraño, no encuentro mi móvil por ninguna parte, y yo soy quien me siento grabada por el móvil de ella. Sensaciones ilógicas, lo sé, no debo fiarme de mis intuiciones que muchas veces resultan prejuiciosas. Jamás hubiera querido compartir mi lugar con nadie, cierto, mucho menos con quien no tuviera nada en común conmigo, es todo. Y tampoco confío en eso que llaman "instinto" y que atribuyen a algo propiamente femenino. Tonterías. Para mí la vida ha sido un largo sobreponerme a sucesivas muertes, tratando de alzar en pie lo que ellas me dejaron. En general, deudas, hipotecas, mudanzas. Pero en vista de que mi pierna no se recuperaba de su última caída, y que mis economías decaían dejándome con más deudas, no se me ocurrió idea más feliz que compartir mi piso con alguien. Al inicio me animó tener compañía, sobretodo en navidades. Pero al pasar el tiempo y no hallar a nadie animado a pagar lo que yo pedía, terminé aceptando a quien sí aceptó el alto precio. Su aspecto oscuro, casi demoníaco, algo me alertó, y por su enorme semejanza, la llamé "Gargola", y me reí toda la noche comentando mi gran genialidad con Celia. Sí, me dijo su nombre, pero no escuché, me importaba comunicarle lo difícil que era para mí tener a alguien desconocido en mi casa. Ella se levantó renqueando y husmeando el lugar, descorrió la pared corrediza mascullando 

-         -  ¿La meva habitació, cert?

Asentí horrorizada por su extraño catalán. Pero me ilusionó que fuera una Gárgola con poderes de espantar lo maligno y la dejé quedarse. Desde entonces se quedó aquí como mi inquilina.

Esta mañana de navidad, ella había tardado más de lo usual en salir del baño. La fuerte neblina afuera impedía la visibilidad más allá de nuestras narices, y supuse que eso la habría retenido por más tiempo en casa. Al salir, ella me sorprendió por su súbita alegría. Llevaba audífonos, y contoneaba su cuerpo al ritmo de una música muda que parecía bastante tropical. Su pierna muerta no la seguía, pero igual la arrastraba al compás de la inaudible música. No sé si fue por el impacto de verla bailar así, o porque salió embutida con un ajustado negligé transparente que no ocultaba ni su joroba ni sus generosas carnes, o haya sido porque el enorme rosario de madera colgaba entre sus tetas luciendo más grande que nunca, lo cierto es que terminé perdiendo el equilibrio y deslizándome en el piso, caí en un sonoro golpe justo sobre la misma rodilla lesionada que me impedía moverme. Y allí, ante tan grotesco espectáculo, pero queriendo salir corriendo lo más pronto, me quedé un buen rato sin alzarme. El dolor de la rodilla, después de eso, no me dio paz. Pero lo más extraño es que ella siguió bailando frente a mí como si nada hubiese pasado, mientras yo me sobreponía al dolor y arrastraba mi cuerpo hasta mi habitación. No es que esperara nada de ella. No. O sí. Al menos, compasión. De su cuello colgaba un enorme rosario, ¿no?

Las calles estrechas del puerto siempre parecen más desérticas, más húmedas, en invierno. Sobre todo si una tiene la movilidad reducida. Y mi pierna, después de aquella caída, empeoró. La inmovilidad me hizo repasar pues, cada detalle de esa tarde; dándole vueltas una y otra vez a lo ocurrido. Y concluí que sí, que ella sí vio cuando me caí. No me lo imaginé. No lo soñé. No fue una corazonada. Ella salió bailando del baño casi desnuda, con el crucifijo tambaleante entre las tetas, y viéndome caer y tirada en el piso, me ignoró olímpicamente. Sí. Vio que me caí y ni se inmutó. No tengo que darle más vueltas. No son prejuicios, no es algo en ella que no se. Nunca en mi vida había visto algo así. Salió del baño, audífonos, bailaba, y ¡plaff! No me tendió la mano. No quiso ayudarme. Y entonces, en una epifanía, decidí pedirle que se fuera de inmediato. Sí, en plena navidad, como en una triste historia de Dickens, siendo yo la casera mala de Crimen y Castigo, no me importó. Si me mataba, bueno, ya vendría alguien a reconocer mi cadáver, y aunque sea muerta, me sacarían de aquí. Ya no temo. Tenía que sacarla de mi casa.

Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Al decirle que se fuera, al gritarle que recogiera sus cosas y se fuera, ella siguió bailando. Se lo repetí más alto, quizás la música no la dejaba oír. Que se fuera. Pero nada. Le dije que no importaba los meses que me debía, y era verdad. Pero allí fue que lanzó la sonora carcajada al techo y siguió bailando. Intenté llamarla, lástima que no recordaba su nombre; psst, hey, te estoy hablando. Nada. Me fui a mi habitación. Miré al techo. Me escuchaba, claro que me escuchaba. Conté los dedos de mis manos, de mis pies. Y me supe presa en mi propia casa. Esa misma noche de navidad, salió del baño perfumada con mis perfumes, ataviada con el pequeñísimo negligé que forraba su enorme panza decorando su cuello con todos mis collares. Noté que detrás de sus labios, pintados con mi carmesí, se ocultaban prominentes colmillos, y que sus garras afiladas pintadas con mi esmalte de uñas, le hacían juego. Cerró la puerta con todas sus cerraduras internas, y se sentó en mi sofá, y abrió mi vino, se atiborró de mis gambas y mis turrones, y hasta devoró frente a mí el Coulant au chocolat que tenía reservado por si alguna visita. Encendió mi televisión, se vio completo el especial navideño hasta sonar las doce, y entonces, en extraño ritual descorchando mi Cava, rió sacando de mi baúl de documentos, incontables legajos que echó por la ventana junto a mi móvil, bajo el estallido de los fuegos artificiales. Fue botándolos, uno a uno, gargareando en éxtasis la inefable alegría que sentía mientras yo la veía impotente desde el umbral de mi cuarto con temor a acercarme. Era como si hubiera decidido que yo no existiría más, y que la mía, era desde ese momento su casa para siempre.

Ahí va. La oigo. Saca su apocada ropa de mi lavadora, sale a colgarla con su pie a rastras, cierra el trastero dejando entrar el viento helado de la mañana. Como si yo no existiera.

Sólo espero que algún pariente lejano o amigo que retorne, note mi falta en el mundo y toque a mi puerta. En ese caso, confío que la gárgola se digne a abrirles y no los espante, y superado el susto, los deje entrar.



Hay cosas que no se hacen

de Liris Acevedo Donís


“Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora,
así el infortunio es necesario para descubrir ciertas minas misteriosas
ocultas en la inteligencia humana.”

Alejandro Dumás 


¡No! ¡No me lo preguntes más!



Y balanceándose sobre la silla de la amplia y solitaria sala de espera del Hospital a esa hora, Rebeca es incapaz de mantener la mirada fija sobre su amiga, que sólo quiere saber la verdad, porque toda responsabilidad caerá sobre ella como directora una vez se dilucide el asunto Eso lo sabe. Por eso, antes de que vengan por ella y le pregunten, Jacinta insiste en sacarle la verdad de su propia boca. Pero Rebeca calla, tapa sus ojos con las manos aún llenas de astillas de madera clavadas como alfileres, porque aun habiéndolo hecho, y allí en Urgencias, quizás agonizantes, no se arrepiente de nada. 

¡Me tomó por estúpida, Jacinta! Rebeca mira con ojos aún inyectados en sangre.

¿Pero entonces sí lo hiciste aposta, Rebe?

La pregunta retumba en el recinto hasta llegar a oídos de Rebeca como eco lejano. Jacinta acaricia las manos temblorosas de la amiga con quien ha trabajado por tantos años, buscando arrancarle en susurros algo parecido a una confesión. Rebeca retira sus manos.


