viernes, 10 de abril de 2020

Tantas veces como amor, de Kike Parra


TANTAS VECES COMO AMOR

Así es como termina el mundo,
 no con un estallido, sino con un sollozo.
 T. S. Eliot

El año que conocí a Ed y Cate Towsen tuve mi primera relación sexual. Supongo que la manera de ser de mi padre, el hecho de que mamá estuviera en la ciudad y nosotros dos disfrutásemos de un mes entero en la casita del lago, y el haber venerado a aquellos dos hermanos como si de verdad hubiera estado enamorada de ambos, tenía que abocar en mi pérdida de la virginidad y, cómo no, la de mi inocencia. Han pasado algunos años y no encuentro otra explicación.
            El primer día de nuestra estancia en la casita del lago, me desperté antes de que amaneciera ―raro en mí―, antes incluso de que mi padre se levantara para hacer sus ejercicios de yoga. Esa era su manera de expresar que se sentía libre, y la mía de no saber muy bien qué hacer con toda la libertad que tenía por delante, ahora que estaría sin mamá durante cuatro semanas, treinta días sin oír ni una sola vez Alysia esto, Alysia lo otro.
Papá era artista ―un pintor reconocido al que no le hacía falta trabajar por encargo para ganarse bien la vida― y el único padre de los de mi entorno que pasaba largos periodos de tiempo lejos de casa, precisamente en la casita del lago. Temporadas de creación artística, así las llamaba mamá cuando alguien, normalmente alguna de sus amigas, le preguntaba por él y ella tenía que dar una explicación más o menos convincente, el trabajo siempre era una razón importante y «Robert se ha ido a la casita del lago porque está inmerso en una de sus temporadas de creación artística» era la frase que solía repetir en estas circunstancias. Papá nunca me había llevado con él, de hecho, esta sería la primera y la última. Supongo que lo que descubrí en la casita ese verano fue decisivo para que las cosas fuesen así.

La casita del lago estaba compuesta por dos construcciones de madera: una principal con tres habitaciones, cocina, baño y salón, y otra aneja, una especie de garaje o almacén, de unos cuarenta metros cuadrados, a la que se accedía por un enorme portón que papá solía dejar abierto para que entrase toda la luz que, decía, necesitaba para acercase a sus obras con garantías (algo que también conseguía gracias a una ventana larga y achatada que recorría uno de los laterales de la construcción y que quedaba a la altura de mi cabeza). En este garaje-estudio mi padre tenía sus bártulos y un camastro en el que solía echarse la siesta, y a veces incluso se quedaba a pasar la noche.
Mi primer día comenzó siendo aburridísimo. Me había llevado algunos libros, pero ninguno me llamó especialmente la atención. Papá se metió ya de buena mañana en su estudio, y a mí no me quedó más que hacer visitas a la orilla del lago, que estaba a unos trescientos metros, y sentarme a contemplar el paisaje con un libro en la mano del que no pasé del tercer poema. Y eso que no se veían casas, ni personas, ni nada que tuviera que ver con un signo de la civilización, por cualquier lado había árboles, las mismas montañas al fondo, la luz, esa luz dorada, apacible, que te hace percibir todo sin sonidos.
Esa misma tarde llegó el primero de los admiradores de papá, haciendo que la casa pareciese que estuviera habitada y que las personas que había se comportasen con la naturalidad de quienes ya se conocen. Debido a alguna de aquellas visitas mis padres habían tenido discusiones. «No tienes vergüenza» o «qué van a decir» eran las quejas de mamá. Se trataba de chicos que habían estudiando Bellas Artes ―o estaban en ello― y a quienes les había llegado la noticia de que Robert L. estaba en la casita del lago. En esa primera visita papá me pidió que le echara una mano para preparar café o infusiones que luego se tomaba con el acompañante de turno en el porche de atrás, el que tenía vistas al lago. Me dejaba estar con ellos los primeros cinco minutos, hasta que me hacía un gesto con la cabeza para que me fuese. Hubo veces que me dejó quedarme hasta el final, pero no era lo común.
Al parecer, el chico que llegó ese primer día, ya había estado allí en una de las anteriores temporadas de creación artística. Era tímido, tanto que te hacía pensar en alguien que podría no tener voz. No sé si esa era su naturaleza o le imponía estar ante un artista como mi padre. Los artistas pueden ser así de raros. El chico no se quedó mucho rato, lo vi marcharse antes de una hora, sudado, con el flequillo empapado y creo que llorando. Cuando le pregunté por él, papá me dijo que era un viejo conocido. «Ya no vendrá más porque se marcha a Europa con sus padres.» Me dio un poco de pena, la verdad.

