lunes, 15 de junio de 2020

Entre paréntesis


de Liris Acevedo Donís

(Vamos, Severo, que ya lo practicaste. Ponte ahí, ahora, frente al público, espera que termine tu ex alumno y… ¿cómo es que se llamaba ese chico?...)

-          …les dejo con el escritor y profesor emérito, Severo Duarte, merecedor de este reconocimiento de la academia de las Letras. ¡Adelante, Profesor!

Aplausos del público. Severo entra desde detrás del escenario enfundado en su pulcro traje marrón, cargando el legajo de su discurso en una mano, apoyado en su bastón. Matilde, su esposa, aplaude desde la primera fila. Su rostro cansado y afable, sonríe levemente recorriendo de pies a cabeza la impoluta imagen de su marido que toma lugar detrás del micrófono, al centro del escenario. Severo aclara su garganta. Mira el estrecho espacio frente al micrófono, y su discurso de letras danzantes. Aclara su garganta (Oh, señor, dame la fuerza y el coraje de contemplar mi corazón y mi cuerpo sin asco... ¿y si comienzo así? ¿Si comienzo con Baudelaire en vez de...? Vamos, Severo, no inventes a última hora. Lee lo que traes preparado). Cesan los aplausos. Alguien tose al fondo. Severo despliega los folios sobre el pequeño podio levantando la vista hacia Matilde. Y lee.

           Excelentísimos Señores académicos,

Comienzo mi discurso agradecido por haberme concedido este gran reconocimiento. Diría que no lo merezco, pero he trabajado tan duro toda mi vida, que aunque tenga tantas ideas aún no consolidadas que me persiguen, pecaría de falsa modestia si digo que este premio no me lo esperaba. Esa mentira a mis 77 años sería imperdonable. Entonces, mereciendo este honor…

           El público ríe.

…vengo como el mono aquél de Kafka, lleno de satisfacción por haber superado el estadio animal y haber podido cristalizar gran parte de mis ideas en tomos que han llegado al mundo entero. En eso soy admirable, sin duda (no te dejes halagar por esas risas. Ve al grano, vamos. No vienes a hablar de tí). Pero debo decir también, que en una obra como la mía, obsesionada con el tema de la culpa, todo reconocimiento no alivia mi angustia más recóndita, ésa que jamás ha llegado a calmarse. No admitirlo, sería como si el tiempo nos hiciera olvidar lo que también el hombre ha sido capaz de hacer como los campos de concentración durante el nazismo, ¡y eso también es obra humana! También obras como las del Renacimiento...cierto, pero lo que vengo a decirles aquí es que somos capaces de grandes contradicciones, y que los actos más irracionales y egoístas eclipsan con creces hasta los actos más nobles y filantrópicos. Advirtiendo esto, intentaré pergeñar aquí algunas reflexiones que dejen constancia de que premios como éstos, si bien compensan trasnochos e íntimas recriminaciones, jamás darán la medida justa de lo que debimos sacrificar por él. Y no es casual que hable de morir cuando la notoriedad con la que hoy se me reconoce, sea el único traje que me lleve a la tumba, como suele ocurrir con escritores que le han dado la espalda al mundo. Así que permítanme con este discurso ventilar mi grandes contradicciones, eje de mi obra, para que vean emerger ese gran sentimiento de culpa que no he podido acallar por más que escriba.

Matilde baja los ojos. Saca de su bolso un pañuelo con el que seca el sudor húmedo de sus manos. Escucha a su marido, allí, en lo alto.

Pero no vean en mis palabras sólo la pertinaz autocrítica. Para que se desarrolle en alguien la persecución de una conciencia enlodada, debe preexistir un Pepe Grillo que te hale cada cierto tiempo a la tierra. Vamos, ¡que no te creas las mentiras de tus propias páginas! ¡ni siquiera el talento que todos dicen que en ellas respira! Pero en toda esa farsa, la literatura ha sido mi gran aliada. Tanto, que con ella he podido sortear fallos que en un tribunal de conciencias me hubiera llevado a la horca (¿Por qué das tantas vueltas, Severo? ¡Termina de decir lo que viniste a decir! ¡Sáltate esas páginas! ¡Basta de tanta verborrea!).

           Severo adelanta varios folios. Retoma su discurso, en otro punto. Matilde lo mira extrañada.