Tú sabías bien lo que venía pasando…Rebeca le recrimina.

Una enfermera irrumpe al fondo. Mete una moneda en la máquina de café. Espera. El líquido llena el vaso de cartón. El sonido agudo y la luz roja indican que ha finalizado. La enfermera coge el vaso humeante y cerrándose el sweater hasta el cuello, pasa junto a ellas. Cierra una ventanilla por donde se cuela el frío de la noche. Sus pisadas retumban mucho después de haber cerrado la puerta detrás de ella. Jacinta se defiende

¿Pero cómo se te ocurre decirme eso? ¡Yo no tenía ni idea de nada, Rebe! Tenía encima el estreno de la obra, ¿te parece poco?

El tictac del reloj llena la sala. Tres cuarenta de la madrugada.
Jacinta se calma; mira la frente sudorosa de su amiga, acaricia su corto cabello empapado de sudor. Su nuca tensa como cuerdas de guitarra.

¿Te apetece un café?

Rebeca no la mira; escucha entretelones ante sí el bullicio del público en espera de que comience la obra. Cinco minutos de retraso, Le sorprende la gran cantidad de público esa noche del estreno. Rodrigo, su ayudante, le pide ir a chequear la manivela del techo, tal como ella se lo ha pedido. Suben juntos la tramoya hasta llegar a la silla de control del aparataje, para constatar que todo ajusta bien. Esperan que no vuelva a atascarse la palanca al hacer descender el pesado techo al suelo. Rebeca lo prueba: descender, ascender, y lo detiene abruptamente. Las guayas de metal chirrían deteniéndolo con prontitud. Perfecto, un poco más de aceite y listo, Rodrigo, ¿vale? Rodrigo asiente siguiendo sus indicaciones pero admirando el techo móvil se le escapa ¡A nadie se le ha ocurrido una cosa así, jefa! ¡Eres genial! Rebeca niega, ¡Que no me llames jefa! y vuelve a bajar la escalera por el torreón de tramoya esbozando una sonrisa. Pero sí, está orgullosa de lo que creó: una escenografía orgánica que no detiene la acción en su momento más importante. Sí, soy una genia. Y así se lo explicaba a Jacinta cuando ella le confió la Escenografía de su nueva obra.

El falso techo reemplazará el decorado anterior descendiendo desde lo alto, hasta sustituirlo completamente por otro decorado, ¿entiendes? Así no tienes que interrumpir la trama.

¿Pero la madera no es muy pesada, Rebe? Mira que los actores seguirán abajo…

Es una plancha DM natural de 5 mm de grosor, hecha de serrín aglutinado con resina sintética. Lo mejor que encontré. Ellos saldrán un poco antes, con el cambio de luces. Hay que advertirles con tiempo, es todo.

No sé, Rebe… pero, bueno, tú eres la experta.

En la sala de espera, Jacinta ve a un médico de guardia y va tras él. Rebeca escucha preguntarle por los pacientes que acaban de ingresar en emergencias. No hay noticias aún. Siguen en cirugía. Rebeca la mira venir arrancando las astillas de sus manos con sus dientes. Jacinta se sienta a su lado Hay que esperar y Rebeca asiente mirando sus manos la noche antes del estreno aun serrando, cortando la madera, puliendo el grueso tablón que colgará en lo alto sin obstaculizar la iluminación central. Vaya a dormir, jefa. Le aseguro que mañana eso estará listo apenas llegue, ya verá. Pero Rodrigo sabe que Rebeca no se detendrá hasta que termine de ajustar el falso techo al del Teatro Nacional. Mis manos se conocen estos trasnochos, querido. Vete a dormir tú ¿sí? mañana nos espera un largo día. 

