viernes, 1 de mayo de 2020

Dos relatos de Alberto Torres Blandina, que estará con nosotros el próximo martes a las 18h

Con el frío, Alberto Torres Blandina
(El invierno permanece y la primavera no llega. Los animales se dirigen hacia el norte -donde están ocurriendo extraños acontecimientos- en una migración desesperada para la que los científicos no encuentran explicación. Éxodos humanos huyen del frío. Las religiones ven un castigo divino y los gobiernos una oportunidad para políticas más restrictivas. Y en este escenario inverosímil, de incertidumbre, todos siguen con sus vidas)
Capítulo 14
[Tanami Road/Australia]
Si se pregunta qué hago yo en este bar en el culo del mundo, la historia es muy sencilla: tengo miedo a volar... más aún en estos momentos. Y en la camioneta voy muy cómodo, a mi aire, no le voy a mentir. Antes recorría cada año los 3953 kilómetros que separan Melbourne de Broome con Iuma, mi perra. Cruzábamos este asqueroso desierto rojo parando cada dos o tres horas para que corriese un rato. Los boyeros necesitan correr, no están hechos para estar encerrados en una casa o, peor aún, en una camioneta. Abría la puerta y se volvía loca. Saltaba sobre la tierra seca y se quedaba paralizada moviendo la cabeza a un lado y a otro, sin saber hacia dónde ir. Es lo que tiene el desierto, que te hace dudar. Cuando hay demasiadas opciones posibles nos aturullamos. Así de idiotas somos. Y en el desierto las hay todas. A mí me ocurría también al principio. Miraba a mi alrededor buscando un sitio para mear. Como si un sitio fuera mejor que otro. Luego aprendes que Australia, o al menos la mayor parte de este país, es un gran váter. Qué importa dónde mees. Todo es igual: tierra, arbustos y spinifex. Al menos para nosotros, porque esos negros pueden diferenciar cada metro cuadrado y se orientan por aquí mejor que mi GPS... cuando no están borrachos, lo cual es algo difícil de ver, ¿no le parece? Mire aquel negro de allí, por ejemplo, durmiendo sobre la barra. Cada año me lo encuentro en ese mismo lugar con una jarra de cerveza vacía. Lo que no sé es cómo no ha muerto ya de cirrosis. O ahogado por su propio vómito. Igual debería ir a la camioneta que tengo aparcada en la puerta, coger mi Winchester y acabar con su vida yo mismo. Hacerle un favor a él y al mundo... No me mire así, estoy bromeando. ¿Quiere una cerveza? Yo invito... ¿No bebe alcohol? ¿Qué clase de Dios prohíbe el alcohol? Dígamelo para que no me aliste en su iglesia, jaja... No se lo tome a mal. Es solo una broma. Le decía que somos demasiado condescendientes con los aborígenes. ¿Qué hacen además de beber y recibir dinero del Estado? Dinero que usted y yo pagamos con nuestros impuestos. Porque los dólares no crecen en los árboles como las manzanas. Dinero para que se compren alcohol y para subvencionar sus dibujitos infantiles y sus feos tapices. No entiendo qué clase de arte es ese. Una tomadura de pelo, eso es lo que es. Lo mejor que hizo este país fue ligar las trompas a las negras. ¿Alguien sabe por qué tuvimos que retractarnos? Odio a esos putos izquierdistas, ¿sabe? Odio sus complejos y su palabrería barata que solo sirve para esconder su debilidad. Si alguien no quiere competir es porque sabe que va a perder. Aquellos que defienden la igualdad son los que se sienten inferiores. Los que no se ven a sí mismos como iguales. La vida es una lucha por la supervivencia. Esa es la verdad, le guste a quien le guste. Lo dijo Darwin, pero no inventó nada. Platón ya decía que en su República no cabían los débiles. Los mejores, escribió, deben cohabitar con los mejores. ¿Sorprendido de que le hable de Platón en este bar de mala muerte para camioneros y putas? ¿Creía que yo era un idiota? La única forma de avanzar es ir soltando lastre. Pensando en el conjunto más que en el individuo. Como decía James Barnard, ¿sabe quién es James Barnard? Pues es uno de los prohombres de este país. Defendía el exterminio de los pueblos inferiores como una forma de evolución. Hubo un tiempo en el que por estas latitudes estaba bien visto cazar a tiros a los negros. Algunos ponían anuncios comerciales en los periódicos. Exterminador de plagas: cucarachas, serpientes, aborígenes. Pero luego, en la segunda mitad del siglo XX, llegaron esos izquierdistas con lo políticamente correcto, con la dignidad humana y la igualdad. ¿Qué igualdad? ¿Adónde ve usted igualdad en el mundo? ¿Somos usted y yo iguales que ese borracho de ahí? Dijeron que no debíamos matarlos, sino reeducar a los niños en centros especiales, separados de sus familias, para convertirlos en ciudadanos de provecho. Pero no funcionó, mire si no a ese hombre, durmiendo la mona, porque lo único que funciona es un tiro en la cabeza. Fuimos muy blandos y ahora es demasiado tarde. Ahora se están rebelando contra nosotros. La culpa es de ese brujo llamado Daku y de todos los medios de comunicación que lo han convertido en una celebridad. Va diciendo por ahí que los espíritus de los antepasados están enfadados por profanar la tierra sagrada con nuestras carreteras, nuestras minas y nuestras ciudades. He escuchado en la radio de la camioneta que esta misma mañana, en Wilcannia, los aborígenes han atacado a los blancos y ha tenido que intervenir la policía... ¿También en el este del país ha habido ataques de aborígenes? ¿En serio? No me extraña. Todos esos hipócritas se pusieron las manos en la cabeza cuando los conservadores recuperaron la idea de la esterilización a las parejas pobres. ¿No sería mejor