viernes, 24 de abril de 2020

Dos propuestas para publicación/lectura:

La Gárgola  

de Liris Acevedo Donís

Desde el fondo, sus pisadas arrastrando el pie muerto, el sonido metálico de la cadena de hierro cerrando el trastero, bajando los escalones hacia la sala, el viento helado de otro invierno colándose por ínfimas rendijas de la puerta del fondo, cuando ella sale a colgar su ropa. 

No la veo. Pero me se su recorrido de memoria.

Mi compañera de piso de mirada torva, apenas un metro de estatura, con una joroba que la inclina tanto hacia adelante, hacia el propio centro de su estómago, que casi parece respirar desde allí, desde su ombligo, donde ocurren continuos movimientos intestinales, no me deja pegar un ojo en toda la noche. Noches de flatulencias, ahogamientos, bufidos suyos; noches de taquicardias, angustias y claustrofóbicos delirios míos. Al levantarme, la oigo sacar el blíster de pastillas y tomarse dos antes de cualquier fruta. Respirar el aire que no parece llenarle los pulmones, y salir diligente a colgar su escasa ropa gris bajo otra fría mañana que sé que también pasaré junto a esa total desconocida. 


Ahí va. La oigo. Entra de nuevo al baño con su pie a rastras. Respiro su trágico estribillo de asmática sobre mis baldosas, siguiendo su ritual cotidiano desde hace meses. Se desviste en su habitación improvisada - apenas una división deslizable que hice alzar para acoger a quien me ayudara a sobrellevar el alto costo de mi piso-.Abre el grifo, se cepilla los dientes. Deja correr el agua infinitamente, haciendo gárgaras. No parece importarle el alto costo que tenga que pagar, pareciera en ese sentido, que el dinero no le preocupa. Ahora deja correr el agua de la ducha. Entra, después de un tiempo. Yo me hago pis. No me acostumbro a aguantarme estoicamente todavía estando en mi propia casa. El punzante olor a gel de baño se condensa dentro de la casa toda cerrada y los espejos comienzan a empañarse. Permanece así largo tiempo, dejando correr el agua sobre su joroba, refregando su redondo cuerpo retorcido, gimiendo como un elefante sufriente en señal de disfrute, ahora lo sé. Antes me asustaba tanto. Pero ahora simplemente la escucho al fondo de mi habitación oscura. Espero, simplemente, a que se vaya. Simplemente cuento los dedos de mis pies, de mis manos, las gotas de lluvia sobre el tejado cuando llueve, esperando. Se le cae la pastilla de jabón. La recoge con dificultad resbalando su cuerpo contra baldosas. La escucho bufar en su esfuerzo de alzarse, resoplando agua, cayendo sobre su abultado culo, casi hocico, retumba contra la puerta corrediza y al abrirla, secarse con la toalla gris deshilachada. Enciende el secador de pelo. Comienzan a despejarse los espejos de tanta humedad acumulada. Bajo el calor del secador permanecerá largo tiempo intentando domesticar su rala melena, hasta ahogarla en un moño rodeado de pinzas. Entonces, cruzar la sala,  meterse tras el biombo, elevar su cabeza del suelo como si alzar aquel moño hiciera el milagro de alzarle también el lastimado ego, fijado firmemente al mundo con pinzas y laca. Igual no mira de frente; sus ojos permanecen vaciados a pocos centímetros del suelo. Des-almada.

Y entonces, detrás de la pared, echarse encima el mismo abrigo gris desleído, tres tallas más grandes que la suya. Calzarse los mismos zapatos negros de resentido tacón que a fuerza de betún aún resisten; colgarse el pesado rosario de madera al cuello, sobre el que enrolla una pesada bufanda gris deshilachada que parece herencia de una orden cristiana. La escucho. Y recuerdo palabras de mi abuela condenando mis prejuicios, pero desde que la vi entrar en mi casa, no pude evitar sentirla como amenaza. Dicen que el miedo se esconde en lo diferente, que todos nuestros temores habitan allí mismo donde nos desconocemos, pero desde que esa mujer entró por mi puerta, y yo la dejé tomar posesión de mis dominios, no sentí paz. Una cierta forma de mirar metida en sí misma, un decir a medias o callarlo todo, una falsa humildad que mira desde lo alto el devenir humano, su odio claro hacia todos los seres de la tierra a quienes sin duda culpa por su fatal sino, era lo que expelía su presencia. Era, con su pie a rastras, su pierna muerta y su tufo a enfermedades y miserias, aquello que me alertaba que huyera. Pero ¿a dónde? ¿Si me hallaba ahora mismo en mi propia casa?