Con la literatura, decía, he conseguido una salida lo más ajustada posible a mi condición de esclavo de conciencia.  Y temo que no se entienda bien lo que para mí significa "salida", como dice el mono de Kafka. Lo diré con sus mismas palabras… “empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad - y esto lo digo al margen - uno se engaña demasiado entre los hombres”. Entonces, salida no es libertad, pero al menos he podido creer que es libertad y evitar, huyendo en mis ficciones, que algo se pudra dentro de mí.

Pero si de verdad les interesa, Señores y señoras, lo que voy a contar lo primero que querrán saber. Dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso, como dice mi querido amigo Holden (¿el amigo querido de tu hijo, más bien ¿por qué mientes?). Y recurro a él porque creo que la mejor literatura es ésa que habla de lo que nadie dice, la que está al margen de lo escrito, ésa que debe leerse entrelíneas, entre paréntesis, imaginando aquello que el escritor no dice dentro de su propio discurso. Ojalá pudiera lograr que mi escritura fuera eso, que hablara sobre lo que no se nombrar aún, como si las palabras salieran de un mí mismo sin intermediarios, traducidas por un espíritu superior que habla por mi boca. (¿Creerían si les digo que después de 60 años dedicados a escribir, no he llegado a decir más que incongruencias e hipocresías?) Y a estas alturas,  imitar el habla desnuda y clara de un niño es a lo único a lo que aspiro. Palabras transparentes, monosilábicas, que designen con sencillez lo que nombran,  sugiriendo el hondo significado detrás de ellas. Volver así a creer en dios. Una simple canción pop lo diría mucho mejor que yo, les aseguro (¿Sabrías mi nombre si te viese en el cielo? / ¿Me reconocerías si me vieses en el cielo? / Debo ser fuerte, y seguir adelante, porque sé que no encajo allí en el cielo ¿vas a cantarles esa tonta canción? ¿A la academia?). Digamos que (no intentes ocultar tu tono dolorido, de nada vale ¡Sáltate estas páginas! ¡Bota esa verborrea!) …para mí, escribir ahora, es escribir sobre lo que a nadie le interesa leer. Hablar, por ejemplo, de lo que se sacrifica en el camino de ser un notable escritor al que reconocen en una academia de Letras. Haber dedicado tu vida entera a descifrar y nombrar el mundo sin haber estado jamás presente en tu vida. Tu vida al margen, tomando calladas decisiones para tus personajes mientras que la vida entera de las personas que te rodean se cae a pedazos. Sí. Y diciendo esto no espero que la literatura lance su flotador para poder salvarme, no. Ahogarme, morir, y sin la esperanza de escribir dentro del estómago de la ballena. Digamos pues, que… (No, Severo, aquí no lo nombres. Sería muy tonto traer su memoria entre esta gente que vino a pasar la tarde despreocupadamente, no le interesa tu vida sino tu ficción...) ...digamos que, no estuve esa noche en que mi hijo Gabriel, decidió saltar por la ventana de su cuarto, y mientras yo escribía una historia que ahora mismo ni recuerdo (sí recuerdas, era la de tu sublimado affaire con la chica de la limpieza, no mientas), jamás pensé que dentro de mi casa, mi único hijo, tomaba la decisión de alguno de mis personajes. 

Un ligero murmullo. Severo tose, detiene su lectura. Toma un poco de agua. Matilde estruja el pañuelo entre sus manos, mirando por el rabillo del ojo al Rector a un lado, y al Secretario de cultura, al otro, sin pronunciar palabra.

(Matilde no volverá a hablarte cuando bajes del podio, Severo. No te perdonará sólo porque reconozcas en público, como parte de tu delirio egocéntrico, que no estuviste cuando ella tanto te necesitó. Vamos. ¡Como si tu hijo reviviera oyendo con tu Mea Culpa! Sabes que fue tu hambre de reconocimiento lo que te alejó precisamente de él. Así que calla, por favor, no lo nombres para ser perdonado. Sigue leyendo…o sáltate tanta verborrea y regresa a casa). Retomo a Kafka, y hablo con sinceridad  - por más que me guste hablar de estas cosas en sentido metafórico -, que cuando se trata de la vida sencilla, y de lo que hace mantenernos en pie, sabemos muy poco. Eso que las mujeres de todas las generaciones hicieron sin ufanarse, estar allí presentes a diario, levantar una familia, apoyar al marido sin abandonar su espacio de sombra, de eso, señores, no sabemos nada. Vamos izando nuestros templos por el mundo, alejados del trato cercano que es la vida. ¡Y cuando menos pensamos, sólo estamos hablando de nuestro propio laberinto literario! Desconectados. metidos en cárceles de palabras, olvidamos que la literatura es imagen de esa realidad inasible que vivimos como ficción en nuestra intimidad. Laberinto de memorias que se enfrenta a una perfección jamás lograda. ¿Y el hombre? Pobre, pobre…diría Vallejo. (Vuelve los ojos locos, y la nostalgia de todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada).