para la sociedad evitar que los futuros parásitos sociales nazcan? Ahorraríamos tiempo y dinero. Pero no, vivimos bajo la dictadura de lo políticamente correcto. El fascismo de la idiocia y el buenismo. Y mire ahora lo que pasa. Algo hay que hacer con ellos, ¿no cree? Si no se ayudan a sí mismos no tenemos por qué ayudarlos nosotros. La realidad es que en el mundo, y en Australia en particular, en este puto desierto, no hay recursos para tanta gente. Con las políticas sociales lo único que conseguimos es alimentar una plaga de sanguijuelas que jamás sobrevivirían por sí mismos. Mire, le pongo un ejemplo: mi perra Iuna, en su primera camada, tuvo tres cachorros. Uno de ellos era sordo. A veces les pasa a los boyeros. Es uno de los problemas genéticos de esta raza. ¿Por qué criar y alimentar un cachorro sordo que nadie va a querer comprar? ¿Por qué gastar tiempo, esfuerzo y dinero en él pudiendo gastarlo en un ejemplar sano? Iuma era joven: podía tener nuevas crías. De hecho los perros pueden parir dos veces al año. ¿No es lo más lógico matar al ejemplar defectuoso? Pues eso es lo que hice: lo metí en el congelador. Es algo habitual, no ponga esa cara. El cachorro ni se entera. ¿O preferiría que lo hubiese degollado con un cuchillo? No sé si lo sabe, pero en Esparta abandonaban a los niños recién nacidos en los límites de la ciudad para ver cuáles sobrevivían. Esos eran aceptados mientras los otros quedaban como alimento para las bestias. Le parecerá una locura, pero mi padre me hizo pasar por esa prueba. Sobreviví veinticuatro horas en el bosque. Solo tenía dos días de vida y sobreviví. No todos los niños lo consiguen. Dos de mis hermanos no lo consiguieron... ¿Cree que esos negros sobrevivirían? Claro que no. Ni dos horas. Mi padre era un tipo particular. De él me viene la afición por los perros. Perteneció al Ejército de Tierra y participó en la Guerra de Afganistán donde siendo todavía muy joven perdió un brazo y una oreja. En ese momento, tras el retiro forzoso, comenzó su pasión por los perros. Quería conseguir una raza tan agresiva que pudiera ser utilizada por los militares como arma. O al menos eso decía, lo de los militares, aunque yo le puedo asegurar que lo único que quería era competir en las peleas de perros ilegales que organizaban los filipinos a las afueras de Melbourne y a las que él asistía con asiduidad. Se obsesionó con el tema, pero no es algo tan sencillo de conseguir. Aparte de los problemas de salud que generan los cruces, cosas como la malformación de Chiari, la siringomielia, la ceguera, la sordera, problemas óseos, etcétera, no voy a darle aquí una clase magistral, no es fácil conseguir una raza de pelea fácil de domesticar. Cruzó el dingo con el mastín del pirineo, el bulldog, el perro de presa canario e incluso con algunas especies ilegales en este país como el tosa japonés o los dogos argentinos, ¿los conoce? Son tan agresivos que incluso follando se atacan. Y no son cuentos, le aseguro que yo he visto a un macho destrozar a dentelladas el cuello de la hembra a la que estaba montando. Hasta matarla. Con su polla todavía dentro. Una vez mi padre nos confesó, a mí y a mis hermanos, que quería conseguir una raza a la que llamaría perros-tiburón. Era como uno de esos escritores que empiezan por el título de la novela. Perros-tiburón. Suena bien, ¿no le parece? Supongo que sabrá que las crías de los tiburones luchan en el vientre de su madre. Los más fuertes se comen a sus hermanos antes de nacer. No me detendré hasta conseguir, nos dijo mi padre, recuerdo que estábamos en el porche de nuestra cabaña en Tonimbuk cuando nos lo dijo: No me detendré hasta conseguir un perro tan agresivo que se coma a sus hermanos antes de nacer. El vientre como campo de entrenamiento de sus “perros letales”, ¿qué le parece? Estaba medio loco, eso no se lo voy a negar, pero en muchas cosas era un visionario. Siempre hay una chispa de locura en los genios. Y no digo que fuera un genio, claro que no, pero ahora me doy cuenta de que en algunas cosas tenía mucha razón. Hacía parir a sus perros dos veces al año. Normalmente, si los cachorros tienen algún defecto, las mismas madres los matan. Las perras son más listas que esos políticos laboristas, jaja, no quieren alimentar seres débiles. Y si no, pues el congelador hacía el trabajo sucio, ya sabe. Cuando los cachorros estaban fuertes los enfrentaba entre ellos para, decía, acelerar la selección natural. A los que sobrevivían los cruzaba y así de nuevo. No sé por qué le voy a contar esto, supongo que llevo demasiadas cervezas, pero mi madre dio a luz mellizos cuando yo tenía cinco años. Mi padre se enfadó. Nacieron ochomesinos y muy pequeños. Esa fue la primera vez que le escuché hablar de los tiburones. Les gritaba a los recién nacidos que eran unos pusilánimes, que uno de los dos tenía que haber absorbido al otro y haberse nutrido de él, como ocurre muchas veces durante la gestación. A los dos días de vida los abandonó cerca del lago para someterlos a la prueba de los niños espartanos. Extrañamente ambos sobrevivieron. Nadie lo esperaba y mucho menos él. De los cuatro bebés que había parido mi madre con anterioridad, solo mi hermano mayor y yo habíamos sobrevivido. Quizás la clave fue dejar juntos a los mellizos, quién sabe si al sentirse cerca encontraron fuerzas para aguantar. Aun así mi padre decidió que vivirían aislados del resto de la familia, como castigo a su carácter débil, y construyó en el jardín una caseta similar a la de los perros, un