Este tipo de vida me dejaba mucho tiempo libre. Papá iba a la suya, por lo que apenas me controlaba, y yo podía salir y entrar de nuestra propiedad a mi antojo. Lo malo era que me tocaba hacer las cosas sola. Hasta que conocí a los hermanos Towsen. La mayoría de las veces aprovechaba para subirme a la bici e ir a su casa. Eran un año mayores que yo, gemelos, y pasaban los veranos con su familia en la casa de verano que tenían a tres kilómetros de la nuestra. Recorría esta distancia varias veces al día por la carretera de tierra que había entre el bosque y el lago, camino por el que también se llegaba hasta el pueblo más cercano. Sé que mamá no lo habría consentido. Hubiera zanjado el tema con una frase tipo «¿Cómo va una niña de quince años a ir sola en un lugar tan inhóspito?». Así era yo también, hacía preguntas cuando quería dejar algo claro.

A Catherine y a Edward Towsen los vi por primera a los tres días de nuestra llegada. Papá estaba terminado sus ejercicios de yoga en el porche. No eran ni las nueve de la mañana. Yo contemplaba la escena desde el umbral de la puerta de mi habitación, a través de la tela mosquitera. No me atrevía a salir por si lo molestaba. No me hubiera echado la bronca, pero sé que habría descompensado, de alguna manera, su equilibrio artístico. Papá era muy quisquilloso en esas cosas.
―Vimos un coche desconocido en dirección contraria al pueblo y supusimos que venía aquí ―escuché que le contaba Ed―. Iba acompañado por una joven de pelo corto, más o menos de nuestra edad.
Ed era muy guapo. Cate también, pero la belleza de Ed tenía algo femenino. Cuando uno se hace mayor se entera de lo que puede provocar la belleza cuando es un hombre quien tiene parecido con una mujer y no al revés. El flequillo rubio le llegaba, en un extremo, casi hasta las cejas y los labios podían ser los de alguien que acababa de comerse un cuenco de cerezas. Si alguien le hubiera hecho una fotografía y luego le hubiese recortado el rostro con unas tijeras, como uno de esos juegos de cuerpos desnudos a los que vas añadiendo vestidos, ropa y modelos de peinado, el rostro de Ed habría sido, sin dudarlo, el de la chica. Papá ladeó el cuello antes de responderle. Era así como miraba sus cuadros.
―Quien iba conmigo en el coche es mi hija. Supongo que querréis que os la presente.
Ed y Cate afirmaron con la cabeza a la vez. Cate era pelirroja, pero no parecía que tuviese ese puñado de pecas que se le forma a los que son como ella en torno a la nariz y los ojos. Vi a Ed sonreír para poner más belleza frente a mi padre. Era como si tuviera una pala con la que iba aumentando el tamaño de un montón de oro.
            ―Alysia, ¿puedes salir? Hay unos amigos que quieren verte ―gritó papá.
Conté hasta diez y salí de mi cuarto con un pantalón vaquero muy corto y una camiseta de algodón con tirantes.
―Han venido a buscarte…
―Él es Ed y yo soy Cate ―se adelantó la chica, dejando un par de paladas más de oro a la vista.
Papá les estrechó las manos y se despidió. Tenía que ponerse a trabajar.
―Hola, Alysia ―dijeron.
Cinco minutos después íbamos los tres montados en nuestras bicis. Esa primera mañana me enseñaron sus dos rincones favoritos. Uno en mitad del bosque, un claro circular donde los abetos conseguían que el sol solo entrase allí un par de horas al día, en el centro, como si un ojo se estuviera abriendo allí mismo. Otro de sus rincones era una apartada zona de baño apartada, con su pequeña playa de arena, donde, me dijeron, se bañaban desnudos todos los días, en las horas de más calor.
No volví a casa hasta el anochecer. Papá estaba en la cocina, preparando unos sándwiches.
―¿Qué tal lo has pasado?
Se le veía contento.
―Nos hemos bañado y he conocido a los padres de Ed y Cate. Me invitaron a comer.
―Lo sé. El señor Towsen ha pasado esta tarde para contármelo.
―¿Os conocíais?
―No, no habíamos coincidido nunca. Vino a presentarse. Ya que tú y sus hijos os habéis hecho amigos.
Esta fue una de las mentiras que me contó papá durante aquel verano. En ocasiones las personas mentimos porque subestimamos a quien tenemos enfrente. El padre de mis nuevos amigos, si había venido anteriormente de visita, no era por cuestiones amistosas o amables al cien por cien. En un lugar como aquel, en el que se pescan truchas con mosca para después devolverlas al río, lo más común era que se pensara que un artista podría ser peligroso, que en algún momento estaría dispuesto a hacer cosas que muchas personas reflexionarían antes de llevarlas a cabo. Además, en el pueblo habían circulado algunos relatos cuyos protagonistas decían ser mi padre y los estudiantes de Bellas Artes. Ninguna corroborada, pero eso en ciertos ambientes es lo de menos.

