miércoles, 20 de mayo de 2020

Nueva versión.

Yo controlo 

Un amplio y luminoso salón nos envuelve. El jardín de diseño afrancesado se intuye a través de un ventanal amplio e inmaculado. Estamos sentadas en sendos sillones que nos enfrentan. Es el 7 de abril de un año cualquiera, pero que preludia otra década, la de los cincuenta. Es mi cumpleaños. Por eso la he invitado, para conocer su veredicto.
Parece una muñeca dejada caer, los brazos y las piernas  laxas, flotantes. La cabeza agachada ¿Está durmiendo o sólo manifiesta indiferencia? 
Suave,  pero firme, alzo  su barbilla con mi índice derecho, hasta conseguir que nuestras miradas coincidan. Lo quiero así. Yo dirijo la escena.
Es la misma cara, sin duda, aunque la suya no está surcada por las señales del tiempo que llevo vivido; sus ojos parecen más grandes que los míos. No es el tamaño, es el brillo y la curiosidad que emanan lo que los engrandece ¡Ah! y la sonrisa. Ahí sí diferimos, ella aún no la tiene contaminada por los esfuerzos sino radiante, sincera, insultante, a veces, de tan hermosa.
Su falda hippie deja asomar unos pies vestidos únicamente  con unas tobilleras de corazones y la palabra “love” como declaración de intenciones; y cuando mueve alegre sus brazos para saludarme inicia un musical con los abalorios que los adornan.
–¿Qué tal estás, querida? –le pregunto, mientras tomo con fuerza sus manos con las mías,  para agarrarme a ese pasado que ella representa, el que nos hace una, el que no quiero perder.
Me devuelve la misma pregunta con sus ojos. Comienzo lo que intuyo va a ser un monólogo: 
–Yo estoy bien, ¿no lo ves ? –Subrayo mis palabras moviendo circularmente mi brazo para que se fije en lo que nos rodea, la casa donde habito, mi hogar, en definitiva.
Sigo: 
–Aquí me tienes, como la última vez que nos vimos, disfrutando de un primer y único marido, de dos hijos, chica y chico, como no podría ser de otra manera, de un trabajo apetecible en el que soy la jefa y de un perro de raza, como colofón de una placentera vida occidental burguesa. 
Podría desarrollar, y mucho, ese breve resumen, pero sus facciones, algo contraídas por lo que intuyo tedio, me aconsejan no hacerlo.
Sin palabras es capaz de formular : 
–¿Acaso te fuiste con Miguel de la Cuadra Salcedo a esa ruta que te propuso, en su día? –¿Y qué fue del año sabático para una inmersión lingüística, sin importar realmente el idioma en el que zambullirte? –¿El máster de interpretación cinematográfica lo llegaste a cursar?  ¿Encontraste amigas enamoradas de la vida o sigues con las que yo conocí, casadas con su estatus? 
Presiono fuerte la palma de su mano para detener el interrogatorio. Lo consigo. Soy yo la que sigue mandando. Pero también soy yo la que ahora tiene contraídas las facciones, la que transpira más de lo normal. Sabe que me ha hecho sentir incómoda. Ella lo sabe. Las dos somos conscientes del miedo que me da esa versión amenazante de mí misma. Por eso la cito muy de tarde en tarde, para que no me haga pensar en lo que pudo ser y no fue.
Me recompongo. Respiro hondo y vuelvo a controlarlo todo.
La hago partícipe de la fiesta que me he organizado.
Prepararla yo  tiene la ventaja de no exponerme a ninguna sorpresa. Se lo he tenido que explicar por el sarcasmo que delataba su media sonrisa. 
Le digo que cuando mi marido, mis hijos y una docena de invitados lleguen a la casa me acompañe a abrirles, que se quede a observar. Es discreta y nadie lo notará.
Se ríe ruidosamente, con ganas. 
Se acerca, por detrás,  a mi oído y me hace propuestas : 
