jueves, 30 de abril de 2020

De la Globalización al Confinamiento

(Artículo de Opinión)
de Liris Acevedo Donís

La generación “bisagra”, donde me incluyo, que pasó de las epístolas escritas a mano y enviadas en papel, a los mails electrónicos enviados por Internet, la misma que conoció el azar de comunicarnos por teléfonos de bocina en cabinas telefónicas a mitad de calle, a llevar la oficina a cuestas en un móvil, esta generación que pasó de sufrir la lejanía de los seres que se iban para siempre a no entender de qué va exactamente eso de la distancia porque ni en el baño tenemos un minuto de intimidad, en fin, mi generación que es puente entre una forma de vida y otra de fronteras ampliadas y comunicación in real time, fuimos comprendiendo a trompicones este fenómeno nacido a finales del siglo XX que se llamó, prometedoramente, Globalización.

Y la Globalización que comenzó formalmente con la caída del muro de Berlín, se caracterizó por la integración de economías locales a una economía de mercado, significó, en principio, buenas noticias para todos. Universalizó el conocimiento, interrelacionó diferentes formas de vida y culturas a través de Internet y las nuevas tecnologías, hizo posible el estrechamiento de distancias físicas, cercanía emocional y afectiva a la vez, internacionalizó actividades humanas abaratando el transporte y la permeabilidad entre fronteras, trajo beneficios económicos para los grandes capitales multinacionales; y engordaron los bancos y las grandes economías se hicieron reinas absolutas del planeta, hasta consagrar el capitalismo en ciernes y fortalecerlo. Y así, el mundo, aquel enorme y lejano, se nos hizo un pañuelo. Sin embargo, la ironía con este crecimiento del capital, es que no todo mejoró para todos. Con este crecimiento del mercado, se acentuó la precarización del trabajo consolidándose un modelo de desarrollo económico injusto para los más desfavorecidos. Comenzaron las protestas antiglobalización en Seattle, las Contra cumbres de Praga, Génova o el G8, con la consigna de que la población más pobre sostenía sobre sus hombros el enorme avance de otros. Mano de obra barata y sustituible, la exigencia de producir más en menos tiempo sumó una población más precarizada a la ya existente, y el número de pobreza aumentó así como fui haciéndose más chico el número de ricos a nivel mundial. Y el trabajo manual del ser humano fue el primero en subestimarse en ese proceso, el de servicios directos a la gente, el de la formación y atención de aspectos básicos. Marginados de la gran ola globalizadora, tan prescindibles como cualquiera de los objetos que realizan para engrosar las ventas de la gran sociedad de consumo, los trabajadores que están en la base de la sociedad, los hacedores, campesinos, personal sanitario, maestros, recogedores de basura…son los seres que menos prioriza la globalización porque no son esenciales para la acumulación de dinero. La globalización propuso una competencia nada justa.

Pero como decía Dumas, “No hay felicidad ni miseria en el mundo sino una comparación de un estado con otro”, y quien venía de tener menos y pasaba a tener un poco más, ya se creía afortunado. Ser pobre (o rico) siempre depende del punto de referencia previa. Así, todos excepto los países del tope de la lista de los más ricos, sumaron ganancias en este proceso, porque junto a la invasión de nuevas mercancías venidas de todas partes se sumaba la sensación de Libertad (sí con mayúscula), de fronteras abiertas, de derechos humanos ampliados, porque abrir las puertas hace pensar, no en los peligros del camino, sino en el horizonte que nos espera. Así, apertura de mercados significó, para una parte del mundo, apertura mental y no sólo física, donde todos cabíamos en igualdad de condiciones, y todos vivíamos a un mismo de nivel de justicia. Al menos creímos que teníamos más Libertad para expresarnos sin ser reprimidos porque ahora, como nunca antes, éramos Libres.