Ed y Cate pasaban a por mí los días que íbamos directamente al lago. Una mañana los escuché llegar más temprano que de costumbre. Ed llevaba colgada en el manillar una bolsa de tela que se balanceaba como una campana.
―Hay bocadillos. Para los tres. Y refrescos.
Fui al garaje a decirle a papá que me iba, que no volvería a comer. Estaba empezando un cuadro, sobre un lienzo colocado horizontalmente encima de dos caballetes. Representaba el rostro de un hombre. De alguien joven. Solo con los primeros trazos ya se sabía que era el rostro de alguien muy bello. Papá me dijo que me llevara agua y que procurara que no se nos hiciera de noche para la vuelta. Salió a despedirnos. Se acercó a Ed y, mirándole a los ojos, nos dijo que lo pasáramos bien, como si fuese él quien estuviera al frente del grupo. Ed levantó el pulgar y sonrió. Papá hizo lo mismo. Ya no añadió nada más. Sonreía, contento, en el momento de vernos arrancar subidos a nuestras bicis.
En cuanto llegamos, Ed dejó la bici en el suelo y de inmediato se quitó la camiseta. Corrió hacia el agua a la vez que se desprendía de las zapatillas y las lanzaba al aire. Cuando entró al lago se deshizo del pantalón, la última prenda que le quedaba, y lo lanzó hasta la orilla. Soltó un grito como cuando te duchas con agua fría. Cate y yo aún estábamos a un par de metros del agua. Desde el lago Ed nos salpicó.
―No os quedéis ahí. Venga, entrad ya.
Cate había comenzado a desvestirse. Cuando estuvo completamente desnuda se quedó plantada frente a mí.
―Venga, ¿no te quitas la ropa? ―me animó.
Tenía la piel aún más blanca que la de su hermano. Sus pechos pequeños, su pubis como una gran mancha de nacimiento. Desnudas nos parecíamos. Me di cuenta de que me gustaba mirarla, de que la miraba más a ella que a Ed. De que Ed, desde el agua, me miraba más a mí que a su hermana, esperando que mi cuerpo se desprendiera de todo cuanto lo cubría.
El agua estaba fría de verdad. El sol la hacía soportable. Estuvimos tanto tiempo metidos en ella que acabamos acostumbrándonos. La piel se nos arrugó. Nos dolían hasta los pezones. Cuando llegó ese momento, con nuestras manos ya habíamos tocado alguna parte del cuerpo de los otros. Uno de los juegos era pasar buceando por debajo de las piernas. Otro era cogernos de las axilas y, tocando el suelo con los pies, arrastrar en la superficie del lago el cuerpo en horizontal de la persona a quien eligiéramos. A mí se me resbalaron varias veces las manos y dieron con el cuerpo de Cate, sus pechos, su pubis. Ella no dijo nada, ni le sentó mal. En cuanto a Ed, había rozado con su cabello mi entrepierna al tener que pasar por debajo. Para hacer más difícil lo de bucear lo hacía nadando de espaldas, por lo que, cuando no calculaba bien, se daba contra nosotras. No es muy erótico que digamos que una cabeza te dé un trompazo en la entrepierna, pero me entraba un calor ahí abajo que no recuerdo haberlo sentido en mi vida.
Nos secamos sobre la hierba, al sol. Comimos los bocadillos de la bolsa. Nos echamos una cabezadita, a la sombra de un pino. Cuando desperté, Ed había desaparecido. Cate estaba a un palmo escaso de mí, todavía dormida, echada sobre su blusa en el suelo. Quedaba un buen rato de sol. Me puse a contar las pecas que tenía en la zona del escote. Al llegar al número cien me acerqué para olerla. Su cabello olía a manzana; su piel, la de sus hombros, a algo parecido a los gofres de chocolate. Cate suspiró fuerte. Me asusté por si me pillaba así. Me hice la dormida para que no se notase que había estado despierta. En realidad no tenía los ojos cerrados del todo. No hubiera pasado nada por que me pillase escrutando la pigmentación de su piel o su olor. La vergüenza es como una nube gris en el cielo una tarde de feria: hay gente que por el hecho de que aparezca esa nube se queda en casa y no hace lo que tiene tantas ganas de hacer.
Cate me preguntó por su hermano al despertarse. Siempre igual, me dijo, como no le gusta dormir la siesta, me deja sola y se va.
―Hoy no estás sola.
―Ya, me gusta más así.
Me gusta más así, me gusta más así, me gusta más así… Esa frase la estuve repitiendo desde que nos montamos en la bici hasta que llegamos a su casa. No había rastro de Ed. Sus padres nos preguntaron por él, pero las dos nos encogimos de hombros.
           
