viernes, 22 de mayo de 2020

Un relato de Almudena Sánchez, de "La acústica de los iglús"

EL TRIUNFO HUMANO

                                                                                                                                                                                 Yo quería ir en la dirección opuesta.
                                                                                                                                                                                 T.Bernhrad

Al final, fui al crucero con Camila. Porque me invitó. Me estuvo machacando día y noche con el crucero; el maldito crucero y las hermosas Islas Griegas. Y tuve que ir. Todo pagado. Barra libre. Solteros de categoría. Y una cantante, sobre el escenario, entonando canciones melódicas.
—Beberemos margaritas. Y bailaremos el twist, como cuando éramos jóvenes. Acuérdate de meter una minifalda en la maleta. Pero que sea una minifalda. No me vengas con un trapo hasta las rodillas. Y un top, también, si todavía conservas alguno. Recuerdo, hace años, cuando te ponías purpurina en el escote, refulgías y estabas tan…
Camila es la amiga más pesada que tengo. Con diferencia. Al principio, me  reconfortaba escuchar sus historias, sus blablabla permanentes, esa música doméstica que tapaba mis traumas, uno por uno, gracias a su monotonía de tractor de granja. Escuchar a Camila era mi refugio. No había silencios. El canto de la chicharra, la acústica de los iglús. Me la presentó una amiga de una amiga en una fiesta de disfraces. Ella iba vestida de Marilyn y yo de Capote. Fue una coincidencia demasiado extraña. Y claro, bailamos:
Me gusta la literatura —quise contarle.
Y a mí el acordeón —contestó ella.
Desde ese momento, no paró de hablar. Empezó a encadenar anécdotas que no acababan nunca, con detalles pomposos e ingenuidades sobre las focas marinas, el temblor de las motosierras, el Triángulo de las Bermudas o la mecánica de su ascensor.
—Si la humanidad se alimentara de insectos (¡hay tantos comestibles y nutritivos: abejas, saltamontes, polillas!) se acabaría el hambre en el mundo.
El caso es que a mí me cautivaba su cercanía, la idea de saberme por siempre acompañada, como quien no pierde nunca a una madre; por milagro, devoción o locura, durante toda su existencia. Esa sospecha, mezclada con esponjosas copas de vino y frases cándidas y triviales, me descubrió que soy de las que prefiere el aburrimiento a la angustia. Y eso es un gran descubrimiento. De hecho; cuando se descubre eso, se descubre casi todo.

En el crucero había treinta guardaespaldas. Corría el rumor de que viajaba junto a nosotras una actriz de moda; una mezcla entre Isabella Rossellini y Gloria Swanson, que no pasaba por su mejor momento. Estaba intentando desintoxicarse. Se llamaba Luna Spring.
Yo tenía curiosidad. Me impresionaba viajar con una actriz de moda. Era lo más cerca que podía estar del estrellato, de la anormalidad, del éxtasis, del triunfo humano.
Camila pasaba las tardes probándose ropa. Me suplicaba que no la dejara sola. Además, necesitaba mi opinión. Yo era la única que la escuchaba. Por lo tanto, tenía que quedarme con ella, viendo cómo aplastaba su cuerpo con blusas semitransparentes, camisas estampadas y jerséis lanudos. Se desnudaba sin vergüenza y el sostén se balanceaba sobre su cuerpo ametrallado, de mujer que ha  superado los cincuenta y ha sufrido cuatro operaciones, tres rupturas, dos abortos y una especie de síndrome de Diógenes. Eso fue lo peor; lo del síndrome. Le dio por acumular pajareras hexagonales, cacerolas, embudos, ataúdes y  una bañera para minusválidos. Todo estaba vacío y contenía la nada.
Entre camisetas y pantalones, pasaba la vida. Yo la escuchaba allí fuera; la vida destilando sustratos químicos. Siempre he oído la vida al otro lado de la puerta. ¿Por qué los hechos palpitantes suceden justo al otro lado? Cuando lograba traspasar la puerta y alcanzar el bullicio, las conversaciones sonoras, las arritmias emocionales, los bailes oníricos, los torrentes de lava, las orgías silvestres, ya habían finalizado. Soy como el interruptor chapucero que apaga la luz. Con mi presencia, se acababa el frenesí. En esos momentos sombríos, Camila se agolpaba a mi lado, tan fiel y bonachona que, a veces, me hubiera gustado lanzarle un escupitajo.
A la famosa actriz, Luna Spring, la encontré en los servicios del barco. Estaba ensayando un guion frente al espejo y hablaba en voz alta. Dramatizaba, se enfurecía, se despeinaba, se volvía a peinar y gritaba hasta los confines. Rayos y centellas. Yo no supe qué decirle porque, antes de nada, ella me interpeló:
—Me ha tocado un personaje muy femenino.
Y abandonó el servicio con una sonrisa pletórica, casi de felicidad.
Lo cierto es que me pareció que aquella actriz no estaba tan mal. Su cara  no denotaba tristeza. Tenía los ojos despiertos y brillantes, pese al duro proceso de desintoxicación y a sabiendas de que estaba trabajando en un guion complicado. Camila y yo dábamos más pena. ¿Qué es lo siguiente a la pena? La lástima. Nosotras éramos la lástima errante, deslizándonos por la cubierta del trasatlántico.
¿Cuánto tiempo tendríamos que seguir así? ¿Años, siglos, decenios?
Casi siempre, nos dejábamos llevar por la letanía, el fulgor de las olas, la espuma transitoria, el chillido de las gaviotas. El mar centelleaba  y su brisa era un remedio curativo muy natural. Mis ojos se habían achinado de tanto mirar al horizonte y nuestras melenas se entrelazaban con el revoloteo del viento. Camila tenía una cámara de última generación y fotografiábamos cosas a la deriva, pequeños detalles sin importancia. Por ejemplo, un trozo de pan carcomido.
¿No está prohibido lanzar mendrugos al mar? —me preguntaba Camila— mientras yo miraba hacia el lado opuesto, completamente hacia el otro lado.