poco más grande, para ellos. Similar a la de los perros pero cerrada con un candado para que no salieran. No quería verlos ni escuchar hablar de ellos. Y una mañana, cuando habían pasado tres años más o menos, recuerdo que era sábado porque no estaba en el colegio, mi padre nos dijo que nos vistiésemos porque nos íbamos de excursión al campo. Le dijo a mi madre que los mellizos, a los que ni siquiera les habíamos puesto nombre oficialmente aunque yo sé que mamá los llamaba a escondidas John y Sean, y yo también cuando mi padre no estaba y me colaba en la caseta a jugar con ellos… el caso es que le dijo que los vistiera que ellos también venían. Tras la sorpresa inicial, mamá puso excusas para no llevarlos con nosotros, supongo que oliéndose lo que iba a pasar. Pero mi padre podía ser muy convincente, ya se imagina lo que quiero decir. Fuimos la familia completa de excursión. Mis padres, mis tres hermanos y yo. No le voy a dar detalles de lo que ocurrió allí pero solamente volvimos cinco personas. Haga cuentas. Sean fue enterrado cerca de la cabaña de Tonimbuk. Yo mismo cavé la pequeña tumba con la ayuda de mi hermano mayor. Ambos mudos. Durante la vuelta el silencio se podía mascar. Papá no dejaba de decirle a John que era muy valiente, que dejara de llorar, que no todos los niños tienen los huevos tan gordos, eso le decía, para hacer lo que él había hecho. Estaba orgulloso de su pequeño tiburón, repetía. Y mamá también lloraba... Creo que he bebido demasiado. No me haga caso. Hablemos de usted. ¿Qué le trae a usted por aquí? ¿En serio reparte esas malditas Biblias de Gedeón por los moteles del desierto? Las he visto alguna vez, sí. Pero no soy demasiado religioso... No, ni siquiera en estos momentos. A mí no me engañan. Ni apocalipsis ni demonios ni alienígenas ni espíritus de los antepasados ni ninguna mierda de esas que se dicen por ahí. Es todo una mentira de los gobiernos para tenernos asustados. Los poderosos llevan siglos acojonando al pueblo para que no cause problemas, para que se esté quietecito en casa. Es más, inventan problemas para que debamos confiar en ellos nuestra seguridad y salvación. Todo es una gran patraña. Conspiraciones de los gobiernos. Engaños orquestados desde arriba. Ha habido varios cambios climáticos… ¿Qué se cree? ¿Que soy idiota y no me he documentado? Hemos sido testigos de otro. Eso es todo. Y además, a los australianos nos favorece. No sé por qué los aborígenes se han vuelto tan locos con el tema. ¡Los espíritus de los antepasados! ¡Los espíritus se han enfadado! ¡Que les follen a ellos y a sus espíritus! El desierto está disminuyendo gracias al cambio climático y eso es una buena noticia para todos, ¿no? Deberían estar contentos los espíritus. Lo raro es lo de los animales, eso se lo admito. Pero también hay explicaciones si busca en Internet. Está demostrado que un cambio en el eje de la Tierra y en la polaridad, por ejemplo, acaba con la vida de algunas especies y provoca cambios evolutivos en otras. Algún tipo de trastorno en el magnetismo terrestre se cargó los aviones y llevó a los animales hacia el norte. Fin de la historia. Mi Iuma también se largó, no se crea. Y atravesé el desierto buscándola. Estaba seguro de que la encontraría en Broome, adonde íbamos una vez al año a que el boyero de mi amigo Hugh la montara. Para vender las crías, no piense que soy como mi padre. Eran dos ejemplares de pura raza australiana y los cachorros se vendían a buen precio. Eso es todo... Permítame que me pida una cerveza, la última y después ya puede irse a dormir, que mañana tiene una durísima jornada de trabajo repartiendo sus libritos entre los negros, porque por esta zona hay más negros que blancos, ¿no? Tienen una historia para cada piedra. Que si una montaña es una ballena dormida, que si un río es el rastro de la serpiente arcoíris, que si los hormigueros son pollas. Pero supongo que esto ya lo sabe, claro. Para ellos cada palmo de Australia está relacionado con un antepasado. Por eso se ponen tan agresivos cuando hay que construir una carretera o un centro comercial. Porque molestamos a los espíritus si cambiamos una sola piedra de lugar. Conocí a un tío que compró una granja cerca de Alice Springs. Habían arrancado un árbol para construirla, pero eso él no lo sabía, y aunque lo supiera, ¿a quién coño le importa? El caso es que cada día se le llenaba el porche de aborígenes. Se sentaban allí y se ponían a cantar. La canción del árbol, le dijeron. Parece ser que era un árbol sagrado y aunque había sido talado, su espíritu seguía allí. Eso le contaron. Como las autoridades no movían un dedo se le ocurrió amenazarlos y disparar al aire. Pero no consiguió nada. Al día siguiente allí estaban de nuevo. ¿Se lo puede creer? Los laboristas tienen la culpa. Se empeñan en defender que los negros son como nosotros. Las cosas obvias no deben defenderse. Yo no tengo que defender que usted y yo somos iguales porque tengo la absoluta convicción de ello. Cuando alguien defiende algo con tanto empeño es porque no acaba de creérselo del todo. Las feministas, por ejemplo, son una panda de acomplejadas. Una mujer de verdad no debe defender nada. No lo ve necesario. Sabe cuál es su papel y punto. Pero esos izquierdistas. Que si las manchitas de los aborígenes son arte ancestral, que si hay que respetar los lugares sagrados. ¡Pero si no hay un solo lugar en Australia que no consideren sagrado! Que le pregunten a ese puto chamán, a ese Daku. Si por él fuera nos matarían a todos los