Esa misma semana conocí a otro de los visitantes asiduos de papá. Clive. Vino por la mañana. Ese día no iba a salir, llovía bastante y era un rollo movernos en bici. Fue el único día que llovió en todo el mes. Escuché el golpeo de los nudillos sobre la puerta mosquitera justo a la hora en la que solían venir mis amigos a por mí y me alegré al pensar que serían ellos, que habían salido igualmente a pesar del mal tiempo. La figura que había tras la mosquitera no era la de ninguno de los dos. Era mucho más alta, más corpulenta. Sonreía mucho, casi de puro nerviosismo, y tenía los ojos negros, como los de esos cantantes mexicanos con guitarras enormes que a mamá le gustaba contratar para sus cumpleaños. Interpretaban boleros que mamá bailaba con los ojos entornados, como si quisiera levitar, casi siempre sola, o agarrada de alguna amiga, hasta que papá se acercaba a ella y no abría más los ojos, pegaba su cabeza al pecho de él y dejaba que las guitarras y las trompetas agotasen el último acorde. Era una delicia verlos bailar. Parecían la pareja perfecta. Cuando sus cabezas se tocaban y descansaban una al lado de la otra irradiaban una ternura envidiable. Acababa la canción y se besaban. Un beso corto en los labios que dejaba algo flotando entre ellos, como si la canción recién interpretada se hubiera vuelto sólida y algunos pedazos se quedasen suspendidos entre ambos como un regalo mutuo que acababan de hacerse.
―Buenos días, señorita. He venido a ver a Robert.
Contemplé su figura empapada, la camisa pegada al cuerpo que el agua había vuelto transparente. Muy similar a los cuerpos tallados, como los de los de los atletas clásicos, que aparecían en las pinturas de mi padre.
―Está en su estudio. Pintando ―le dije, arrastrando las sílabas, en un tono como si hubiera dejado claro que lo más apropiado era que nadie le molestara.
―Soy Clive Patterson. Soy alumno de último curso de Bellas Artes. Me he enterado de que su… su jefe estaba pasando aquí una temporada. No quería perderme algo así: uno no tiene un genio tan cerca todos los días.
―No es mi jefe ―dije molesta―, es mi padre.
Iba a añadir: «Y no es un genio, es mi padre». No lo hice porque me di cuenta a tiempo de que aquel chico no tenía culpa de la lluvia y de mi día sin Cate y Ed.
Clive volvió a mostrar la blancura de sus dientes, y el tamaño que eran capaces de alcanzar sus ojos cuando algo les sorprendía.
―Lo siento. No tenía noticias de que tuviera una hija. ―Quiso arreglarlo de algún modo―: Los genios como él deben de tener una persona a su lado que se encargue de las cosas que no tengan que ver con su pasión, ¿verdad?
Estas palabras no desentonaban con la persona que tenía delante. Ya había utilizado la palabra genio, la palabra pasión, me dijo que había estudiado Bellas Artes. No me parecieron impostadas. Clive había venido en busca del ídolo y eso era lo que esperaba encontrar. Una figura emblemática. Había dejado un buen charco de agua de lluvia bajo sus pies. Supe que no se iría de allí hasta que consiguiese ver a papá. Cogí una revista y con ella sobre la cabeza atravesé la cortina de lluvia incesante para avisarlo de que tenía visita. Papá se alegró tanto cuando le dije que un tal Clive Patterson había venido a verlo que salió afuera sin importarle el chaparrón que iba a encontrarse por el camino que tenía que atravesar para llegar hasta él.

