jueves, 11 de junio de 2020

Ritual de asepsia


de Liris Acevedo Donís

“…horas bajo la ducha, estrujando su piel hasta enrojecerla…
Eduardo Liendo

La culpa tiene síntomas muy claros. Pero cuando además viene acompañada de obsesiones y claustros, el cóctel es tan fatal como impredecibles sus actos.

Allí estaba él, duchándose por enésima vez, tratando de borrar las huellas del sexo recién disfrutado. Pedro, peor que su bíblico predecesor, me negó más de tres veces, y si fuese necesario me negaría muchas más, lo sé. Sigo con él porque si alguien se preocupa por ti, si te busca, si te manda mensajes todo el día, ¿eso es amor, no? Quizás, cuando todo se sepa, su pánico se transforme en valentía. Nadie es perfecto, y nadie puede ocultarse de sí mismo toda la vida, pequeñísimos gestos lo delatarían. Imagino que encerrado por tantos meses le enseño a confiar en mí, porque si miente, me obliga a mí a mentir y eso no me gusta.

Ahora mismo, mi amado Teniente Coronel está duchándose por enésima vez, intentando borrar el pulso de desbocados corceles que fuimos hace poco. En esa acción de enjabonar, limpiar, frotar, asfixiar todo vestigio de mi olor adherido a su piel, cree que me borra cuando se va. Como si pudiera irme con agua así, sin más. Sé que en el fondo quisiera llevarme consigo aunque enjabone nalgas y axilas, restriegue el pelaje indomable de su pubis tatuado de mi saliva. Pedro, que ha bebido mi amor como nadie lo ha hecho, quizás necesita estar seguro de mí. Le repito que no me voy a escapar, cielo, le digo. Pero igual se lleva las llaves y me deja aquí encerrado. No te me vas a escapar, me dice llenándome de besos. Es uno aquí conmigo y otro allá afuera.

¡Baja eso, por favor! Me grita descorriendo la cortina. La bella Farrah en la tele, se esconde detrás del mueble para evitar que su marido la golpee. El bruto la arrincona y levanta el puño sobre ella, la va a matar pero el teléfono suena. Contesta. Cambia su tono de voz a uno dulce y ríe. Farrah sabe que lo llama la chica con la que ha estado coqueteando en el cafetín, pero se lo negó mil veces, la llamó loca, y ahora la seduce frente a sus narices. Descarado. Women love me, le dice. Ojalá te capen. Pero ¿Tú no entiendes que las paredes oyen? viene Pedro con la toalla atada a la cintura y apaga el televisor. ¡Cielo, déjame ver qué pasa! le digo. Pero ¿Qué va a pensar la gente? ¿que te golpeo? Le doy la espalda en la cama. Siempre en su monte Olimpo, siempre pontificando con su dedo índice en alto (el mismo que tenía metido en mi ano hace poco). Cuando salimos por primera vez me dijo Odio esa lloradera, es signo de debilidad. Luego entendí que lo que odiaba era que cualquier emoción le eche abajo su bien construida imagen. Te avergüenzas de mí. Por eso no salimos juntos, le digo, con un dolor que me atraviesa el pecho. Es por tu bien, bebé, y antes de besarme cierra persianas, bajas cortinas, verificas cerraduras Siempre hay un curioso detrás de las paredes, me dice. Y luego, antes de irse, perfumarse las ingles, ponerse el Rolex, el anillo de casado, la cadena de bautismo. Busca los zapatos bajo la cama. Déjame las llaves, le digo, que quiero salir a tomar un poco de… ¡Está bien!, me dice ¡vuelve a poner tu telenovela! Igual ya me voy. No me las dará nunca. Enciendo la televisión. Farrah llora arropando a sus hijos. Pedro mira, aprieta su cinturón. Esa lloradera no es normal, dice.