blancos, lo de esta mañana en Wilcannia es culpa suya, por inflamar los ánimos de los aborígenes. A él deberían haberlo metido en el barco ese que la WUA ha enviado hacia el norte. ¿No dice Daku que todo lo que ocurre es debido al enfado de los espíritus de los antepasados? ¿No afirma que la humanidad ha entrado en el Tiempo del Sueño donde habitan los espíritus? Eso dijo en una entrevista, que los aborígenes están conectados con la Tierra y pudieron sentirlo al mismo tiempo que los animales. Pues ya está, solucionado. Al norte con él y que convenza a los antepasados y a su puta madre de que nos dejen en paz. Y que vuelvan los animales, que estoy harto de comer verduras como si fuese un conejo o una mierda de canguro. O mejor aún, al norte con todos los aborígenes. Los dejamos en Groenlandia y a ver si alguno vuelve, jaja. Y escúcheme, para que vea que no soy racista: si alguno volviese yo sería el primero en felicitarlo y en considerarlo mi igual. Habría demostrado que tiene cojones. Pero, por lo que sé de los negros de este país, dudo mucho que ninguno lo consiguiera. Porque yo no creo, al contrario de lo que usted estará pensando, que el color de la piel sea determinante. Influye, para qué le voy a mentir, cada raza tiene unas características y los aborígenes australianos no fueron los más afortunados cuando Dios repartió dones, jaja, pero no es determinante. Lo determinante es el valor. Eso me lo enseñó mi padre. El valor para imponerse sobre los demás. Utilizando la fuerza o la astucia, eso no importa mientras salgas airoso. Porque lo único que cuenta es sobrevivir. Mi hermano John lo sabía. Que comes o te comen. Debería haberlo conocido. Era todo músculos. Desde niño pasaba horas y horas entrenándose. Él mismo se fabricó pesas y mancuernas con botes de pintura, palos de escoba y cemento. Debería haberlo visto: era una mole. Duro como una roca. No hubiese sido inteligente enfrentarme a él directamente. Las gacelas jóvenes, para escapar de los leones, corren en la misma dirección que las gacelas viejas. Porque saben que al león no pueden vencerlo, pero en cambio sí pueden vencer en la carrera a sus compañeros más viejos. Y eso es lo que hice. No puedo arrepentirme porque no tenía otra opción salvo dejar que John la tomara con mi hermano mayor, que suplicaba, que no quería luchar, que odiaba a mi padre y todo aquello de los perros-tiburón. Dejar que John la tomara con él y escapar mientras tanto. Mientras le golpeaba el cráneo con una roca del tamaño de su propia cabeza. Usted no puede imaginarse lo que es eso... escuchar el sonido del cráneo de tu hermano al estallar. Como un coco al abrirse. No volví a ver a mi padre, supongo que murió. También mi madre. Ha pasado mucho tiempo. Me escondí, pero no soy un cobarde, ni se le ocurra pensarlo. Nadie debería escuchar cómo se rompe el cráneo de su hermano. Nadie. Nunca. Pero ya lo he superado. Y he aprendido que lo único que cuenta es sobrevivir. Como sea pero sobrevivir. John lo sabía. Sus manos estaban machadas con la sangre de sus hermanos. No con la mía. Durante años, John se preparó para ser el mejor, el ejemplar vencedor de la camada, el favorito de mi padre. Su puño era tan grande como mi cara. No le exagero, una montaña de carne. Pero soy un hombre paciente. Y la paciencia es la mejor arma, se lo digo yo. Solo tuve que esperar el momento. Y llegó hace dos días. Años de espera, escondido pero vigilante, durmiendo en la calle o en el bosque, sobreviviendo aunque fuese con comida podrida. Años de espera y al fin fue mío. El puto John. ¿De qué le sirvieron sus músculos frente a mi paciencia? Yo soy el único vivo ahora. El tiburón que se comió a sus hermanos. Mi padre estaría orgulloso de mí. ¿Quiere verlo? ¿A John? Está en la furgoneta, en el lugar donde siempre viajaba Iuma. Venga, verá como no le miento. Es un gigante. Un gigante atado y agonizante, eso sí. Totalmente inofensivo ya. Mañana lo dejaré en medio del desierto. A lo espartano. Veremos si esta vez sobrevive.
Capítulo 6
[Nairobi/Kenya]
La pequeña habitación crece poco a poco. Está a punto de ocupar toda la casa y quién sabe qué ocurrirá luego. Quién sabe si se extenderá como una gangrena más allá de las puertas y ventanas, piensa Daryna, que cada martes a las siete de la mañana retoma su infructuosa lucha contra ella. Contra los tentáculos invisibles que brotan del oscuro cuarto lleno de objetos apilados sin orden. Los dueños de la casa, una pareja escocesa de unos cuarenta años, salen del domicilio a las siete y cinco, así que Daryna cada martes debe levantarse a las cinco y media. Es la única forma de que le dé tiempo a desayunar, preparar el almuerzo de sus hijos y cruzar Nairobi para llegar antes de que ellos se vayan. La otra opción es quedarse una copia de las llaves pero prefiere no hacerlo. Los dueños del apartamento, tras nueve años, se fían de ella. Se lo ofrecieron varias veces. Daryna, te hacemos una copia y así no tienes que madrugar tanto. Se fían de ella pero ella no se fía de su hijo mayor: un adolescente de trece años que un día le robó del bolso las llaves de sus clientes de Westlands y entró en la casa aprovechando que estaban pasando el fin de semana en su apartamento en la playa de Mombasa. No os preocupéis, no necesito llaves. Prefiero empezar pronto y así acabo pronto. El chaval se llevó solamente dos portátiles y joyas. No encontró dinero. Daryna sabe dónde lo esconden pero su hijo no fue capaz de encontrarlo. Esto no te lo perdonaré nunca. Escúchame: nunca.