Ni Ed ni Cate conocían a Clive. Les hablé de él al día siguiente. Habíamos vuelto al lago y nos estábamos bañando desnudos. Les conté lo mal que me había caído. Lo de que papá y él se metieron en el garaje y no salió ni a comer ni a cenar.
―¿Y qué hicieron todo el día? ―preguntó Ed.
Llevaba una botella de Coca Cola en la mano a la que daba sorbos. Mientras esperaba mi respuesta dio un último trago, mirándome con un ojo.
―Ni idea. No iba a salir con la que estaba cayendo.
Ed lanzó la botella hacia el centro del lago, con todas sus fuerzas, como con rabia. El agua, ese día, tenía un color distinto del habitual, era más verde y menos azul. Vimos desaparecer la botella, y Cate hizo un comentario sobre que el agua era distinta.
―Claro, es por la lluvia ―dijo su hermano.
Cate le respondió que la lluvia no tenía nada que ver, el lago se abastecía de corrientes subterráneas, no de arroyos o de riachuelos. A Ed le molestó que su hermana le llevase la contraria.
―Si no tienes ni idea, lo mejor es que te calles. Pareces tonta.
Nunca había visto a Ed enfadado. Cate no entró en su juego. Ed salió del agua y se tumbó sobre la toalla. Bocabajo. Cate se mantenía a flote moviendo intermitentemente las piernas. Su cuerpo desnudo y blanco me recordaba a algo hermoso, algo bonito, a un regalo que todavía está envuelto en un celofán de color esmeralda. Ed tenía un cuerpo fibroso, me recordó un poco al que pude vislumbrar de Clive bajo la ropa empapada y pegada a su piel. También me atraía ver cómo su pene aumentaba de tamaño cuando estaba un rato expuesto al sol, me habría gustado tocarlo y saber lo que se sentía (una de mis mejores amigas lo había hecho y me contó que las primeras veces que había tocado a su novio había sido un desastre, algo por lo que no valía la pena perder un minuto más). Aun así, el cuerpo envuelto en papel de regalo de Cate me atraía cada vez más. Teníamos tantas cosas en común que una noche, en mi cama, empecé a tocarme mientras imaginaba que le acariciaba la entrepierna, y no sabría decir si todo el placer que sentí fue porque era yo quien lo recibía o porque me imaginaba que era a ella quien estaba haciéndome aquello. Me dormí sobre la hierba pensando en ese recuerdo. Feliz. Habría sido el mejor día de ese verano si al despertarme no me hubiese visto sola. Ed y Cate se habían marchado y quedaban pocos minutos para que anocheciese.