Intento relajarme. No sentir el aire enrarecido, la oscura marea que deja cuando se va.

Y cuando al fin lo hace, cuando al fin la escucho arrastrar sus pies hasta la puerta, darle vuelta al pestillo, descender dificultosamente cada estrecho escalón de la empinada escalera de este antiguo piso que heredé de mis padres, su cuerpo embojotado en olor rancio aún después del baño, entonces salgo de mi habitación, retomo de nuevo mi casa, libre por volver a estar sola en mis dominios. Pero no es como antes. No. Olorosa a alquitrán y vahos densos, mi casa parece divorciada de mí, molesta, después de dejar entrar a esa extraña. Le enciendo inciensos, velas avainilladas, pero es inútil. Como hacerle devolver a un niño su regalo de reyes después de abierto, mi casa me da la espalda.

Aliviada de descargar mi vientre hinchado de orine, voy por una buena taza de café humeante tratando de ignorar el pesado aire de su presencia en mis muebles amarillos y en mis cortinas naranjas. Abro mi nevera, corto mi barra de pan y le unto mi mantequilla. Intento retomar mis aposentos aliviada y tibia, arrancarlos del recelo, en el silencio de mi cálida mesa frente a la ventana que da al mar. Pero siempre, de repente, regresa su bufido y entro en pánico. Sus pisadas suben la escalera, su pie muerto a rastras, su olor rancio. Abre y me descubre allí, sentada en mi mesa, comiendo mi comida. Sus ojos en lo alto de su moño sin mirarme, susurrando un gutural Bon día. Yo detengo todo hacer. Ella arrastra sus pies bufando hasta el baño, y permanece allí incontables minutos. Baja la cadena, sale, cargando su papel higiénico bajo el brazo. Al irse, suelta el oscuro “Adéu” que se traga la puerta al cerrarse tras ella. Mi corazón permanece detenido algunos minutos.

Tienes que grabarla con tu móvil, me aconsejó Celia antes de irse.

Pero es extraño, no encuentro mi móvil por ninguna parte, y yo soy quien me siento grabada por el móvil de ella. Sensaciones ilógicas, lo sé, no debo fiarme de mis intuiciones que muchas veces resultan prejuiciosas. Jamás hubiera querido compartir mi lugar con nadie, cierto, mucho menos con quien no tuviera nada en común conmigo, es todo. Y tampoco confío en eso que llaman "instinto" y que atribuyen a algo propiamente femenino. Tonterías. Para mí la vida ha sido un largo sobreponerme a sucesivas muertes, tratando de alzar en pie lo que ellas me dejaron. En general, deudas, hipotecas, mudanzas. Pero en vista de que mi pierna no se recuperaba de su última caída, y que mis economías decaían dejándome con más deudas, no se me ocurrió idea más feliz que compartir mi piso con alguien. Al inicio me animó tener compañía, sobretodo en navidades. Pero al pasar el tiempo y no hallar a nadie animado a pagar lo que yo pedía, terminé aceptando a quien sí aceptó el alto precio. Su aspecto oscuro, casi demoníaco, algo me alertó, y por su enorme semejanza, la llamé "Gargola", y me reí toda la noche comentando mi gran genialidad con Celia. Sí, me dijo su nombre, pero no escuché, me importaba comunicarle lo difícil que era para mí tener a alguien desconocido en mi casa. Ella se levantó renqueando y husmeando el lugar, descorrió la pared corrediza mascullando 

-         -  ¿La meva habitació, cert?

Asentí horrorizada por su extraño catalán. Pero me ilusionó que fuera una Gárgola con poderes de espantar lo maligno y la dejé quedarse. Desde entonces se quedó aquí como mi inquilina.