-          --- ¿y tú sí eres normal, no? Le pregunto

Viene a mí alzando el índice al techo Lo que soy es un hombre justo, lo sabes. Si por ejemplo – y él siempre es su propio ejemplo – llevo a mis hijas al tiovivo y hay un solo caballito libre, monto a una y la dejo allí cinco minutos… ¡Cinco!

Se sienta al borde de la cama. No tiene  apuro en irse, veo.

-          …a cuenta de reloj. Luego la bajo aunque patalee, y monto a la otra. Ni papi ni lloradera. Un ratito para cada una
-          Pero si te pasas un minutito no pasa nada...- miro al reloj -¿No se te hace tarde?

Como si le lanzara sal a los ojos.

-          ¡Nunca! Si no pones un límite a tiempo, luego es tarde. Todo empieza en la familia.
-          Base de la sociedad, ya me lo has dicho.

Y me pone la mano en el culo. Me sé de memoria su discursito de tradición, familia y propiedad. Sigo viendo a Farrah ¿de verdad, no te ibas?

-          ¿Me estás botando?, susurra.
-          Ya te bañaste, ¿no?

Acaricia mi espalda sin apuro, sólo para llevarme la contraria. Besa la nuca. Las gotas de agua caen de su cabello mojado volcado sobre mí Sabes que no es bueno que andes por ahí solito, bebé Me preocupo. Huelo su perfume y mi corazón se agita. Cuelga la chaqueta de nuevo en la silla, se quita el Rolex, el anillo, la cadena de bautismo. Ya volverá a bañarse. ¿Besas así a tu esposa? le pregunto. Suelta su risa ronca, Los del Ruiz somos una familia seria. Sólo nos besamos por contrato, y ríe. Como el niño huérfano que es, criado por tías que guardaron luto por décadas. Se cree un dios, el ser más perfecto de la tierra. ¿Me vas a atar a la pata de la cama para que no me vaya, verdad? le digo. Se echa sobre mí, insaciable, siempre esta necesidad del cuerpo que no se calma. Tienes suerte de que te quiera todavía, ¿sabes? Dice con respiración agitada, volteándome de espaldas. Empuja mis caderas hacia él, me penetra con ansia hasta vaciarse todo. Y sin esperar a que su corazón se calme, salta del lecho, Cielo, es nuestro olor, déjalo ¿no ves que por más que te laves más hondo penetra? Él me besa y va directo al baño. Abre la ducha.

Allí está, mi Teniente Coronel duchándose por enésima vez, tratando de borrar las huellas del sexo recién disfrutado. La suya es una lucha contra el amanecer antes de que se haga. En la tele. la policía le pregunta a Farrah por qué no tiene signos de violencia, ella dice “Hay golpes que no se ven”. Exacto. Como si un incendio pudiera extinguirse así de fácil. Pedro sale del baño, se peina, perfuma sus ingles, descuelga la chaqueta azul de la silla, el rolex, el anillo, la cadena. Su esposa lo tendrá dentro de poco. Farrah es condenada a cadena perpetua por matar al marido. Las cosas tienen que terminar de alguna forma. Y viendo mi tristeza, Pedro me dice No puedo quedarme, bebé. Cree que todo gira en torno a él. El muy tonto.

¿Se puede amar y odiar a la misma persona?, le pregunto a Nora, la chica de la Línea de ayuda con quien hablo desde aquella vez que casi cometo una locura. Ella sabe de Pedro. A veces creo que está harta de él.

-      Sí. Se puede amar a una persona que no te da lugar en su vida. Pero también puedes odiarte por conformarte con eso – me dice.
-       ¿Darme un lugar? – repito mirándome la rodilla lesionada -. No sé. Me siento triste.
-        ¿De verdad no sabes por qué?