Llegué a la casita del lago prácticamente a oscuras. No había ninguna luz encendida, a pesar de que ya sería difícil ver una moneda en el suelo. Encontré la bici de Ed apoyada en la pared del garaje, junto al portón. Dejé la mía en el suelo y llamé a papá.
―Estamos aquí ―salió su voz del garaje.
En esos momentos escuché una carcajada de Ed. No me hizo gracia. Aquella sensación de complicidad o de alegría compartida con papá me resultó grosera, como cuando organizas una fiesta de cumpleaños en tu casa y todo el mundo pasa de ti. Mi padre y Ed estaban sentados sobre el camastro.
―Estoy enseñándole a Edward algunas posturas de yoga. ¿Te apuntas?
―No, me voy a la cama. Estoy muy cansada.
Ed había levantado la cabeza y me miraba como lo hace alguien que busca que te reconcilies con él. Tenía desnudo el torso e iba sin zapatos.
―Qué duermas bien, mañana vendremos a por ti a la misma hora ―me dijo.
Fui incapaz de decirle que no quería que vinieran por mí. Que no quería verlos ni a él ni a la pecosa de su hermana. En el fondo era mentira que no quisiese verlos otra vez. A veces, por miedo o porque nuestro reloj no está sincronizado con la vida, disfrazamos las cosas de lo contrario. La verdad era que deseaba que Ed y Cate pasaran a por mí y terminar de contar las pecas de Cate, pero también quería que Ed dejara de hacer yoga con papá, y que papá se pusiera a pintar y no perdiera tanto el tiempo con las visitas. En esos momentos entendí esa frase que alguna vez había escuchado decir a mamá: «¿Para qué quiere ir a la casita del lago si la mitad del tiempo se lo pasa atendiendo a la gente que va a verlo?».
Ya a oscuras en la cama, me volví a acordar de mamá. Qué estaría haciendo a esas horas. Me la imaginé viendo la televisión o cenando en casa de alguna de sus amigas (las amistades de mis padres montaban cenas con cualquier pretexto). Nunca pensé que ella también tendría sus visitas, ahora que no había nadie más en casa, entendía que la normalidad consistía en que ella fuese la que se desplazase a ver a sus amigos. Tampoco pensé que podría tener un amante. La Alysia de entonces era casi una cría. Puede que un año después, solo un año, esta idea ya hubiera surgido en mi cabeza. Pero ahí aún no me había besado con nadie. No había acariciado aún ningún sexo. No había tenido ganas de darle un mordisco a alguien llevada por el deseo.

A partir de ese día, Ed, en vez de quedarse en casa con su hermana al final de la tarde, me acompañaba de vuelta a la mía. Aunque se hiciera de noche. Llevaba una linterna que ataba con un cordel al manillar y con esa luz, tan mala, tan escasa, él decía que le bastaba para llegar a cualquier sitio. Algunas veces se quedó a cenar con nosotros, invitado por papá. Clive y él coincidieron. En teoría, Ed, al ser de menor edad, tenía que irse a casa antes, pero eso no ocurría, alargaba al máximo el tiempo que permanecía en la casita del lago si resultaba que esa tarde estaba Clive allí. En esas ocasiones, el rato que pasaba con ambos, Ed dejaba de ser el Ed que yo conocía. Era como si dejase de ser mi amigo. Me iba a la cama, medio enfadada. Y solo se me pasaba si me tocaba recordando a Cate, aunque a veces, cerraba los ojos y no era ella quien acudía, sino Ed, tomando el sol desnudo.