Severo mira un punto invisible en el espacio y allí se queda en infinita pausa. Matilde no deja de mirar al suelo sabiendo de qué habla su marido. Hasta que Severo regresa a esa sala, mira frente a él a un público expectante, se humedece los labios con un poco de agua, y sigue.

El hombre,¿Dónde queda el hombre detrás del escritor? ¿Qué hace para nutrir su propia mímesis? Cuando sepa responder con coherencia y humildad a la ecuación del creador que no es dios, podré decir que tanta tinta ha valido la pena. les aseguro. Cuando nadie a tu lado tenga que morir para que tu nombre brille, podré decir que tanta tinta ha valido la pena. Cuando la mujer que oyes insomne recorrer la casa a media noche, esparciendo cenizas de tu hijo en cada respiro, todos la reconozcan como coautora de tu triunfo, podré decir entonces, que tanta tinta, ha valido la pena. De lo contrario, ese rastro que dejo es la herida cruel de una ironía, que como dice Paz, desangra toda analogía. El hombre, pues, detrás de la seguridad de su escritura, es ése pobre romántico que anhela volver al universo armónico que lo expulsó, y entonces se refugia en su ego para no sentir la escisión (has cruzado el umbral de aguas de la Estigia, Severo. No te detengas aquí, sigue navegando. No voltees a ver la orilla. Atrás no hay vuelta. Nómbralo aquí, a tu hijo, que está en la punta de tus labios. Que su nombre resuene en esta sala). Cuando miras largo tiempo al abismo, y el abismo mira dentro de ti, como dijo Nietzsche, no estás con nadie más tú mismo frente a todos aquellos que ofendiste dándoles la vida para luego olvidarles. Estás frente a frente con tu propia creación, sin escapatoria. Y tú, frente al juez de ti mismo, como en un juego de espejos, aterrador e infinito, siempre volverás a esa locura por más que de ella huyas. Perdónenme... (has perdido la brújula, Severo, regresa a tus papeles).

Severo rebusca entre sus papeles algo que no halla. Matilde abajo, se coloca en la punta del asiento a punto de ir a ayudarlo. Pero Severo la mira, sostenido su bastón a punto de caer, y retoma su equilibrio (deberías parar aquí, hombre. Ya no dices nada que aliente a la escritura. mira esos chicos esperando consejos, ¿y vienes aquí a hablarles de la muerte? Aférrate a Vallejo y termina esto de una vez “…Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma. Cierra este dolor así, y concluye con cierta dignidad este discurso). Severo mira al público. Pareciera que dejará de leer y seguirá una charla (ángel pleno de virtud, ¿conoces esta angustia que comprime mi corazón como un papel arrugado?) pero mira a Matilde y retoma las fuerzas. Ahora sólo quiere bajar y abrazarla. Caminar junto a ella la larga ladera hacia su casa en infinito silencio, y abrazarla (¿cómo te devuelvo la vida que te dí, amada esposa?). Mira al público que aplaude y sonríe. Debería terminar aquí…si quiero que ustedes me sigan leyendo. 

El público ríe. 