Nora siempre me deja con preguntas que no llevan a nada. Para ella todo es muy simple. Tiene a su familia cerca. En cambio yo no a conozco a nadie en esta ciudad. Cuando entré en las Fuerzas armadas, mi padre nos había abandonado, y mi madre desesperada por tantos críos, pensó que lo mejor era que yo le aliviara la pesada carga. Fue cuando me habló de la milicia con palabras que no eran suyas. Yo me negué de plano. Si algo detestaba más que la escuela era a los militares. Pila de borregos, pensaba. Pero un día escapé de clase con mis amigos, y al regresar, me recibió mi tío Gandolfo, hermano mayor de mi madre, abrió la puerta de su coche y me invitó a dar una vuelta. Yo sabía que era para reprenderme, pero me daba igual. Cuando cogió la autopista hacia la ciudad le pregunté a dónde íbamos. Me dijo que me llevaría donde me harían un hombre. Entró al estacionamiento de la Academia militar, saludó al portero y preguntó por el entonces Comandante Pedro Ruiz. Quise huir pero al ver al buenmozo comandante que llegaba a nuestro encuentro, mis pies pesaban como dos piedras. Sus ojos ámbar me guiaron por el enorme patio lleno de soldados en fila, explicándome las bondades de pertenecer a la milicia cuando se es tan pobre. Aquí te irá bien, dijo con un destello en los ojos. Mi tío Gandolfo bajó mi maleta atada con mecate que me hizo mi madre sin consultarme, y se fue. No lo vi más. En la primera llamada que hice a mamá supe que había muerto.

¿Qué es exactamente ser un hombre? Le pregunté a Pedro acariciando su pecho. Cuando no tienes miedo, me contestó. ¿Y cómo sabes que no tienes miedo?, Bueno, es cuando sientes que nada te importa porque algo más fuerte te guía. Me mira. A los pocos meses de entrar en la armada, lo buscaba por los pasillos, quería alcanzar el rango más alto sólo para estar cerca de él. Cuando me propuso vivir juntos, no cabía de la alegría. Lo dejé todo sin pensarlo, ni siquiera le dije a mamá. Será nuestro secreto, me dijo, pero cuando no lo vi tres noches seguidas, en mi desesperación, intenté salir de este lugar por la ventana. Mi pie resbaló. Sexta planta. Casi no lo cuento. Pedro se puso furiosísimo, pero luego me amó como nunca. Se enciende su móvil desde el sofá. Hoy parece no tener prisa. Esta vez vino cargado con espumante y ostras. 

- ¿Qué celebramos?, pregunto.
Que desde mañana te follarás a un Coronel, y llena mi copa.

Le abrazo con alegría. ¿Y podré ir a verte cuando te condecoren?

-   ¿Quieres?  - emocionado, echa atrás su ralo cabello cano-. ¿Guardas todavía tu traje de gala?

Asentí, pensando que mañana sería nuestro gran día.

-          ¿Y tu familia también irá? ¿tu esposa?
-          ¡Claro! Hasta mis suegros vendrán de Madrid, 

Y me acerca una ostra que rechazo.
-          … ¿algún día saldrás del clóset, verdad?, le pregunto.
-          Sin soldados ningún ejército puede existir – y sorbe una ostra.

Yo me levanto de la mesa. Sus frases hechas me tienen harto. Él hala mi brazo y me sienta en sus piernas.
-          Eres mi sol, ¿no ves?, me susurra.

Es como si nublara mi razón, ¿Pero me darás un beso al verme? – le digo. Si te me acercas mucho, sí, dice. Es ahí cuando se me ocurrió el plan.  

-        ¿Qué te parece, Nora?
-     No sé, Ángel… – duda - Él tiene su familia, su estatus, te tiene a ti. ¿Por qué querría cambiar? Lo tiene todo.
-      ¡Nora, Pedro miente mirando a los ojos, pero me ama! Alguno de los dos tiene que dar el primer paso! 