Pero entonces llega una pandemia como el COVID 19 que nos obliga a recluirnos en los límites estrechos de nuestras casas.  Pienso en los que no la tienen. En los que dejaron su país con la promesa de vencer el hambre y viven penosamente recogiendo fresas en barracas improvisadas. Y recuerdo que en un mundo globalizado, lo que ocurre en un punto del planeta llega al otro in Real Time. Es obvio que ello no sólo se refería a las cosas buenas. Así, del mundo y sus nuevas formas de guerras, se suma una nueva que no precisa de un solo disparo: la de la enfermedad. Y las sólidas democracias que tampoco daban respuesta en los países del tercer mundo, con la pandemia, enfrentan la encrucijada de un sistema sanitario que no se da abasto con el pandemonio de miles de muertes que se suceden a diario. Y los trabajadores de la salud, los campesinos que producen la comida que no llega a la mesa, el personal de limpieza que hace lo que pocos hacen, son los peor pagados. Este mundo globalizado que no tomó en cuenta la pobreza más brutal, la del hambre, la del desempleo, la de los servicios esenciales, y puso en su lugar la acumulación de riqueza, concluye en la parálisis de sus empresas y en el confinamiento de sus consumidores, que hubo algo que no hizo bien. Porque terminar muriendo aislados, separados del mundo, en medio de una pandemia que irónicamente nos aúna, no estaba en los planes.

Alguna vez oí, en gente de mi propia generación, que éste era nuestro mejor momento de evolución humana. ¿Sus argumentos? que hoy día no hay guerras mundiales, que la sensibilidad y conciencia social es superior a la de cualquier otro momento de la historia, que la libertad de expresión y la consciencia  del bien común nos inclina hoy hacia una condena general de todas las formas de violencia. Que no hay analfabetismo. Que el aporte de las telecomunicaciones nos acerca más a la “verdad”. Que en derechos humanos el consenso tácito es común y “la mayoría” defiende lo justo. Pero todos esos argumentos dependen de qué lado estés viendo y viviendo la vida. Dependen de lo que para ti es “justo” y de qué “mayoría” estés hablando. Depende de qué es saber leer, y si hacerlo te ayuda a profundizar o no lo que lees. Vamos, si no eres un alfabeto funcional. Porque dicho todo eso tranquilamente sentados en un bar sorbiendo una copa de vino antes de entrar a una obra de Brecht, resulta muy cómodo y en relación con las otras realidades, reflejan una gran desconexión con el mundo, todo lo contrario a lo que trajo como promesa el fenómeno globalizador. Y creo que ahí comienza la tragedia del mundo globalizado, cuando en un aspecto nos muestra la expansión de un territorio físico y anímico, y por otro, oculta el costo humano de sostener tal expansión para unos pocos. Porque “la inmensa minoría”, como decía Galeano, no ha mejorado sus condiciones de vida o de trabajo, como sí lo han hecho los acumuladores de ganancias.

Y me pregunto, ¿esa sensación de Libertad ha logrado desvincularnos de otra parte del mundo haciéndonos creer que en nuestra isla todo funciona a la perfección? ¿Qué nos hizo creer eso? Porque el mundo amplio y libre que creímos tener antes de ver que la muerte nos tocaba a la puerta con esta pandemia, está partido en dos: el de los que están al margen de los avances humanos, y el de los que pueden beneficiarse de ellos. El de los que disfrutan de la libertad, y el  de los que mueren sin ella. Dos mundo irreconciliables que hoy emergen a la par en esta pesadilla.

Porque si bien la prensa libremente nos muestra la realidad de los campos de refugiados en Lesbos, la realidad de alguien que pone su vida en juego por llevarse un pan a la boca, el drama que a miles de emigrantes obliga a dejar su país a diario, es inevitable sentir el inmenso abismo que separa tantas realidades a lo ancho del mundo y donde ninguna toca a la otra. Entonces, la desconexión más que la conexión global es lo que me parece estar viviendo. Y mientras más se habla de cercanía y contacto, de bienestar común y  civilización, más desconectados y alejados me parece estar de la realidad del sufrimiento de seres que en otras geografías no tienen ni móviles ni educación, y sufren la pandemia del hambre que los mata por miles como una imprevisible guerra. Como si hoy el mundo globalizado nos hubiera separado más que antes. Una contradicción. Y pienso en la idea feliz de esa gran aldea global donde creímos tener todo a mano, ésa que nos hace estar comunicados en cualquier parte del mundo y a todas horas, y me pregunto ¿de verdad lo estamos? ¿Y qué lugar ocupa el ciudadano lejano que ni siquiera puede comprarse un móvil? ¿En qué parte de nuestro mapa mental de clase media, está el ser explotado que sostiene este mundo de consumo sin tener acceso a él? ¿Quién hace crecer las frutas sin poder consumirlas? ¿Quién repara zapatos y no los tiene? ¿Quién cuida de los jubilados sin tener una jubilación digna? ¿En qué lugar de nuestra realidad habita el que limpia? ¿Cómo vive? ¿De dónde vino? ¿De verdad estamos interrelacionados con quienes sostienen silenciosamente nuestro bienestar? Entonces ¿hasta qué punto la idea de tranquilidad y conexión es sólo una parcela que nos hace creer que lo que vemos desde nuestro balcón es lo real, lo único y verdadero?  