La chica de la limpieza lo sabe todo. Más de lo que quisiera saber. Cuando entra a limpiar en una casa nueva, rápidamente puede hacerse una idea del tipo de personas que la habitan solo mirando los libros de las estanterías, las plantas o mascotas que han elegido, el canal que tienen puesto cuando enciende la televisión —porque Daryna siempre enciende la televisión—, el color de las paredes o el contenido de los cubos de basura. ¡No te creas que nos bebemos todas las botellas de vino nosotros dos solos!, le dijo la chica escocesa el primer mes que limpiaba la casa. Entonces todavía sonreía mordiéndose el labio inferior como un ratoncito. Él también sonreía. Parecían una pareja feliz. Perfectos ambos, como sacados de una teleserie norteamericana. Hacemos un cineforum de películas antiguas con algunos amigos y siempre caen un par de botellas de vino, comentó buscando la mirada de complicidad de su marido. A los tres o cuatro años las botellas fueron disminuyendo de la papelera del vidrio hasta desaparecer. ¿Ya no hacen el cineforum?, preguntó una vez Daryna. Por hablar de algo. La mujer la miró seria. Fue su marido quien respondió, con sequedad.
            —Últimamente no es tan fácil quedar con los amigos. Siempre tienen algún pañal que cambiar o algún cumpleaños al que acudir.  
La basura es muy elocuente. No es que ella revise los cubos para espiar a sus clientes, pero es inevitable ver cosas. Botellas de alcohol. Envases de comida precocinada. Fotos antiguas. Regalos recién abiertos y nunca usados. Facturas y requerimientos. Los restos de una fiesta. Pero la mayor información, o al menos la más interesante, proviene de las manchas. Al poner las sábanas en la lavadora es capaz de leer con soltura las sutiles marcas —o no tan sutiles— que deja el sexo en ellas. Podría decir la frecuencia con la que hacen el amor todos sus clientes y hasta describir la postura en la que lo hacen. Porque cada pareja lo hace en un lugar y en una postura, asegura Daryna a sus amigas cuando va con ellas a tomar café al Starbucks de la City. Y por eso ella se esfuerza en hacerlo con su marido en lugares diferentes y posturas diferentes, pero con cuatro niños en la casa es difícil. Es difícil incluso encontrar el tiempo para hacerlo. Os puedo decir, y pondría la mano en el fuego, que desde hace seis o siete meses Kioni, la señora de los lunes a las nueve, casada con un representante de alarmas de incendios, tiene un amante. Sus amigas ríen. Fingen que se escandalizan. Hasta su prima segunda, que es infiel a su marido desde hace dos años y lo ha confesado abiertamente a las otras chicas, finge que se escandaliza. Le preguntan cómo puede saberlo. Prueban suerte: ¿has encontrado fotos? ¿Un vídeo en su ordenador? ¿Ojeaste los mensajes de su móvil? ¿Lavaste unos calzoncillos que no eran de la talla del marido? Daryna deja que imaginen y después dice: Lo sé por las manchas en el cubresofá. En una extraña muestra de respeto conyugal, la mujer del representante de alarmas de incendios jamás hace el amor con su amante en la cama que comparte con su marido. O al menos eso cree Daryna. Pero lo extraño no es su pericia interpretando pequeños detalles. Lleva más de veinte años limpiando casas, primero en Manchester y después en Nairobi, inmiscuyéndose sin poder evitarlo —porque yo no soy una fisgona, pero es que es inevitable— en la vida privada de otras personas. Lo extraño es que ha aprendido a traducir lo invisible. A descubrir en el aire ­no podría ser más específica si le preguntasen, por eso no suele hablar de ello algunas cosas. Sabe, por ejemplo, que la pareja kikuyu de los viernes a las doce vive una segunda luna de miel, que la adolescente india del piso del jueves a las tres y media es lesbiana mientras sus padres se empeñan en buscarle marido y que en la casa donde está limpiando en este momento hay una pequeña habitación en la que apenas entra la luz, que crece lenta pero inexorablemente desbordándose por el resto de la casa, como el pulgón en sus rosales. Como la cochinilla que tardó casi un mes en eliminar de sus plantas, limpiando concienzudamente las hojas, durante horas, con un trapo impregnado de alcohol, rociándolas varias veces con productos especiales, podando las partes más perjudicadas hasta que la planta estuvo sana. Igual de concienzuda es en estos momentos: barriendo, limpiando el polvo, lavando la ropa, ordenando la casa, fregando el suelo con el limpiador de aroma más fuerte que encontró en el supermercado. De limón, pues el limón, además, desinfecta las heridas y esa habitación le parece una herida infectada, o más aún una necrosis, si fuera posible hablar en esos términos de una casa. Lo intenta con tesón pero la lucha es desigual y ha perdido la esperanza. Ya no espera revertir el avance. Solo frenarlo, conseguir que no siga extendiéndose como la maldita cochinilla que llenaba las hojas de sus rosales con una pátina blanca y pegajosa, impidiéndolas crecer. Atacando sobre todo los brotes más verdes, devastados antes de tener la más mínima oportunidad de desarrollarse.