Esta mañana de navidad, ella había tardado más de lo usual en salir del baño. La fuerte neblina afuera impedía la visibilidad más allá de nuestras narices, y supuse que eso la habría retenido por más tiempo en casa. Al salir, ella me sorprendió por su súbita alegría. Llevaba audífonos, y contoneaba su cuerpo al ritmo de una música muda que parecía bastante tropical. Su pierna muerta no la seguía, pero igual la arrastraba al compás de la inaudible música. No sé si fue por el impacto de verla bailar así, o porque salió embutida con un ajustado negligé transparente que no ocultaba ni su joroba ni sus generosas carnes, o haya sido porque el enorme rosario de madera colgaba entre sus tetas luciendo más grande que nunca, lo cierto es que terminé perdiendo el equilibrio y deslizándome en el piso, caí en un sonoro golpe justo sobre la misma rodilla lesionada que me impedía moverme. Y allí, ante tan grotesco espectáculo, pero queriendo salir corriendo lo más pronto, me quedé un buen rato sin alzarme. El dolor de la rodilla, después de eso, no me dio paz. Pero lo más extraño es que ella siguió bailando frente a mí como si nada hubiese pasado, mientras yo me sobreponía al dolor y arrastraba mi cuerpo hasta mi habitación. No es que esperara nada de ella. No. O sí. Al menos, compasión. De su cuello colgaba un enorme rosario, ¿no?

Las calles estrechas del puerto siempre parecen más desérticas, más húmedas, en invierno. Sobre todo si una tiene la movilidad reducida. Y mi pierna, después de aquella caída, empeoró. La inmovilidad me hizo repasar pues, cada detalle de esa tarde; dándole vueltas una y otra vez a lo ocurrido. Y concluí que sí, que ella sí vio cuando me caí. No me lo imaginé. No lo soñé. No fue una corazonada. Ella salió bailando del baño casi desnuda, con el crucifijo tambaleante entre las tetas, y viéndome caer y tirada en el piso, me ignoró olímpicamente. Sí. Vio que me caí y ni se inmutó. No tengo que darle más vueltas. No son prejuicios, no es algo en ella que no se. Nunca en mi vida había visto algo así. Salió del baño, audífonos, bailaba, y ¡plaff! No me tendió la mano. No quiso ayudarme. Y entonces, en una epifanía, decidí pedirle que se fuera de inmediato. Sí, en plena navidad, como en una triste historia de Dickens, siendo yo la casera mala de Crimen y Castigo, no me importó. Si me mataba, bueno, ya vendría alguien a reconocer mi cadáver, y aunque sea muerta, me sacarían de aquí. Ya no temo. Tenía que sacarla de mi casa.

Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Al decirle que se fuera, al gritarle que recogiera sus cosas y se fuera, ella siguió bailando. Se lo repetí más alto, quizás la música no la dejaba oír. Que se fuera. Pero nada. Le dije que no importaba los meses que me debía, y era verdad. Pero allí fue que lanzó la sonora carcajada al techo y siguió bailando. Intenté llamarla, lástima que no recordaba su nombre; psst, hey, te estoy hablando. Nada. Me fui a mi habitación. Miré al techo. Me escuchaba, claro que me escuchaba. Conté los dedos de mis manos, de mis pies. Y me supe presa en mi propia casa. Esa misma noche de navidad, salió del baño perfumada con mis perfumes, ataviada con el pequeñísimo negligé que forraba su enorme panza decorando su cuello con todos mis collares. Noté que detrás de sus labios, pintados con mi carmesí, se ocultaban prominentes colmillos, y que sus garras afiladas pintadas con mi esmalte de uñas, le hacían juego. Cerró la puerta con todas sus cerraduras internas, y se sentó en mi sofá, y abrió mi vino, se atiborró de mis gambas y mis turrones, y hasta devoró frente a mí el Coulant au chocolat que tenía reservado por si alguna visita. Encendió mi televisión, se vio completo el especial navideño hasta sonar las doce, y entonces, en extraño ritual descorchando mi Cava, rió sacando de mi baúl de documentos, incontables legajos que echó por la ventana junto a mi móvil, bajo el estallido de los fuegos artificiales. Fue botándolos, uno a uno, gargareando en éxtasis la inefable alegría que sentía mientras yo la veía impotente desde el umbral de mi cuarto con temor a acercarme. Era como si hubiera decidido que yo no existiría más, y que la mía, era desde ese momento su casa para siempre.

Ahí va. La oigo. Saca su apocada ropa de mi lavadora, sale a colgarla con su pie a rastras, cierra el trastero dejando entrar el viento helado de la mañana. Como si yo no existiera.

Sólo espero que algún pariente lejano o amigo que retorne, note mi falta en el mundo y toque a mi puerta. En ese caso, confío que la gárgola se digne a abrirles y no los espante, y superado el susto, los deje entrar.