 Y apenas amanece, cojo el dinero, las llaves que Pedro sí me dejó sobre la mesa, tomo un taxi. La emoción de ver calles, gente, sentir el viento fresco en mi cara, no me deja respirar. Visto mi uniforme de gala y antes de bajar en la Academia, ajusto mi boina. En la entrada veo a Pedro  elegante, con su chaqueta azul y sus guantes blancos. De su brazo, su esposa y sus hijas saludan afectuosas a cuantos se acercan. El General de gesto adusto a su lado quizás sea su suegro. Sí, parece una familia perfecta vista desde afuera. Bajo del taxi, las piernas me tiemblan. Me acerco al portón, el mismo donde me dejó mi tío Gandolfo hace un año. Pedro me mira entrar y su esposa voltea hacia mí con sonrisa congelada. Vienen mis compañeros de promoción a saludarme, hermosamente ataviados con uniformes de Cabo. Serán ascendidos hoy también, como me hubiera tocado a mí de no haberme retirado. Me preguntan qué pasó, por qué no volví más. Apenas me dejan hablar. Pedro al fondo mira de lejos abrazando a sus hijas. Me disculpo, voy a saludarlo. Me presenta a su esposa,

-          Mi esposo luce espectacular desde que juegan al tennis...me dice.

Yo me quedo de piedra. Pedro sonríe y en sus ojos ruega no dejar escapar un mi cielo sin agenda. Al rato ya disfruto extenderme sobre el clima, su hija menor me sonríe coqueta. Casi tenemos la misma edad. Suena mi móvil. Disculpen, ¿Nora? Sí, sí, ya llegué. Luego te llamo. Veo que mis excompañeros me hacen señas y me uno a ellos. Ya en la sala, ¡Ángel, – me llama Luis corriéndose un asiento – aquí! Y con ellos me quedo recordando nuestro tiempo de andanzas. Anuncian el inicio del acto. Silencio mi móvil. Al rato veo que no deja de parpadear con tantos mensajes. Los escucho, Todos son de Pedro. Eres lo mejor que me ha pasado, dice. En otro mensaje. Estás hermoso, bebé ¿el cabo Fernández está coqueteando contigo? Otro, ¿Ustedes tuvieron algo? Llámame. Otro, Necesito verte. ¿Qué? ¿Si acabamos de vernos? Otro, Estoy en mi despacho, ven por favor. ¿Por favor? Lo llamo. Los chicos me ven con picardía creyendo que es alguna novia. Les digo que iré al baño pero me desvío hacia el despacho de Pedro. Sigo por el pasillo solitario. Apenas entro, Pedro me hala dentro de su oficina y me arrincona contra la pared con deseo inusitado. Yo me aparto. ¿¡Pero qué haces!? Él desabotona mi chaqueta sin ocuparse por contagiarse con mi olor. ¿Te gusta ese soldado, verdad? ¿Tienes algo con él? Yo lo aparto ¡¿Pedro?! Comienza a bajarme la cremallera. Un soldado lo busca desde el pasillo,

