Oí
llamar el timbre. Sabía que mi hija y el vecinito jugaban en el suelo de la
entrada, al resguardo del calor. Bajé el fuego, me limpié las manos y salí
rápida. Me los encontré de cara.
-
¿Quién era chicos?
-
La Sra. Lucía, mamá – y el vecinito
asentía con la cabeza.
Salí corriendo a la puerta. El sol
abrasador del mediodía y la calle vacía fue lo único que me encontré.
-
No puede ser la Sra. Lucía – les dije
con el corazón apretado de repente.
- Sí
mami y nos ha dicho “he venido porque tenéis algo para mí”.
- Sí,
Dª Lucía, con el pelo blanco y así largo – me aclaraba con gestos el amiguito
de mi hija.
-
No era ella … - volví a repetir y
cerré la puerta.
Me volví a la cocina. No quería que se me quemara el pescado.
La Sra. Lucía había muerto el pasado
invierno.
Don Ramón y doña Lucía trabajaron más de 25
años en Inglaterra, él como mayordomo y ella como ama de llaves de unos ricos señores
a las afueras de Londres, cerca de Richmond Park antiguo coto de caza. Llegado
el momento de la jubilación, sin hijos y con poquísima familia que les esperara, no regresaron
a Madrid, sino que con parte de lo ahorrado todos aquellos años, se compraron
una casa en un pueblo del Mediterráneo, no en la playa pero sí lo bastante
cerca para que el sol y el mar aliviaran los males consabidos de la vejez.
La casa era de una planta, con amplísimo
patio e incluso una rudimentaria balsa de baño y riego; algunos árboles
frutales que ofrecían en temporada granadas, pomelos, nueces, y mucho espacio
más que el matrimonio aprovechó para montar un pequeño gallinero y algo de
huerta. Desde arriba en la terraza, se veía la sierra y buena parte del pueblo.
Otra cosa era el interior de la casa.
Muy al estilo inglés, profusión de alfombras y moquetas, cama con dosel de
terciopelo rojo, cuadros, grabados y fotos dejando sin espacio libre las
paredes, incluso un retrato de la reina de Inglaterra en el comedor. Teniendo
en cuenta los inviernos cortos y la torridez de los veranos, la casa resultaba
extraña y poco práctica. El hábito mediterráneo de abrir puertas y ventanas,
orear y ventilar se daba poco en aquella vivienda, y su interior iba adquiriendo
una pátina poco salubre.
Durante unos años la pareja, vivió
tranquilamente ocupada en dar personalidad a su nueva casa. En el jardín igual
crecieron acelgas que rosas. Una pared del patio se alicató completamente con
conchas que recogían en sus días de playa. En un mercado de antigüedades de la
zona compraron unas cabezas de niño de escayola en cuyas bocas se podía
enroscar una bombilla y fueron colocadas en los puntos de luz del patio. Algunos
gatos que empezaron a andar por allí, habían sido bien acogidos por el matrimonio y
así mantenían a raya a los roedores que
rondaban el gallinero. La colonia de felinos aumentó y creció llegando a ser
desproporcionada y otro sello del hogar de la pareja.
Con los vecinos de la calle tenían una
relación justa, mantenían el porte aristocrático del antiguo personal de servicio
inglés y se movían tal cual.
Un día de verano, D. Ramón no despertó. Cuando
la mujer tomó conciencia de su soledad, empezó por abrir la puerta de su casa.
Barrer la acera, refrescar con agua la entrada al atardecer, sentarse a la
fresca por la noche, ir a la única carnicería a la hora que más mujeres
acudían, incluso subió a la iglesia a menudo.
Las vecinas, llevadas por la curiosidad y algo de
compasión, se prestaron a una mayor
relación con aquella octogenaria arisca hasta el momento. Conocieron a la mujer
que ocultaba pieles, joyas y otros secretos. A la gran interesada en
favores de cuidado y acompañamiento. A
la de palabra amable delante, y enredos detrás. Una a una se sintieron
utilizadas y una a una se fueron quemando con la falsa fachada de una persona
que escondía el egoísmo más auténtico.
Con el tiempo volvió a quedarse sola. Se
sentaba a la fresca a veces con el plato de la cena, pero con la silla girada
hacia su puerta, de espalda, rodeada de sus gatos, silenciosa, sin mirar a
nadie. Los niños que jugaban en aquella calle con salida al barranco, sin coches,
lugar seguro para sus andanzas, corrían el peligro de ser enganchados por el pelo
si pasaban muy cerca de ella con un vete por ahí a molestar.
El
malhumor, el aislamiento, la fue sumiendo en una lenta dejadez y abandono que no
sólo se reflejaba en el hogar y la maleza que invadía el patio. El elegante
moño de pelo blanco se deshilaba, las uñas antes bien cuidadas perdían el
esmalte sin remedio y los zapatos de tacón no tenían brillo; hasta podía salir a la
tienda o ir al médico con el camisón bajo el abrigo de piel. Su salud hizo el
resto.
Escribió a un sobrino cura que era secretario del Obispo de
Lugo y consiguió una plaza en una residencia de la Iglesia. Vendió la casa. Llovía a mares el
día que firmó el acta de venta en el notario, y también llevaba
el camisón bajo un abrigo de piel muy bien abrochado. Dispuso lo que creyó indispensable en un único baúl
que fue recogido por una empresa
transportista, y su sobrino cura la recogió en un coche de alquiler que
les llevó al aeropuerto. Poco más de un año después, en el pueblo se supo que
la Sra. Lucía había muerto.
Dada la inquietud que me dejó el timbre y
la visita inesperada de la mañana, aquella misma noche cuando salimos a la
fresca después de cenar y los pequeños jugaban, me acerqué al corro de vecinas
y comenté lo ocurrido. Curiosamente quisieron oírlo de boca de mi hija y el
otro niño. Los comentarios fueron de todo tipo. Miedo, intriga, incredulidad,
hasta que una dijo que al día siguiente había que encargar una misa por el alma
de la Sr. Lucía, que estaba pidiendo a voces que alguien rezara por ella.
Entonces pensé en el sobrino
cura. El baúl. El viaje. La falta de oración.
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