Le ajusté bien los cilindros de metacrilato, las bolas de vidrio, todos los tornillos y bisagras para que transparente la luz sin problemas con el cambio de escena ¿entiendes? Ya no tienes que descorrer el telón. Basta el cambio de iluminación cuando Otelo escondido escucha conversar a Yago y Casio, y luego la escena en la íntima habitación de Otelo y Desdémona la noche de su muerte. Después bajamos el techo ¿entiendes?

Jacinta asiente con la misma emoción de su amiga convencida de la idea. Tú eres la experta. Pero jamás imaginó que todo acabaría así. En la sala de espera, Jacinta abre un caramelo y lo come. Busca otro en su bolsillo para ofrecerlo a Rebeca, pero en vez, saca el móvil de Gonzalo con la pantalla estrellada. Lo enciende. El aparato se ilumina. De inmediato aparecen las fotos de Desdémona en poses provocadoras. Lo cierra de golpe y lo mete de nuevo en su bolsillo. Silencio.

¿Siguen ahí, no? Pregunta Rebeca.

¿Mmmm? ¿Qué cosa?

Las fotos de la putilla ésa, ¡vamos! dice Rebeca sin cambiar el tono de voz. Mil veces me lo negó ¿recuerdas? ¿Por qué ellos se creen más listillos que nosotras? ¿Me vas a dar el puto caramelo?

Jacinta saca el caramelo del bolsillo y se lo da. 

Ya Rebe, todavía no sabemos nada.

¿Pero viste su móvil, no? Ahí están las pruebas. ¿Qué más hay que saber? Y come el caramelo.

Rebeca desde lo alto, en la oscuridad detrás de bastidores, mira ante sí la representación. Otelo escucha a hurtadillas la conversación entre Yago y Casio, y es cuando Rebeca nota un detalle: del medieval traje del moro sobresale un modernísimo pañuelo rojo de Zara. ¿Qué hace eso ahí? Y recuerda que vio ese mismo pañuelo momentos antes en el camerino de  la Desdémona. Le hace una señal a Jacinta al otro lado del escenario. Jacinta mira el pañuelo y horrorizada busca a Manuel, el atrezzista, que se lleva las manos a la boca ¡Pero qué hace eso allí! Y entretelones llama al Otelo ¡Pssst! Gonzalo voltea, no entiende. Da unos pasos atrás disimuladamente, y acercándose a Manuel, éste le hala el pañuelo rojo del bolsillo y lo empuja de nuevo al proscenio. Otelo evita caer. Aplausos.

Un puto, Jaci. Me hizo a mí exactamente lo mismo que le hizo a su esposa conmigo.

En la penumbra, Rebeca mira a Otelo susurrar algo al oído de Desdémona ya echada sobre el lecho. Ambos miran en lo alto a Rebeca, que los ve entre tramoyas. Se encienden las luces y Otelo toma a Desdémona por la cintura, pero Rebeca ya sabe que ése no es el abrazo de Otelo sino del infiel Gonzalo asiendo en secreto a la mujer que ha venido a colarse entre ellosRodrigo, viendo a Rebeca jugar distraidamente con la palanca que sostiene, pregunta ¿Todo bien, jefa? Pero Rebeca no escucha. Las luces rojas comienzan a apagarse y Jacinta da la señal desde abajo para hacer el planificado cambio de escenario. Rebeca aprieta la manivela cuando sobre el lecho Otelo abraza a Desdémona. Las guayas de metal rechinan. Sí, fue una idea genial, sonríe Rebeca aferrando con fuerza la palanca.

¡Pero la chica no tiene la culpa, Rebe! ¡Ella es otra víctima!