Desde niña le gustan las plantas. En Ucrania tenía un pequeño jardín y su madre le enseñó a cuidarlas. Sobre todo los rosales. A podarlas antes del invierno con un corte seco y oblicuo para evitar que se acumule agua y nieve. A veces echa de menos Ucrania. Más desde que limitaron el tráfico aéreo. Quiere ver a su madre. Se pregunta por qué no fue antes a visitarla, antes del Día Cero cuando era posible moverse con facilidad. Trabaja demasiado y siempre posterga lo importante porque no ve el momento de tomarse días libres. Pero le gusta lo que hace y sabe que es buena. Algunos clientes se lo han dicho, que es la mejor chica de la limpieza que han tenido. Lo que más le gusta es la sensación de libertad. Si tuviese que trabajar de cara al público, en un bar como su prima segunda, por ejemplo, o en una oficina con los jefes cerca, se pondría nerviosa, se sentiría atada. Pero normalmente está sola en las casas y va a su aire. Como ahora. Pone la tele de fondo y comienza a limpiar por la cocina, siguiendo un orden que los años han ido estableciendo. La televisión es la escuela a la que nunca fue. Sabe leer y escribir. Poco más aprendió en el colegio, que abandonó de muy niña. Pero ahora sabe muchas cosas gracias a la televisión. Algunas inútiles, relacionadas con los cotilleos y la vida de los famosos. Pero otras importantes. Que hay un extraño cinturón de niebla que rodea Islandia y nadie sabe qué está pasando en ese país porque las comunicaciones se han cortado y ni los aviones ni los drones han conseguido atravesarlo. Que en Filipinas hay hombres crucificándose, seguros de que el apocalipsis está cerca. Que el número de gente que afirma haber sufrido una leve ceguera o pérdida del sentido justo antes de la marcha de los animales aumenta. También que en Ucrania ha muerto mucha gente —cifras escandalosas, inimaginables en la Europa del siglo XXI— por culpa de la hambruna y el frío, que no parece que vaya a remitir, al contrario. Viejos y niños, sobre todo. Lo peor es ver a esos pequeños desnutridos, le dijo su madre por teléfono. Porque los niños son la única herencia que podemos dejar. Los viejos no importan. Yo podría morirme ahora mismo. ¿Qué más da? Importan los niños. Son el futuro. Si ellos desaparecen, desaparece el futuro de este país. Un país muerto aunque algunos sigamos respirando. Porque la muerte es la ausencia de futuro. Y el futuro se está muriendo de hambre y frío. Le ha contado también que las madres no dejan de dar el pecho a sus hijos porque apenas tienen otra cosa que darles. Por suerte los cuatro hijos de Daryna viven en Nairobi. La pequeña tiene cinco años ahora. No se imagina dándole el pecho a sus cinco años. La única niña. La única que tal vez se libre de la influencia de su hermano mayor. Porque los otros lo admiran. Admiran al gallito contestón. Quieren ser como él. Quieren su aprobación más que la de su propia madre, y ella rabia porque no se puede odiar a un hijo, pero a veces un poco sí se puede. El fin de semana entraron a robar. No forzaron la puerta. La policía dice que entraron con una llave. Daryna se puso blanca. Gracias a Dios no pudieron ver la palidez de su cara. Cuando colgó el teléfono fue corriendo y rebuscó en el bolso. Allí estaban las llaves de la casa. Sin embargo no se quedó tranquila. Conocía demasiado bien a su hijo. Sabía de lo que era capaz. Otras madres se mienten, no quieren ver aquellas cosas que no les gustan. Pero Daryna no es así. No le gusta mentir ni tampoco mentirse. Por eso abrió de un portazo la puerta de la habitación de su hijo, cruzó el cuarto, levantó la persiana y comenzó a revolver entre sus cosas.
            —¿Qué estás haciendo? 
            El segundo, en la litera de arriba, seguía durmiendo. Daryna abrió el armario y comenzó a sacar la ropa, que fue amontonándose sobre el suelo.
            —Pero, ¿qué coño haces?
            Se agachó debajo de la cama. Sacó unas mancuernas. Después una caja de cartón. Sabía lo que había ahí dentro: revistas pornográficas. Conocía los secretos de sus hijos igual que conocía los de sus clientes.
            —No abras eso.
            Algo en su forma de decirlo le hizo sospechar. No había miedo ni vergüenza en su petición, sino cierta prepotencia. Contaba con el pudor de una madre que sabe los secretos de su hijo y disimula. Por eso, pensó Daryna, es el mejor lugar para esconder algo que realmente no quiere que yo encuentre. Entonces abrió la caja de zapatos y se dio de bruces con las revistas. Senos descomunales, pubis depilados y penes erectos eran su coartada. Ahora lo veía claro. Miró a su hijo que puso una estudiada cara de Ya te dije que no te iba a gustar, seguro de que su madre enrojecería y volvería a cerrar la caja. Pero ella había perdido la vergüenza hacía mucho tiempo, así que no cerró la caja, sino que fue sacando las revistas. La violencia con la que el adolescente intentó detenerla en ese momento disipó cualquier duda que pudiese tener. Allí estaba: una bolsa con marihuana y algunas joyas que reconoció rápidamente. En ese momento y por primera vez en su vida dio una bofetada a su hijo, que se quedó inmóvil. Daryna cogió la caja y salió de la habitación. Lo primero que hizo fue tirar la marihuana al inodoro. Lo segundo marcar un número de teléfono.
            —Fue mi hijo. Lo siento mucho. El del robo, quiero decir. En cuanto pueda me pasaré por su casa para devolverles lo que se llevó. Si falta alguna cosa yo lo pagaré. No se preocupen.