–Cuando vengan ábreles la puerta, coge sus regalos y después de besarles diles que celebren tu cumpleaños sin ti, lejos de aquí. Luego regresa conmigo. Agita mucho el Moët & Chandon y dispara el tapón hacia esa horrorosa lámpara  que te regaló tu cuñada a tradición, rómpela en mil pedazos; duchémonos con el champán, chúpalo, en vez de beberlo; no apagues las velas, ni siquiera las pongas, no quieras recordar tu edad, que tanto te pesa; la tarta hemos de tirárnosla y, embadurnadas con ella, comer los pedazos con las manos, con la boca, encima de esa mesa móvil que será nuestro cuerpo. A bocados, aún clavándonos los dientes en la carne. 
Me voy excitando a medida que va calando en mí su mensaje, convencida de la genialidad de la idea. Me siento salvaje, feliz. El reto me enloquece. Estoy dispuesta a eso y a más.
Una voz interior me grita: –No, no seas loca. Vuelve en ti.
Intento hacerlo, juro que intento volver en mí, regresar a los 50,  pero ella, la joven, me coge muy fuerte de los hombros, me acerca más a ella y sin soltarme me besa con furia. Ilusionada como una adolescente me dejo llevar por la pasión, me abre la boca y me introduce la lengua sin dificultad y aprovechando mi entrega me succiona entera. 
Me sudan las manos, la ropa se pega a mi cuerpo,  jadeo por el esfuerzo,  el pelo negro y rizado de antaño se desliza por la espalda como si no tuviera fin. 
Mi osadía, mis fantasías sexuales, mis sueños no cumplidos se agolpan en mi cerebro, que parece despertar, de golpe, de un coma profundo. Me miro al espejo y contemplo, gozosa, una tez luminosa, unos ojos que destellan y una sonrisa post-coital.
–Otra década y otra vida –pienso.
Se oyen voces animadas, mi gente va acercándose a la vivienda, a mi búnker.
Tomo aire y estiro mi ropa, aliso mi pelo, paso los dedos alrededor de los ojos, por si hay algún resto de rímel chivato y con esos movimientos que parecen inocentes he ido recuperando los años extraviados por unos segundos. Sin embargo, no parece que me pesen ahora tanto, noto cierto alivio, — el sexo es lo que tiene –reflexiono. 
Antes de abrir vuelvo al cristal delator y ya no me disgusta tanto lo que se refleja en él: la luz de la piel, el brillo de los ojos y la sonrisa pícara que absorbí de ella parece que se han instalado en mi cara para permanecer aunque sea por unos instantes.
Estoy dispuesta a cumplir el encargo y despedirme sin explicaciones de los de afuera, pero al abrir la puerta mis piernas no me impulsan a un maratón para huir, más bien se anclan en el suelo de la entrada para que me entretenga escaneando a los presentes. Observo, así, a los que tengo delante y con alivio reconozco en ellos parte de mi obra, aún inacabada. Es una creación personal fruto del aprendizaje, de la entrega, del amor, de la amistad; es un producto forjado también por la impotencia, los celos, la incomprensión, el hastío; contemplo así mi vida con un virtual caleidoscopio que me la exhibe fragmentada tanto en retazos brillantes como en trozos de derribo; y alcanzo a comprender que el pasado es el anticipo del hoy, que no puedo prescindir de él, pero tampoco debo darle la exclusividad porque me dejaría huérfana de futuro. 
Ya en el comedor me deshago el moño, me quito los Manolos, descorcho el champagne y, sorprendentemente, el tapón alcanza la lámpara obsequio de mi cuñada que cae abatida; soplo la vela 0, porque el 5 lo he retirado de la tarta; invito a todos a comer con los dedos y a tirarnos la bebida por encima, me miran entre asustados y comprensivos y me siguen el rollo divertidos ; mi marido me sorprende por retaguardia rodeándome con sus brazos como en los viejos tiempos  y ahora es él el que me susurra al oído: –Estás espléndida, cielo. Eres tú, pero distinta.

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