Hay cosas que no se hacen

de Liris Acevedo Donís


“Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora,
así el infortunio es necesario para descubrir ciertas minas misteriosas
ocultas en la inteligencia humana.”

Alejandro Dumás 


¡No! ¡No me lo preguntes más!



Y balanceándose sobre la silla de la amplia y solitaria sala de espera del Hospital a esa hora, Rebeca es incapaz de mantener la mirada fija sobre su amiga, que sólo quiere saber la verdad, porque toda responsabilidad caerá sobre ella como directora una vez se dilucide el asunto Eso lo sabe. Por eso, antes de que vengan por ella y le pregunten, Jacinta insiste en sacarle la verdad de su propia boca. Pero Rebeca calla, tapa sus ojos con las manos aún llenas de astillas de madera clavadas como alfileres, porque aun habiéndolo hecho, y allí en Urgencias, quizás agonizantes, no se arrepiente de nada. 

¡Me tomó por estúpida, Jacinta! Rebeca mira con ojos aún inyectados en sangre.

¿Pero entonces sí lo hiciste aposta, Rebe?

La pregunta retumba en el recinto hasta llegar a oídos de Rebeca como eco lejano. Jacinta acaricia las manos temblorosas de la amiga con quien ha trabajado por tantos años, buscando arrancarle en susurros algo parecido a una confesión. Rebeca retira sus manos.


Tú sabías bien lo que venía pasando…Rebeca le recrimina.

Una enfermera irrumpe al fondo. Mete una moneda en la máquina de café. Espera. El líquido llena el vaso de cartón. El sonido agudo y la luz roja indican que ha finalizado. La enfermera coge el vaso humeante y cerrándose el sweater hasta el cuello, pasa junto a ellas. Cierra una ventanilla por donde se cuela el frío de la noche. Sus pisadas retumban mucho después de haber cerrado la puerta detrás de ella. Jacinta se defiende

¿Pero cómo se te ocurre decirme eso? ¡Yo no tenía ni idea de nada, Rebe! Tenía encima el estreno de la obra, ¿te parece poco?

El tictac del reloj llena la sala. Tres cuarenta de la madrugada.
Jacinta se calma; mira la frente sudorosa de su amiga, acaricia su corto cabello empapado de sudor. Su nuca tensa como cuerdas de guitarra.

¿Te apetece un café?

Rebeca no la mira; escucha entretelones ante sí el bullicio del público en espera de que comience la obra. Cinco minutos de retraso, Le sorprende la gran cantidad de público esa noche del estreno. Rodrigo, su ayudante, le pide ir a chequear la manivela del techo, tal como ella se lo ha pedido. Suben juntos la tramoya hasta llegar a la silla de control del aparataje, para constatar que todo ajusta bien. Esperan que no vuelva a atascarse la palanca al hacer descender el pesado techo al suelo. Rebeca lo prueba: descender, ascender, y lo detiene abruptamente. Las guayas de metal chirrían deteniéndolo con prontitud. Perfecto, un poco más de aceite y listo, Rodrigo, ¿vale? Rodrigo asiente siguiendo sus indicaciones pero admirando el techo móvil se le escapa ¡A nadie se le ha ocurrido una cosa así, jefa! ¡Eres genial! Rebeca niega, ¡Que no me llames jefa! y vuelve a bajar la escalera por el torreón de tramoya esbozando una sonrisa. Pero sí, está orgullosa de lo que creó: una escenografía orgánica que no detiene la acción en su momento más importante. Sí, soy una genia. Y así se lo explicaba a Jacinta cuando ella le confió la Escenografía de su nueva obra.

El falso techo reemplazará el decorado anterior descendiendo desde lo alto, hasta sustituirlo completamente por otro decorado, ¿entiendes? Así no tienes que interrumpir la trama.

¿Pero la madera no es muy pesada, Rebe? Mira que los actores seguirán abajo…

Es una plancha DM natural de 5 mm de grosor, hecha de serrín aglutinado con resina sintética. Lo mejor que encontré. Ellos saldrán un poco antes, con el cambio de luces. Hay que advertirles con tiempo, es todo.

No sé, Rebe… pero, bueno, tú eres la experta.

