jueves, 23 de enero de 2020

La Sra. Lucía

                                                                            Amparo B.S.
 
    Era la hora de comer. Estaba friendo pescado y con mi manía de los olores, tenía puesto el extractor y la puerta de la cocina cerrada.

    Oí llamar el timbre. Sabía que mi hija y el vecinito jugaban en el suelo de la entrada, al resguardo del calor. Bajé el fuego, me limpié las manos y salí rápida. Me los encontré de cara.

-      ¿Quién era chicos?

-      La Sra. Lucía, mamá – y el vecinito asentía con la cabeza.

    Salí corriendo a la puerta. El sol abrasador del mediodía y la calle vacía fue lo único que me encontré.

-      No puede ser la Sra. Lucía – les dije con el corazón apretado de repente.

-      Sí mami y nos ha dicho “he venido porque tenéis algo para mí”.

-      Sí, Dª Lucía, con el pelo blanco y así largo – me aclaraba con gestos el amiguito de mi hija.

-      No era ella … - volví a repetir y cerré la puerta.

    Me volví a la cocina. No quería  que se me quemara el pescado.

        La Sra. Lucía había muerto el pasado invierno.

 

    Don Ramón y doña Lucía trabajaron más de 25 años en Inglaterra, él como mayordomo y ella como ama de llaves de unos ricos señores a las afueras de Londres, cerca de Richmond Park antiguo coto de caza. Llegado el momento de la jubilación, sin hijos y con  poquísima familia que les esperara, no regresaron a Madrid, sino que con parte de lo ahorrado todos aquellos años, se compraron una casa en un pueblo del Mediterráneo, no en la playa pero sí lo bastante cerca para que el sol y el mar aliviaran los males consabidos de la vejez.

    La casa era de una planta, con amplísimo patio e incluso una rudimentaria balsa de baño y riego; algunos árboles frutales que ofrecían en temporada granadas, pomelos, nueces, y mucho espacio más que el matrimonio aprovechó para montar un pequeño gallinero y algo de huerta. Desde arriba en la terraza, se veía la sierra y buena parte del pueblo. Otra cosa era el  interior de la casa. Muy al estilo inglés, profusión de alfombras y moquetas, cama con dosel de terciopelo rojo, cuadros, grabados y fotos dejando sin espacio libre las paredes, incluso un retrato de la reina de Inglaterra en el comedor. Teniendo en cuenta los inviernos cortos y la torridez de los veranos, la casa resultaba extraña y poco práctica. El hábito mediterráneo de abrir puertas y ventanas, orear y ventilar se daba poco en aquella vivienda, y su interior iba adquiriendo una pátina poco salubre.

    Durante unos años la pareja, vivió tranquilamente ocupada en dar personalidad a su nueva casa. En el jardín igual crecieron acelgas que rosas. Una pared del patio se alicató completamente con conchas que recogían en sus días de playa. En un mercado de antigüedades de la zona compraron unas cabezas de niño de escayola en cuyas bocas se podía enroscar una bombilla y fueron colocadas en los puntos de luz del patio. Algunos gatos que empezaron a andar por allí, habían sido bien acogidos por el matrimonio y así mantenían  a raya a los roedores que rondaban el gallinero. La colonia de felinos aumentó y creció llegando a ser desproporcionada y otro sello del hogar de la pareja.

    Con los vecinos de la calle tenían una relación justa, mantenían el porte aristocrático del antiguo personal de servicio inglés y se movían tal cual.

    Un día de verano, D. Ramón no despertó. Cuando la mujer tomó conciencia de su soledad, empezó por abrir la puerta de su casa. Barrer la acera, refrescar con agua la entrada al atardecer, sentarse a la fresca por la noche, ir a la única carnicería a la hora que más mujeres acudían, incluso subió a la iglesia a menudo.

    Las vecinas,  llevadas por la curiosidad y algo de compasión, se prestaron  a una mayor relación con aquella octogenaria arisca hasta el momento. Conocieron a la mujer que ocultaba pieles, joyas y otros secretos. A la gran interesada en favores  de cuidado y acompañamiento. A la de palabra amable delante, y enredos detrás. Una a una se sintieron utilizadas y una a una se fueron quemando con la falsa fachada de una persona que escondía el egoísmo más auténtico.

    Con el tiempo volvió a quedarse sola. Se sentaba a la fresca a veces con el plato de la cena, pero con la silla girada hacia su puerta, de espalda, rodeada de sus gatos, silenciosa, sin mirar a nadie. Los niños que jugaban en aquella calle con salida al barranco, sin coches, lugar seguro para sus andanzas, corrían el peligro de ser enganchados por el pelo si pasaban muy cerca de ella con un vete por ahí a molestar.

    El malhumor, el aislamiento, la fue sumiendo en una lenta dejadez y abandono que no sólo se reflejaba en el hogar y la maleza que invadía el patio. El elegante moño de pelo blanco se deshilaba, las uñas antes bien cuidadas perdían el esmalte sin remedio y los zapatos de tacón no tenían brillo; hasta podía salir a la tienda o ir al médico con el camisón bajo el abrigo de piel. Su salud hizo el resto.

    Escribió a un  sobrino cura que era secretario del Obispo de Lugo y consiguió una plaza en una residencia de la Iglesia. Vendió la casa. Llovía a mares el día que firmó el acta de venta en el notario,  y también llevaba el camisón bajo un abrigo de piel muy bien abrochado. Dispuso  lo que creyó indispensable en un único baúl que fue recogido por una empresa  transportista, y su sobrino cura la recogió en un coche de alquiler que les llevó al aeropuerto. Poco más de un año después, en el pueblo se supo que la Sra. Lucía había muerto.

 

    Dada la inquietud que me dejó el timbre y la visita inesperada de la mañana, aquella misma noche cuando salimos a la fresca después de cenar y los pequeños jugaban, me acerqué al corro de vecinas y comenté lo ocurrido. Curiosamente quisieron oírlo de boca de mi hija y el otro niño. Los comentarios fueron de todo tipo. Miedo, intriga, incredulidad, hasta que una dijo que al día siguiente había que encargar una misa por el alma de la Sr. Lucía, que estaba pidiendo a voces que alguien rezara por ella.

    Entonces pensé en el sobrino cura. El baúl. El viaje. La falta de oración.

 

 

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