(entonces di lo que no te atreves. Aunque seas la burla de este templo de saberes). Hablando con sinceridad - por más que me guste hablar de estas cosas en sentido metafórico -, un escritor no puede mentirse a sí mismo aunque sepa mentir tan bien a los demás...En estos días, me ha dado por escuchar un disco de Eric Clapton, un músico que le gustaba mucho a mi hijo… (¿de verdad, vas a hablar de eso? ¿De la denostada cultura popular que tanto te hizo discutir con Gabriel? ¿En serio? Pero mira los ojos de Matilde que ríen. ¿Hacía cuánto tiempo que no la veías reír?)…les decía, en ese disco, encontré una letra tan sencilla pero que superaba con creces todo lo que he intentado decir en este tiempo...porque ¿hay alguna manera no dolorosa de hablar de la muerte? ¿existen palabras bellas, lúcidas, luminosas, nuevas, para hablar de la muerte? (Calla, Severo, no lo nombres.). Y sí, permítanme recitarlas: (Perdóname, Matilde, toda la noche leyéndote mi discurso...sé que no esperabas esto). ¿Sabrías mi nombre si me vieses en el cielo? / ¿Me reconocerías si me vieses en el cielo? / Debo ser fuerte y seguir adelante, porque sé que yo no encajo aquí en tu cielo...

Matilde estruja el pañuelo entre sus puños cerrados. No levanta la mirada del suelo.

…y entonces te preguntas, ¿de qué va todo lo escrito, si no he sido capaz de decir algo tan simple? Y esto, señores, me ha conmovido, siento decirlo. Esas palabras tontas, cantadas por un músico popular que le gustaba mucho a mi hijo. Por eso pido excusas, señores académicos que me honran con este premio, pero olvidé escribir después de su muerte. La vida me ha superado. Las palabras no me sirven. Y la ficción a veces te ayuda, pero otras, como ésta que vivimos mi esposa y yo, no mucho, es la verdad. Cada día es una montaña enorme a la que vemos su inmensa espalda che mena dritto altrui per ogni calle, sin saber cómo hacer para escalarla (poeta Dante que estás en la tierra, en el agua, en el aire, y como Gabriel, en toda la extensa latitud silenciosa). Debo reencontrarme, pues, perdí el camino recto. Porque como dice Holden, el chico de "El guardián del Centeno", si la vida es un juego, les aseguro que es una juego de mierda. Porque si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego es una partida buena, pero si te toca del otro lado, joder…no veo cómo puedas jugar. Y creo que a nosotros nos ha tocado una mala partida. Una que te quita todas las certezas, las ganas de vivir. 

Por eso, ya a estas alturas, creo que los mejores libros son aquellos donde estas conectado estrechamente con la vida. Cuando metido en tu mundo de adentro, sigues respirando el mundo de afuera, en fluir armonioso como la respiración, potenciando entre ambos la vida toda. Son ésos libros que, como me decía mi hijo, cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarlo por teléfono cuando quisieras. Ésos son los libros que desde ahora quisiera  aprender a escribir. No hay muchos así, les aseguro. Pero escribir de ese modo o callar para siempre. No todo tiene que decirse. Y si no escribo más, tampoco pasa nada. Dejemos que el silencio nos escriba, y como dijo el poeta Cadenas, Si el poema no nace pero es real tu vida, eres su encarnación. Entonces, regresar a la vida sencilla sin la obsesión de nombrarlo todo, dejando algo en la sombra inconquistable, como cuando callábamos percibiendo la vida inefable en cuanto nos rodeaba. Y concluyo aquí, que en esa nueva vida de escritor, quisiera que ella fuera nombrada, Matilde Lizarraga, mi mujer y madre de nuestro hijo dormido, porque todo esto que soy y digo, es reflejo de lo que ella emite, y nuestra propia vida es encarnación del poema que no hemos escrito aún. Ella, mi cable a tierra, merece este reconocimiento más que yo, por haber sobrevivido a lo imposible. Por mi parte, y cerrando también con el gran Kafka, he logrado lo que me había propuesto. Y no se diga que el esfuerzo no valía la pena. Sin embargo, no es la opinión de los hombres lo que me interesa (sólo estoy informando. También a vosotros, excelentísimos señores académicos).

Severo guarda sus folios doblados en el bolsillo. Aferra fuertemente el bastón en un puño, y baja, una a una, las escaleras, rechazando toda ayuda de quien viene a su encuentro. Va directamente hacia Matilde que le espera con la mano tendida, y juntos, bajo un aplauso que comienza tímidamente goteando como lluvia fina a su paso, luego se hace cascada sobre techo de zinc, y después tormenta escandalosa por el largo pasillo entre un público sin rostro que se levanta a aplaudirlos, a ellos, a Severo y Matilde con su larguísima sombra detrás del hijo lejos, que salen en mitad de esa tarde saturada de estrellas.


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