La segunda vez que encontré a Luna Spring, fue en el restaurante. Por descontado, yo no le decía nada a Camila sobre mis encuentros fortuitos. Me gustaba tener mi propio secreto e investigar por mi cuenta. Me excitaba, en el fondo, vivir en paralelo, como una detective que descubre el mayor crimen de la historia. Quería experimentar esa fantasía o, simplemente, meterme en líos, pues eso ya es vivir.
Le llevé un café a Luna Spring y ocupé su misma mesa, con calma. Al principio, parecía cansada, con las cejas arqueadas, pero en cuanto me presenté ante ella, cambió su expresión; se convirtió en una mujer risueña, tan sensual, que daba gusto haber madrugado para llevarle un café.
—Eres Luna Spring —le señalé—. La famosa actriz.
Ella removía el café sin hacerme caso.
—¿Qué tal tu nueva película? ¿A quién vas a interpretar?
A una defensora de la donación de óvulos —contestó con dejadez.
Enseguida me fui. Luna Spring me sonrió mientras me iba y yo noté que empezaba a gustarme el mar.
Cuando regresé al camarote, encontré a Camila alterada, con una gran cantidad de trastos a su alrededor, revolviendo todo con un tic nervioso. No podía mirarla  sin reírme a carcajadas.
Ah, ya veo que te parece gracioso —me soltó ella—. Te has ido y mira lo que ha pasado.
Camila había llenado el camarote con montones de salvavidas, tubos, paraguas, un disfraz de sirena, las muletas de alguien, un botella con plancton, sillas plegables y un pez de plástico que si le tocabas la aleta cantaba: Don’t Worry, Be Happy!
—Al menos, eres consciente de tu propia enfermedad. No estás tan mal.
Camila y yo comenzamos a clasificar aquellos objetos, colocándolos en rincones separados, para poder devolvérselos a los ocupantes del barco.
¡El plancton! —gritó de repente mi amiga— ¿Qué haremos con el plancton?
¿El plancton? —me pregunté a mí misma— El plancton lo tiraremos al mar— respondí con firmeza.
¿Y cómo sabremos que no ha muerto? ¿Tú ves algo?— continuó ella con tono alarmado— Es un organismo vivo.
Yo veo una botella de agua y una etiqueta que pone PLANCTON —dije malhumorada—Lo tiraremos al mar.
¿Y se se desintegra? —me instigaba mi amiga— ¿Qué haremos entonces?
Si pasa eso —concluí yo— no podremos evitarlo. Ahora que lo pienso, tú te pareces mucho al plancton.
Como la situación estaba empeorando entre nosotras, abandoné el camarote para que Camila no hablara más. ¿Por qué siempre dialogábamos sobre cosas intrascendentes, estúpidas, pasadas de moda y alejadas de la modernidad? Así llevábamos veinte años, hasta el hartazgo. Mi destino estaba mutilado desde aquella fiesta de disfraces.
Mientras meditaba sobre esto, apareció Luna Spring por el pasillo, rodeada de guardaespaldas, exhibiendo su voluptuosidad. Era una visión esperanzadora entre tanto turista nórdico. A pesar de que ya nos conocíamos, no me saludó. Ni un solo gesto. Pero pude ver cómo se metía en el camarote contiguo al nuestro. Éramos vecinas y esa noticia provocó que me sintiera tan poderosa como un ave rapaz.
Camila devolvió todos los objetos —menos el plancton— a sus dueños, pidiendo perdón de antemano, con lágrimas en los ojos, explicando que era víctima de una enfermedad rara, sin medicación. El hombre, al que le faltaban las muletas, se lo agradeció mucho y le dio su número de teléfono, por si un día de estos. Por si mañana, por ejemplo. Aunque el que más se alegró fue el que recibió el pez cantarín.
Es un recuerdo de mi infancia —gimoteó emocionado.
Aquella noche abandoné a Camila, pese a su insistencia. Estábamos tomando copas en la barra del restaurante y desaparecí. Mi amiga se quedó sentada en un taburete, dando sorbos tristes a un Bloody Mary. Yo me dirigí hacia el camarote de Luna Spring. Me quedé en la puerta, con la oreja pegada, escuchando a la actriz hacer el amor con alguien. ¿Con el hombre sin muletas? ¿El señor del pez cantarín? Cualquiera de los dos era posible, pero se notaba que sus orgasmos eran simulados. Exageraba los gemidos. Piropeaba al hombre —quienquiera que fuera— con un alarido animal. Se quedaba, a propósito, sin respiración. Generaba espectáculo mediante golpes, furia y estrépito de joyas. Se intuía sexo tántrico. Y un sonido textil, de tacones y cremallera.