Al pueblo íbamos muy pocas veces porque era aburrido y caluroso. A aquel día le quedaba algo del frescor que la lluvia había dejado días atrás y el asfalto de las cinco calles no me pareció esa lengua de ternera sucia y reseca de otras veces.
Fuimos a comprar dulces al supermercado. De allí nos marcharíamos a nuestro rincón en el bosque, a charlar, como siempre, a que pasaran las horas mientras hablábamos sobre nuestras cosas ―el verano estaba a punto de terminar y daba la impresión de que los tres teníamos prisa por aumentar nuestros momentos juntos que luego recordaríamos cuando no lo estuviéramos―. Se trataba de volver a esos ratos del día en los que sacábamos a la luz nuestros sentimientos. Sobre todo, nos contábamos historias que deseábamos que ocurrieran. Historias que, debido a nuestra manera de contarlas, se convertían en algo que rozaba la mentira, la exageración. Eso era lo que teníamos previsto hacer. A todos nos parecía genial. Los tres teníamos esa idea en la cabeza al salir de la tienda. Sin embargo, nada de eso ocurrió. No solo ese día, sino ninguno más.

Pillamos a papá y a Clive. Papá conducía su coche y Clive estaba sentado en el asiento del acompañante. Los vimos nada más salir de la tienda. Papá le estaba contando algo sin dejar de mirar al frente. Estaba contento y gesticulaba como un director de orquesta el brazo derecho. Clive no apartaba la vista de su Robert L. Tenía el brazo izquierdo sobre el respaldo del asiento de papá, su mano allí parecía la mano que se queda después de haber masajeado la nuca del conductor, esa mano cariñosa que solo los que sienten amor por alguien extienden en el momento justo.
―¿Es ese Clive? ―preguntó Cate.
―Sí ―le dije.
Ed los siguió con la vista durante unos segundos más. Cómo se alejaba el coche, que enfilaba la salida del pueblo para ir ganando velocidad en la recta larguísima que llevaba al bosque y al lago.
Ed dejó la bolsa de papel con los dulces en la cesta de su bici y se subió a ella, con un pie en el suelo y el otro sobre un pedal, esperando que Cate y yo hiciéramos lo mismo.
―Vámonos de aquí ―dijo, y se puso a pedalear sin esperarnos.
Merendamos en nuestro rincón preferido del bosque. Aquella tarde no hubo juegos ni historias que pudieran ser mentira o no. Nuestras cabezas seguían subidas en el coche de papá.

Era medianoche cuando papá regresó, no venía solo. Escuché, desde mi cama, las dos puertas del coche cerrándose y unos pasos ―seguramente los suyos― que se acercaban a la casa y entraban. Me pareció oír que abría la nevera y enseguida se marchó. No me levanté. Mantuve abiertos los ojos, no podía ver apenas, solo moldear lo que estaba ocurriendo gracias a los ruidos. Luego, los pasos de cuatro piernas se encaminaron hacia el garaje. Unos minutos después, salí de la cama y me acerqué a la ventana de mi habitación. Las luces del garaje estaban encendidas, a través de los cristales podía ver las dos figuras, dos sombras oscuras tras los cristales viejos, rayados y sucios. Una de ellas estaba quieta, de pie, esperando algo. La otra se movía alrededor. Hasta que se juntaron. Estaban tan pegadas que se formó una nueva, del doble de tamaño. La parte de arriba comenzó a moverse lentamente, en un baile, un vals o algo así, a cámara lenta, como la llama de los cirios cuando comienza a arder. Sentí náuseas y tuve que ir corriendo al cuarto de baño, con la mano taponando la boca.