En la sala de espera, Jacinta ve a un médico de guardia y va tras él. Rebeca escucha preguntarle por los pacientes que acaban de ingresar en emergencias. No hay noticias aún. Siguen en cirugía. Rebeca la mira venir arrancando las astillas de sus manos con sus dientes. Jacinta se sienta a su lado Hay que esperar y Rebeca asiente mirando sus manos la noche antes del estreno aun serrando, cortando la madera, puliendo el grueso tablón que colgará en lo alto sin obstaculizar la iluminación central. Vaya a dormir, jefa. Le aseguro que mañana eso estará listo apenas llegue, ya verá. Pero Rodrigo sabe que Rebeca no se detendrá hasta que termine de ajustar el falso techo al del Teatro Nacional. Mis manos se conocen estos trasnochos, querido. Vete a dormir tú ¿sí? mañana nos espera un largo día. 

Le ajusté bien los cilindros de metacrilato, las bolas de vidrio, todos los tornillos y bisagras para que transparente la luz sin problemas con el cambio de escena ¿entiendes? Ya no tienes que descorrer el telón. Basta el cambio de iluminación cuando Otelo escondido escucha conversar a Yago y Casio, y luego la escena en la íntima habitación de Otelo y Desdémona la noche de su muerte. Después bajamos el techo ¿entiendes?

Jacinta asiente con la misma emoción de su amiga convencida de la idea. Tú eres la experta. Pero jamás imaginó que todo acabaría así. En la sala de espera, Jacinta abre un caramelo y lo come. Busca otro en su bolsillo para ofrecerlo a Rebeca, pero en vez, saca el móvil de Gonzalo con la pantalla estrellada. Lo enciende. El aparato se ilumina. De inmediato aparecen las fotos de Desdémona en poses provocadoras. Lo cierra de golpe y lo mete de nuevo en su bolsillo. Silencio.

¿Siguen ahí, no? Pregunta Rebeca.

¿Mmmm? ¿Qué cosa?

Las fotos de la putilla ésa, ¡vamos! dice Rebeca sin cambiar el tono de voz. Mil veces me lo negó ¿recuerdas? ¿Por qué ellos se creen más listillos que nosotras? ¿Me vas a dar el puto caramelo?

Jacinta saca el caramelo del bolsillo y se lo da. 

Ya Rebe, todavía no sabemos nada.

¿Pero viste su móvil, no? Ahí están las pruebas. ¿Qué más hay que saber? Y come el caramelo.

Rebeca desde lo alto, en la oscuridad detrás de bastidores, mira ante sí la representación. Otelo escucha a hurtadillas la conversación entre Yago y Casio, y es cuando Rebeca nota un detalle: del medieval traje del moro sobresale un modernísimo pañuelo rojo de Zara. ¿Qué hace eso ahí? Y recuerda que vio ese mismo pañuelo momentos antes en el camerino de  la Desdémona. Le hace una señal a Jacinta al otro lado del escenario. Jacinta mira el pañuelo y horrorizada busca a Manuel, el atrezzista, que se lleva las manos a la boca ¡Pero qué hace eso allí! Y entretelones llama al Otelo ¡Pssst! Gonzalo voltea, no entiende. Da unos pasos atrás disimuladamente, y acercándose a Manuel, éste le hala el pañuelo rojo del bolsillo y lo empuja de nuevo al proscenio. Otelo evita caer. Aplausos.

Un puto, Jaci. Me hizo a mí exactamente lo mismo que le hizo a su esposa conmigo.

En la penumbra, Rebeca mira a Otelo susurrar algo al oído de Desdémona ya echada sobre el lecho. Ambos miran en lo alto a Rebeca, que los ve entre tramoyas. Se encienden las luces y Otelo toma a Desdémona por la cintura, pero Rebeca ya sabe que ése no es el abrazo de Otelo sino del infiel Gonzalo asiendo en secreto a la mujer que ha venido a colarse entre ellosRodrigo, viendo a Rebeca jugar distraidamente con la palanca que sostiene, pregunta ¿Todo bien, jefa? Pero Rebeca no escucha. Las luces rojas comienzan a apagarse y Jacinta da la señal desde abajo para hacer el planificado cambio de escenario. Rebeca aprieta la manivela cuando sobre el lecho Otelo abraza a Desdémona. Las guayas de metal rechinan. Sí, fue una idea genial, sonríe Rebeca aferrando con fuerza la palanca.

¡Pero la chica no tiene la culpa, Rebe! ¡Ella es otra víctima!