Me quedé un buen rato —dos horas— con la oreja pegada. Todo sucedió de forma gradual: de los gritos pasaron a los besos, de los besos a los ronquidos, de los ronquidos a los murmullos y de los murmullos a un silencio distante. Me sentía bien. Hacía tiempo que no me dejaban en paz. A decir verdad; nunca me habían dejado en paz. Desde pequeña intenté alejarme de la gente, pero ellos venían y me preguntaban cosas. Yo también tenía muchas preguntas, pero entre órdenes y respuestas, no me daba tiempo a hacerlas. Me preguntaba cuándo podría hacerlo, en qué contexto. La primera pregunta de mi vida, la fundamental: “¿Por qué me castañetean los dientes?” todavía sigue anclada en mi garganta. Y duele igual que una inflamación.
Intenté disfrutar de la intimidad que acababa de robarle a Luna Spring. Tras las puertas, se consiguen pequeños éxitos. Eso se aprende en el cine, en el teatro, en la ópera, en las cárceles, en los palacios.
Justo cuando iba a entrar a mi camarote, me llamaron por megafonía. Camila se había intentado suicidar. Se había tirado por la borda en mitad de la noche. Por suerte, alguien la divisó de lejos y pudo avisar al socorrista. Me pidieron que fuera con mi compañera, que me quedara a su lado para que se tranquilizara.
Es la mejor medicina para ella—me convencieron.
Pero cuando vi a Camila, no sentí ninguna lástima. Ni un pequeño retortijón. Tampoco tuve dificultad para tragar saliva, ni para atarme los cordones, que los llevaba desechos. Ni un atisbo de amargura, algo que empezó a preocuparme. ¿Veinte años de amistad y no sentía una migaja por ella, ni un solo gramo de nada? ¿Estaba sentimentalmente reseca?
Camila decía que era culpa del plancton. Que estaba lanzando el plancton al mar y se cayó. Que lo tiró con mucho cuidado y no tenía visibilidad suficiente, pues el océano lucía oscuro y desolador. Que aquello no era un suicidio. No era lo que pensábamos. Que no estaba loca. Que tenía enfermedades vertiginosas, eso era cierto. Y  poco equilibrio. Episodios de vértigo y un mareo atroz —diabólico— que se manifestaba casi siempre por la noche y le hacía sentirse como un pájaro tiroteado. No es que fuera tonta, sino que iba mareada por el mundo y le interesaban asuntos insignificantes, como el plancton luminoso. Y que amaba la vida, que ella amaba la vida, por encima del crucero, las nuevas tecnologías, el trabajo puntual, las ninfas y el escorbuto.
Camila me apretaba fuerte las manos. Me las estrangulaba. Estaban terriblemente azules, con restos de algas colgando. ¿Qué quería de mí? ¿Qué me suplicaba con sus gestos? ¿Qué desea alguien que te agarra tan fuerte, que te estruja, sabiendo que estamos hechos de carne fría y blanda?
Durante unos minutos, dejé que se desahogara contra mi cuerpo. Aguanté su abrazo frenético, sus poros mezclados con los míos, las arrugas profundas, su temperatura corporal, que subía y bajaba, con espasmos, tics nerviosos, tembleques y un hipo grave que retumbaba en mi oído. El vello de su cuerpo estaba empinado, clavado sobre mi piel y las costras resecas —dermatitis, supongo— a la altura del hombro, se despegaron y empezó a brotar una sangre antigua y pegajosa, que goteaba en mi brazo. Todo aquello (más los estornudos, las mucosidades, la alergia, su aliento a centollo, la respiración violenta) hizo que no pudiera sostener por más tiempo ese abrazo.
Me fui corriendo. Corrí por todo el transatlántico, dando vueltas por las terrazas, esquivando a familias y a padres solteros, hasta que llegué al camarote de Luna Spring. Ni siquiera toqué a la puerta. Entré. Se estaba retocando las pestañas, y por primera vez, desde que subí a bordo de este bote inconcluso, dije una frase clara y sencilla:
—Enséñame a fingirlo todo.

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