En tanto, Jacinta saca de su bolso otra servilleta y seca la frente de Rebeca que aún suda profusamente. Limpia la saliva de las comisuras de sus labios. Rebeca le quita la servilleta y la estruja entre sus manos deshaciéndola en hilachas. Otelo se acerca a besar a esa insulsa, acaricia sus muslos, Jacinta ¿tú te diste cuenta? Mira sus propios muslos enfundados en sucios vaqueros de trabajo llenos de serrín, Este oficio me lo enseñó mi padre. Es lo que más quería hacer desde niña, construir muebles como él, que nacieran de mis propias manos. Rebeca mira sus manos en la oscuridad, y baja su mirada a la silueta de los actores fundidos en un beso. El musculoso cuerpo de su hombre apretando los senos de ella sobre su pecho. El zorro viejo valiéndose de la tonta para trepar más alto, ¿no? a esos listillos se les debería castrar. Rebeca aferra con fuerza la palanca. El techo tiembla sobre ellos. De cirugías nadie entra ni sale. Rebeca tritura ruidosamente el caramelo. ¿Cómo es que fui tan ciega?

Y entonces, ciego de furia, Otelo se encima sobre Desdémona hincándole los dedos en el cuello. ¡Cuidado con jurar en falso, princesa; piensa que yaces en tu lecho de muerte! y Desdémona tose ¿Pero es para morir tan pronto, amado? Gonzalo se aparta cuidadoso ¡Confiesa tu crimen francamente! pues con negar tus culpas no lograrás echar por tierra el peso por el que gimo agobiado ¡Has de morir! Y vuelve a estrangularla dulcemente con sus poderosas manos. La mano de Rebeca acaricia el pomo de la manivela siguiendo fijamente la acción. Rodrigo mira abajo, Jacinta les indica estar atentos a la salida de los actores. Asiente. Pero al hablarle a Rebeca ve que no oye, que aprieta aturdida la manivela con ambas manos enrojecidas. Mira en trance que Desdémona acaricia con sus garfios esculpidos el rostro moreno de su Gonzalo que disfruta de su roce, que le ofrece su cuerpo frente a ella, como en la intimidad a ella él se ofrece. ¿Cómo es que fui tan ciega?

Empuja la manivela. 

El pesado techo baja abruptamente cuando Rodrigo grita ¡Todavía no, jefa! pero las guayas destraban el mecanismo de poleas y cables, y el techo cae estrepitosamente sobre los amantes.

El público horrorizado sale corriendo en desbandada. Rebeca en calma, mira desde lo alto y entre la densa neblina, los gritos ahogados, la turba que no logra salir, el pánico en sus ojos desorbitados, los bellos programas del estreno pisados y regados por el suelo, una obra de arte, la verdad, lo dice en trance, como fuera de su cuerpo y de su alma, mirando el techo de madera nacido de sus propias manos y al par de amantes aplastados bajo él. Mira entonces a Jacinta allá abajo pidiendo auxilio. Dios, pobre Jaci, toda ilusionada con su estreno, sacando dificultosamente los cuerpos de debajo de las tablas junto a Manuel y a su equipo. Mira que recoge el móvil de Gonzalo y llama desde allí a una ambulancia. Todo confusión, Rebeca desde lo alto arrancando astillas aún clavadas de sus dedos, inspira hondo, cansada, y se levanta tranquilamente Algún día tendré que mezclarme con el tiempo terrestre ¿no? y bajando uno a uno los andamios con agilidad de gimnasta, atraviesa el absurdo caos.

¿Lo hiciste aposta, verdad, Rebe?

El eco de la voz de Jacinta retumba en el largo silencio de la sala de espera.

No. No me lo preguntes más. Y mirándola a los ojos, Hay cosas que no se hacen.

Las puertas de la sala de cirugías se abren. El cirujano sale quitándose los guantes seguido de dos ayudantes. Jacinta corre hacia él. Rebeca la mira alejarse y desde el fondo, sonreír aliviada. Voltear hacia ella, pedirle que se acerque.

Rebeca se levanta con mucho cansancio. Le duele todo el cuerpo, sobretodo las manos. Recorre el largo pasillo sin apuro. A su paso mira la minúscula ventana cerrada y la abre. Respira hondo. Comienza a amanecer. 

Pero lo mejor de todo es que sabe que la función ya terminó. Mejor aún, que ya no habrá segunda temporada.

La Becaria

Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...