Me desperté en el sofá, sudada, cuando amanecía. Salí afuera. Hacía fresco, aún había rocío en la hierba y una vaharina sutil, como una gasa muy desgastada, se interponía entre mí y cualquier punto al que mirase. El coche de papá estaba en el mismo sitio donde lo había aparcado. El portón del almacén, abierto de par en par. Agucé el oído, pero no escuché nada. Fui hacia el almacén. Mis ojos no vieron nada al principio. Poco a poco se amoldaron a la iluminación de dentro y fue entonces cuando vi a papá y a Ed. Nunca había tenido esa sensación de ahogo. Me llevé una mano al pecho y aspiré, tan lentamente que el aire húmedo y fresco terminó por molestarme. Estaban, ambos, en una esterilla, practicando yoga. Tenían los ojos cerrados. Lo más seguro es que no se hubieran dado cuenta de que estaba allí. Parecían dos bebés a punto de gatear. Estaban a cuatro patas, con la espalda igual que un gato cuando se eriza. Pasé a unos metros de ellos como una nube lo hace sobre las ciudades y las montañas. Ninguno de los dos miraba al cielo. Tuve ganas de descargar toda mi ira. Con lluvia, granizo, rayos. En vez de eso, salí al camino y me puse a correr en dirección a la casa de los Towsen. Era lo que había estado haciendo las últimas cuatro semanas, estar con los hermanos Towsen. Puede que si hubiera llegado al desvío que llevaba hacia su casa hubiese pasado de largo; o puede que hubiese decidido entrar en busca de Cate. Aunque esto es algo que no puedo saber. Antes de llegar a ese punto apareció Ed subido en mi bicicleta. Iba con el torso desnudo y las perneras de los pantalones vaqueros subidas hasta las rodillas. Tenía cara de sueño y de felicidad. En sus ojos no vi ni una sombra de culpa. Era su expresión de siempre, la que puso el primer día cuando me preguntó que por qué no me bañaba o con la que me invitó a quedarme a comer con su familia. Al llegar a mi altura frenó en seco.
―¿A dónde vas? ―dijo sin bajarse de la bici.
―Donde me da la gana.
Ed frunció el ceño, apretó los labios como lo hace alguien que va a darle un beso a algo delicado, un pájaro que ha caído del nido o algo así.
―¿Qué te pasa? ¿Estás enfadada?
―Pues claro que lo estoy.
―¿Porque he estado con tu padre?
―Mi padre puede hacer lo que quiera, a ver si te enteras.
―Entonces, ¿qué te ocurre?
No quería hablar con él. Si acaso, tenía que hablarlo con papá. Aunque me conozco y sabía que con él, llegado el momento, tampoco querría hablarlo.
―Dame mi bici ―le dije.
Ed se bajó y la dejó apoyada sobre la tierra del camino. No tenía cara de estar preocupado o molesto. Me agaché a desatar su camiseta, que estaba enrollada en el manillar. Noté la humedad acumulada. Percibí un olor profundo a Ed (mezclado con el de mi padre), como si la esencia de su aroma corporal estuviera condensada entre los hilos de algodón. Alargué el brazo para dársela. Justo en el instante en que su mano y la mía sostenían la prenda, en vez de abrir la palma y liberarla, apreté más fuerte y con los ojos abiertos me acerqué a él y le di un beso en la boca. Fue un beso largo, con lengua. Con una mano apretaba su camiseta húmeda y con la otra buscaba dentro de su pantalón. Su pene empezó a aumentar de tamaño y entonces cerré los ojos y seguimos besándonos, mientras me preguntaba qué significaba aquel beso.
Nos adentramos en el bosque y lo hicimos. Me follaba y me quemaba, todo a la vez. Surgió una danza que no tenía que ver con la de mis padres y los mariachis ni con la que había entrevisto hacía unas horas a través de la ventana sucia del estudio de papá. Y su pene dentro de mí me trajo las noches en que me tocaba pensando en Cate. ¿Por qué estaba besando a Ed si los besos de Cate seguro que podrían ser más tiernos que esto? ¿Por qué?
           



No hay comentarios:

Publicar un comentario

La Becaria

Hace dos semanas entré como becaria en esta agencia de publicidad. No es la más grande, pero sí de las mejores. Por aquí han pasado grandes...