En tanto, Jacinta saca de su bolso otra servilleta y seca la frente de Rebeca que aún suda profusamente. Limpia la saliva de las comisuras de sus labios. Rebeca le quita la servilleta y la estruja entre sus manos deshaciéndola en hilachas. Otelo se acerca a besar a esa insulsa, acaricia sus muslos, Jacinta ¿tú te diste cuenta? Mira sus propios muslos enfundados en sucios vaqueros de trabajo llenos de serrín, Este oficio me lo enseñó mi padre. Es lo que más quería hacer desde niña, construir muebles como él, que nacieran de mis propias manos. Rebeca mira sus manos en la oscuridad, y baja su mirada a la silueta de los actores fundidos en un beso. El musculoso cuerpo de su hombre apretando los senos de ella sobre su pecho. El zorro viejo valiéndose de la tonta para trepar más alto, ¿no? a esos listillos se les debería castrar. Rebeca aferra con fuerza la palanca. El techo tiembla sobre ellos. De cirugías nadie entra ni sale. Rebeca tritura ruidosamente el caramelo. ¿Cómo es que fui tan ciega?

Y entonces, ciego de furia, Otelo se encima sobre Desdémona hincándole los dedos en el cuello. ¡Cuidado con jurar en falso, princesa; piensa que yaces en tu lecho de muerte! y Desdémona tose ¿Pero es para morir tan pronto, amado? Gonzalo se aparta cuidadoso ¡Confiesa tu crimen francamente! pues con negar tus culpas no lograrás echar por tierra el peso por el que gimo agobiado ¡Has de morir! Y vuelve a estrangularla dulcemente con sus poderosas manos. La mano de Rebeca acaricia el pomo de la manivela siguiendo fijamente la acción. Rodrigo mira abajo, Jacinta les indica estar atentos a la salida de los actores. Asiente. Pero al hablarle a Rebeca ve que no oye, que aprieta aturdida la manivela con ambas manos enrojecidas. Mira en trance que Desdémona acaricia con sus garfios esculpidos el rostro moreno de su Gonzalo que disfruta de su roce, que le ofrece su cuerpo frente a ella, como en la intimidad a ella él se ofrece. ¿Cómo es que fui tan ciega?

Empuja la manivela. 

El pesado techo baja abruptamente cuando Rodrigo grita ¡Todavía no, jefa! pero las guayas destraban el mecanismo de poleas y cables, y el techo cae estrepitosamente sobre los amantes.

El público horrorizado sale corriendo en desbandada. Rebeca en calma, mira desde lo alto y entre la densa neblina, los gritos ahogados, la turba que no logra salir, el pánico en sus ojos desorbitados, los bellos programas del estreno pisados y regados por el suelo, una obra de arte, la verdad, lo dice en trance, como fuera de su cuerpo y de su alma, mirando el techo de madera nacido de sus propias manos y al par de amantes aplastados bajo él. Mira entonces a Jacinta allá abajo pidiendo auxilio. Dios, pobre Jaci, toda ilusionada con su estreno, sacando dificultosamente los cuerpos de debajo de las tablas junto a Manuel y a su equipo. Mira que recoge el móvil de Gonzalo y llama desde allí a una ambulancia. Todo confusión, Rebeca desde lo alto arrancando astillas aún clavadas de sus dedos, inspira hondo, cansada, y se levanta tranquilamente Algún día tendré que mezclarme con el tiempo terrestre ¿no? y bajando uno a uno los andamios con agilidad de gimnasta, atraviesa el absurdo caos.

¿Lo hiciste aposta, verdad, Rebe?

El eco de la voz de Jacinta retumba en el largo silencio de la sala de espera.

No. No me lo preguntes más. Y mirándola a los ojos, Hay cosas que no se hacen.

Las puertas de la sala de cirugías se abren. El cirujano sale quitándose los guantes seguido de dos ayudantes. Jacinta corre hacia él. Rebeca la mira alejarse y desde el fondo, sonreír aliviada. Voltear hacia ella, pedirle que se acerque.

Rebeca se levanta con mucho cansancio. Le duele todo el cuerpo, sobretodo las manos. Recorre el largo pasillo sin apuro. A su paso mira la minúscula ventana cerrada y la abre. Respira hondo. Comienza a amanecer. 

Pero lo mejor de todo es que sabe que la función ya terminó. Mejor aún, que ya no habrá segunda temporada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La Becaria

Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...