Las estanterías comenzaron a desbordarse de libros apilados unos encima de otros y el perfecto orden —alfabético, lo descubrió sin querer mientras limpiaba el polvo— dejó de ser la norma de la casa en la que ahora limpia. Esa fue la primera señal aunque en aquel momento no supo verla. La habitación del fondo, que jamás había sido ocupada, que desde que sus dueños se mudaron a esta ciudad con un contrato como profesores había permanecido sin un uso concreto, comenzaba a extender su influjo sutilmente. Daryna frota el silestone del banco de la cocina, lleno de cacharros, manchas y restos de comida. Los primeros años en esta casa apenas tenía qué limpiar. Sus dueños eran ordenados y pulcros. Daba la sensación de que se levantaban un rato antes de que ella llegase para recogerlo y asearlo todo un poco, como si les diese vergüenza mostrar una casa demasiado sucia. Ahora, sin embargo, las verduras se pudren en la nevera, los cacharros se apilan en el fregadero a pesar de tener lavavajillas y hay libros olvidados por todas partes. Y, aunque sabe que no es posible, la casa le parece más fría y oscura. Como esa habitación en la que nadie entra, que a pesar de su tamaño tiene la gelidez de las cuevas o las casas deshabitadas. Esa habitación que ha comenzado a desbordarse por la casa. En la tele hay un cocinero hablando sobre la dieta mediterránea. Daryna aprendió a cocinar en Manchester. Le hubiese gustado aprender alguna receta de su país. Su madre cocinaba muy bien. La próxima vez que la llame le pedirá que le explique alguna receta. Porque tal vez el sabor de los platos de su infancia haga que su madre viva más allá de su propia muerte. Tal vez una receta, enseñada en el futuro a su pequeña, sea lo más parecido a la inmortalidad que puede existir. Acaba de limpiar la cocina y la ordena a su gusto. En esta casa es ella la que decide el orden. Hay lugares donde todo cambio que realiza es corregido. Pero en esta casa, desde el principio, los dueños han asumido con naturalidad sus cambios. Nunca les han importado demasiado los pequeños detalles: si era mejor colocar los platos en la estantería de arriba o en la de abajo; si los dientes de ajo estaban mejor junto a las hortalizas que en el cajón de los cubiertos, donde incomprensiblemente los solían dejar, sobre las cucharillas de postre. Daryna efectuaba el cambio y ellos siempre lo aceptaban. Por eso durante estos años se ha permitido reordenar todo a su gusto: hasta las plantas. Se les mueren rápidamente pero compran otras. Daryna las cambia de lugar y las acerca al sol. O tal vez las aleja de la pequeña habitación del fondo para que no se marchiten tan rápido. No está segura. Cuando llegó a la casa nueve años atrás no había ninguna planta. De pronto un día se llenó obsesivamente de macetas, como si los colores de las flores pudiesen alejar la oscuridad que expelía la habitación. Aunque más bien ocurre al contrario. Es la habitación la que consigue que las plantas mueran. Puede con todo. Ni las flores ni el desinfectante con olor a limón tienen nada que hacer. La batalla está perdida. Por eso Daryna limpia con desgana el polvo que se acumula en las estanterías atestadas de libros. Libros y más libros, en distintos idiomas, porque ella es profesora universitaria y él enseña inglés en una academia privada, le explicaron una vez. Ella se lo explicó. Él no habla mucho. Apenas se ven cinco minutos cuando Daryna llega. El marido le abre —siempre él— y se sienta frente al televisor a ver el resumen matinal de las noticias con un café en la mano. Ella es más agradable. ¿Hace frío? No sé si ponerme una chaqueta más abrigada o menos. Daryna sabe que ya ha decidido la chaqueta que se pondrá, que solo intenta ser simpática. A menudo la profesora le pregunta por sus hijos. Casi nada, en realidad. Cinco minutos no dan tiempo a nada. Le pregunta siempre cómo van en el colegio. Ella miente que bien. Le pregunta si se parecen a ella o a su marido. La pequeña es clavadita a mí. Le pregunta a qué edad tuvo al mayor. A los diecinueve. Parece a punto de decir algo. Duda. Finalmente no dice nada. En Navidad le regalan, cada año, una botella de vino —su marido dice que caro, aunque no sabe nada de vinos—, una caja de bombones y libros para sus hijos. Probablemente los compran sabiendo que no los van a leer, lo que efectivamente pasa, pues más tarde nunca le preguntan qué les han parecido a sus hijos los libros. Pero la pequeña sí los lee, los cuadernos ilustrados que le regalan por Navidad. A la niña le ha gustado mucho el libro, les dice aunque no le hayan preguntado. La pequeña es diferente, comenta a menudo Daryna a sus amigas. La pequeña es como tú, le dice a su madre. Es fuerte como tú. Pero la niña solo tiene cinco años, así que no está segura de si lo que dice es verdad. De si seguirá los pasos de los otros tres o conseguirá escapar al influjo del mayor. De esa red invisible que va tejiendo en sus hermanos, atrapándolos en ella. Pudriéndolos. Como la habitación en esta casa, piensa Daryna de pronto. Ambas son infecciones que deben pararse pronto para que no se extiendan. Para que no acaben con todo. ¿Se puede odiar a un hijo? Tal vez por amor a los otros, piensa. Tal vez solo en ese caso. Cuando devolvió las joyas y el portátil robados se despidió de sus clientes. Tras catorce años trabajando en esa casa le daba pena irse. Hemos estado hablándolo y no vamos a despedirte. A Daryna se le escapó una sonrisa. No sabe si a todas las chicas de la limpieza les pasa, pero ella toma mucho cariño a los clientes. La primera vez que vio a la pareja escocesa no le cayeron bien. Por su aspecto más juvenil de lo que mostraban sus patas de gallo, su ingente cantidad de libros con títulos pedantes y la discusión política —en términos demasiado intelectuales— que llegaba de la habitación donde acababan de cambiarse para salir al trabajo. No pierdas