Si el COVID 19 y el impuesto confinamiento, nos lleva a estas reflexiones, entonces podríamos afirmar que algo ha valido la pena. Si veo CNN o la Deutsche Welle in real time que afirman que las empresas multinacionales y el consumo decae, que vive su peor momento, y somos conscientes de que también la enfermedad nos ha llegado a todos sin diferencia, entonces creo que algo de verdad nos está conectando. Porque pasajera sin tícket en primera clase, la Muerte cubre con su sombra las principales ciudades del mundo, ensañándose contra todos. Porque los afectados son pobres y ricos por igual, pero la gran mayoría en todo el mundo, son los que dieron su vida para construir sus países, donde quiera que se hallen, los abuelos que caen por miles y en una soledad devastadora. Entonces, esta pandemia producto también de la globalización, nos abre los ojos a una realidad mayor de la que habitábamos. Imposible habitar mundos distintos según lo que asome en nuestro balcón porque ante la enfermedad y la muerte que nos arrincona, hoy somos uno. Dentro del encierro, dentro del estómago de nuestras casas, irónicamente, hoy somos Uno.

Y la economía se traduce en la gente que amamos y que en igual o peores condiciones que las nuestras está luchando por sobrevivir. La globalización, pues, nos montó en un mismo barco y no es la economía de mercado lo que manda sino lo que debe callar cuando el mundo enferma. Hacerse oídos sordos al grito de la naturaleza  herida no es la respuesta. Hacerse ciegos ante la realidad, no es la salida.  Que sólo un parón radical, un cese abrupto del consumismo, sea lo que detenga el deterioro, no puede ser la solución. Como tampoco la explotación del hombre por el hombre, del egoísmo que trajo consigo la anulación de otras realidades. Esta pandemia que a todos recluyó en nuestras casas nos obliga a  mirar más allá de lo inmediato, a esperar con paciencia olvidada volver a una normalidad que no sabemos ahora cual será. En tanto, en casa, retornar a la intimidad de lo familiar, cocinar, comer juntos, Volver a mirar lo que nos rodea, y con suerte, descubrir algo de poesía en ello. Reclusión de días, semanas, meses, que puede quizás acercarnos a la auténtica libertad sin mayúsculas. Aquella de asir el desde lo hondo un sentimiento que nos enlace.  

A medida que pasan los días de confinamiento, el miedo a morir contagiados por esta nueva peste, nos asemeja. El miedo se globaliza. La incertidumbre de no saber qué mañana, nos hermana. Se abre el foso de otra realidad que habita nuestro mundo, esa sombra que esconde detrás la luminosa idea de fraternidad. Y los miles que mueren contagiados ¿Dónde estaban antes de esta pandemia? ¿Dónde los campesinos, recolectores de frutas, transportistas, enfermeras, sanitarios, profesores, maestros? Y los abuelos ¿de quién recibieron la última cucharada de sopa? Pensar globalmente, eso significa ahora. Y Libertad es desear el abrazo, hablar mirando a los ojos, meterse al mar. El hablar familiar, mirarse en los refugios más íntimos, que el viaje sea hasta el centro de uno mismo porque somos lo inexplorado. Y la vida es lo que está aquí y al otro lado de la calle, de mi vista, del mundo. Porque todo el sistema de privilegios materiales ha quedado sin voz, invisibilizado, frente a la enorme importancia que es la vida más sencilla.

Y sólo así, cara a cara frente a la muerte, preguntarnos ¿libertad de qué? ¿para quiénes?  ¿Para qué? Esperemos que después de esta pesadilla despertemos recordando ambos mundos como reales, siendo más conscientes de que el mejor momento de la historia será cuando los integremos y todos vayamos, más o menos, al mismo paso. Ojalá que como un sueño lúcido siempre recordemos este momento, que no sea como dicen de los dolores del parto que luego se olvidan. Ojalá despertemos para siempre del sueño egoísta que nos hizo creernos centro del mundo, y tengamos tiempo para reparar lo que con tanta indiferencia, terminó vengando la propia naturaleza sacándonos del medio para poder recuperarse en paz.

Ojalá que al salir del estómago de este confinamiento, jamás olvidemos. 

Ojalá haya tiempo para seguir unidos al mundo sin la amenaza de la muerte.

Ojalá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La Becaria

Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...