-          ¡Coronel Ruiz ¿está aquí?! Mi Coronel…

Callamos. Pedro jadeante me baja el pantalón. ¿Estás como loco? ¡te están esperando afuera! pero no oye, me voltea contra la pared. Luis es mi amigo, le digo… ¡Coronel Ruiz…! Lo llaman desde el pasillo. Se detiene, y ordenándome Vete a casa, me suelta. ¿Qué?, le digo. Se abotona la chaqueta, se pone los guantes, ajusta su gorra Te vas para la casa. Allá hablamos, y se asoma al pasillo. Que no, Pedro, le digo. No oye, Salgo yo primero y después de cinco minutos sales tú. Sale. ¡Pedro! Lo llamo. No voltea. Enfadado, acomodo mi camisa dentro del pantalón y salgo resuelto a lo que vine. Me ama, está claro, me repito, y eso me llena de valor. Suenan los primeros acordes del himno de la armada. Me uno al grupo que ya está de pie con las palmas en la frente en saludo oficial. Pedro ya está sobre el podio, junto a la alta jerarquía. Sonríe como un gato y retoma su expresión distante cuando el himno cesa. Nos sentamos. Llega el momento. Con rictus impasible, Pedro pasa al frente. Entonces le digo a Luis que sí, que tengo novia, y saliendo de la fila de asientos, camino por el pasillo en medio de cabos y soldados. Me dirijo al podio. Arriba, los militares de una sola pieza, hacen nombramientos. Aplausos. Le toca al Coronel Ruiz. Nada en sus gestos que contradiga su pulcro uniforme de alto mando. Destacan su amplia trayectoria y él baja la cabeza para recibir la medalla de manos del General. Su familia orgullosa desde la fila cercana. Yo me detengo, estoy hiperventilando. Pero Lo amo, sí, y con miedo sigo mi caminata hacia él. Un soldado me inhibe el paso. El Coronel me espera, le miento. Llegan otros solados, Pedro divisa la confusión desde lo alto. Su índice estira el apretado cuello de la camisa. Le pido al soldado que debo entregar algo importante, y viendo al Coronel Ruiz mirándome, se aparta. Sigue el acto. Subo las escaleras. Y entre aplausos, voy directamente hacia Pedro. Lo miro de frente y digo No tengo miedo, cielo, con el corazón en un puño. Murmullo del público horrorizado.

Entonces siento las palmas de sus manos empujarme con tal fuerza, que caigo del escenario hacia abajo, llevándome la caja de medallas y a unos cuantos solados detrás. Cuando me levanto sintiendo que algo me rompí, Pedro se lanza desde lo alto con más furia hacia mí, ¡…maricón de mierda! dice gritando, irreconocible. Me rodean militares de todo rango y su esposa entra, la veo, se pone frente a Pedro, le pide que se calme. Él se detiene jadeante, la chaqueta de gala hecha girones. Me sacan a rastras, y al pasar junto a él lo oigo repetir no, no sé quién es. Me dejan en un cartucho, esposado, los soldados riéndose al cerrar la puerta. Al rato, su esposa entra al calabozo. Se inclina frente a mí y saca su pañuelo blanquísimo, para pasarlo por mi frente empapada de sudor, apartando mechas de cabello. Los dos callamos. Yo porque aún me duele mucho el pecho. Ella toma me mira, y con una voz pausada, dice, Caballitos de feria. Un ratito tú y un ratito yo. Y sonríe. La miro y recuerdo a mamá, sus ojos detrás de profundas ojeras, hablan del mismo dolor en mi pecho. Me ayuda a levantarme. Pide que me abran la puerta. No es un mal chico, déjenlo salir.  

Nora me hace repetirle la historia por enésima vez. Pero ya te contaré, le digo, recogiendo las pocas cosas en la maleta que ato con el mecate. En el baño abro la ducha. Su olor asciende desde el desagüe como un mal sueño. Mi boca se abre enorme hacia el agua. Enjabono, restriego, asfixio todo vestigio de su olor adherido a mi piel. Las cosas tienen que terminar de alguna forma, me repito, cerrando el grifo. Mis pies mojados dejan un rastro hasta la cama que absorbe el suelo con sed de estepa. Me visto. Dejo las llaves sobre la mesa. Abro la puerta. La luz estalla en mis pupilas y siento la innata pulcritud de mi cuerpo. Emerjo en danza libre y sin mácula, atrás el olor a moho, el cuarto oscuro, toda la vergüenza. La culpa sólo habita en la farsa, pero un cuerpo enamorado nunca miente, me digo sin dudar. En la esquina, una chica de cabello rojo ondea su mano,

-          ¿Ángel, verdad? – me pregunta.

Asiento, reconociendo a Nora.

-          ¡Te atreviste, joder! ¡Eres la verga!

Y calle arriba la sigo, en esta ciudad desconocida, sin peso de culpa.


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Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...