mucho tiempo con esta habitación, le dijo un día él señalando la puerta del fondo. Por ahora es un trastero. Ya la arreglaremos. Años después la habitación sigue siendo un trastero y su mujer —si es que están casados legalmente, cosa que Daryna duda porque parecen el tipo de pareja que prefiere no casarse— observa a veces la puerta con una mirada vacía cuya explicación está en los botes de antidepresivos y pastillas para dormir que aparecieron en el armario del baño. Atontada ella, es él quien debe asumir el amago de conversación, buscando excusas para humanizar los cinco minutos a la semana que coinciden. No es antipático. Es solamente un poco seco. O necesita más tiempo para volverse sociable. Tal vez a las diez de la mañana es encantador, piensa a veces Daryna. Las siete no es una buena hora para juzgar a nadie. Las noticias de la televisión hablan de nuevo de Estados Unidos y de la recién creada WUA –World United Army para luchar contra la amenaza del norte. No se habla de otra cosa. Todo ha fallado por ahora, pero no se van a dar por vencidos. Si el barco Esperanza falla tomaremos medidas drásticas, ha dicho uno de los militares al mando. Medidas drásticas. El ministro de Defensa de Irán ha pedido a los gobiernos que construyan búnkeres por si fuese necesario lanzar un ataque nuclear y millones de personas han salido a manifestarse por todo el mundo contra esa idea. Daryna pasa por la habitación y se asoma. Está muy oscura. La pequeña ventana da al patio interior y no entra mucha luz. El estor verde, siempre bajado, no ayuda. La cantidad de objetos acumulados hacen cada vez más difícil entrar en ella. Hay un ordenador antiguo sobre la vieja mesa de la cocina, un radiocedé manchado de pintura, una guitarra, el microondas estropeado, cajas con libros, archivadores y ropa. Empieza a ser difícil entrar, pero no importa porque de alguna forma ya ocupa toda la casa. Desde hace un tiempo entrar en la casa es ya estar dentro de la habitación. Un martes, a los dos años de empezar a trabajar allí, vio que el cuarto había sido limpiado. Habían ordenado la mesa, tirado cajas y apilado el resto con cierto orden. ¿Queréis que la limpie un poco? Puedo barrer y fregar el suelo..., preguntó Daryna al ver el cambio. La mujer miró a su marido, como esperando su aprobación. Él levantó los hombros sin poder evitar una sonrisa. Entonces ella se giró hacia Daryna eufórica ¡Está bien! La vitalidad que mostró ese día no le duró mucho. Un par de meses, quizás menos. Volvieron a apilarse cajas y la lámpara de pie del salón —sustituida por una nueva— inauguró la llegada de objetos destinados a acumular polvo. No se atrevió a preguntar qué había pasado. Una vez los escuchó discutir. Jamás los había escuchado discutir y era precisamente por un tema referente a la habitación. Él quería pintarla y convertirla en un despacho. Ella se negaba, llorando. Hablaban de la habitación pero Daryna sabe que a veces no hablamos de aquello que queremos hablar, que los objetos del hogar son solo excusas para que la pareja discuta sobre cosas más profundas. Que la falta de sal en una sopa, los canales de televisión, el jabón de manos o los pelos en la ducha siempre se refieren a otra cosa. Son excusas para actualizar viejas discusiones. Son excusas para quizás nunca afrontarlas. Para hablar y hablar, siempre de otra cosa, mostrando sentimientos auténticos con justificaciones falsas. ¿No puedes sentarte bien en la mesa?, le dice a veces a su hijo mayor. Como si le importara la correcta forma de sentarse cuando lo único que le importa es comenzar a discutir. Tener la ocasión de levantar la voz. Desgañitarse. Provocarlo una y otra vez para que él le diga de malas maneras que lo deje en paz, se marche de un portazo o incluso la insulte dándole así una excusa para encerrarse en su cuarto a llorar. ¿Es posible que una madre, se pregunta en ocasiones, desee algún mal para su hijo? Y recuerda cuando lo de la lotería, cuando el gobierno de Kenya decidió elegir por sorteo a los voluntarios que zarparían en el barco Esperanza y ella imaginó que le tocaba a su hijo y casi sintió un alivio, y luego lloró por casi haber sentido un alivio.
La habitación no se pintó —si llega el momento de pintarla tendremos tiempo de sobra para hacerlo, zanjó ella—y ahora toda la casa necesita una mano de pintura. Escuchó en la tele que, aunque Atenas era una de las ciudades más sucias de Europa, el metro, a los meses de ser abierto, estaba extrañamente impoluto. Los atenienses, al verlo nuevo y limpio, no tiraban chicles, papeles y colillas al suelo como solían hacer en el resto de la ciudad. Y al darse cuenta de la anomalía, las autoridades decidieron aumentar el número de personal de limpieza. Porque sabían que una sola colilla podía cambiarlo todo. A Daryna le llamó la atención la noticia. Dejó de limpiar y se sentó en el sofá para escucharla. Se imaginó al equipo de limpieza, preparándose en el vestuario como soldados que salen al campo de batalla. ¡Cualquier residuo debe ser interceptado rápidamente, antes de que nadie se dé cuenta! ¿Lo habéis entendido bien? ¿¡Lo habéis entendido bien!? Soldados armados con sus escobas y sus fregonas, inmersos en una batalla que jamás podrán ganar. Porque Daryna nunca ha vuelto a escuchar nada al respecto del metro de Atenas, pero está segura de que esa primera colilla llegó. O un envoltorio de chicle. O quién sabe qué fue, piensa mientras friega el suelo y el aroma a limón inunda la casa, mintiéndole que ha ganado la batalla a esa habitación que más bien es una tumba —¿Puede morir algo que ni siquiera ha nacido? ¿Pudrirse una ausencia? ¿Doler un deseo arrancado? ¿Despertarte por las noches el silencio?, se pregunta Daryna a veces—, una tumba por la que a veces una profesora universitaria llora y su marido lee sin avanzar una sola frase.

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