TANTAS VECES COMO AMOR
Así es como termina el mundo,
no
con un estallido, sino con un sollozo.
T. S. Eliot
El
año que conocí a Ed y Cate Towsen tuve mi primera relación sexual. Supongo que
la manera de ser de mi padre, el hecho de que mamá estuviera en la ciudad y
nosotros dos disfrutásemos de un mes entero en la casita del lago, y el haber
venerado a aquellos dos hermanos como si de verdad hubiera estado enamorada de
ambos, tenía que abocar en mi pérdida de la virginidad y, cómo no, la de mi
inocencia. Han pasado algunos años y no encuentro otra explicación.
El
primer día de nuestra estancia en la casita del lago, me desperté antes de que
amaneciera ―raro en mí―, antes incluso de que mi padre se levantara para hacer
sus ejercicios de yoga. Esa era su manera de expresar que se sentía libre, y la
mía de no saber muy bien qué hacer con toda la libertad que tenía por delante,
ahora que estaría sin mamá durante cuatro semanas, treinta días sin oír ni una
sola vez Alysia esto, Alysia lo otro.
Papá era artista ―un pintor reconocido al que no le
hacía falta trabajar por encargo para ganarse bien la vida― y el único padre de
los de mi entorno que pasaba largos periodos de tiempo lejos de casa,
precisamente en la casita del lago. Temporadas de creación artística, así las
llamaba mamá cuando alguien, normalmente alguna de sus amigas, le preguntaba
por él y ella tenía que dar una explicación más o menos convincente, el trabajo
siempre era una razón importante y «Robert se ha ido a la casita del lago porque
está inmerso en una de sus temporadas de creación artística» era la frase que
solía repetir en estas circunstancias. Papá nunca me había llevado con él, de
hecho, esta sería la primera y la última. Supongo que lo que descubrí en la
casita ese verano fue decisivo para que las cosas fuesen así.
La
casita del lago estaba compuesta por dos construcciones de madera: una
principal con tres habitaciones, cocina, baño y salón, y otra aneja, una
especie de garaje o almacén, de unos cuarenta metros cuadrados, a la que se
accedía por un enorme portón que papá solía dejar abierto para que entrase toda
la luz que, decía, necesitaba para acercase a sus obras con garantías (algo que
también conseguía gracias a una ventana larga y achatada que recorría uno de
los laterales de la construcción y que quedaba a la altura de mi cabeza). En
este garaje-estudio mi padre tenía sus bártulos y un camastro en el que solía
echarse la siesta, y a veces incluso se quedaba a pasar la noche.
Mi primer día comenzó siendo aburridísimo. Me había
llevado algunos libros, pero ninguno me llamó especialmente la atención. Papá
se metió ya de buena mañana en su estudio, y a mí no me quedó más que hacer
visitas a la orilla del lago, que estaba a unos trescientos metros, y sentarme
a contemplar el paisaje con un libro en la mano del que no pasé del tercer
poema. Y eso que no se veían casas, ni personas, ni nada que tuviera que ver
con un signo de la civilización, por cualquier lado había árboles, las mismas
montañas al fondo, la luz, esa luz dorada, apacible, que te hace percibir todo
sin sonidos.
Esa misma tarde llegó el primero de los admiradores de
papá, haciendo que la casa pareciese que estuviera habitada y que las personas
que había se comportasen con la naturalidad de quienes ya se conocen. Debido a
alguna de aquellas visitas mis padres habían tenido discusiones. «No tienes
vergüenza» o «qué van a decir» eran las quejas de mamá. Se trataba de chicos
que habían estudiando Bellas Artes ―o estaban en ello― y a quienes les había
llegado la noticia de que Robert L. estaba en la casita del lago. En esa
primera visita papá me pidió que le echara una mano para preparar café o
infusiones que luego se tomaba con el acompañante de turno en el porche de
atrás, el que tenía vistas al lago. Me dejaba estar con ellos los primeros
cinco minutos, hasta que me hacía un gesto con la cabeza para que me fuese.
Hubo veces que me dejó quedarme hasta el final, pero no era lo común.
Al parecer, el chico que llegó ese primer día, ya
había estado allí en una de las anteriores temporadas de creación artística.
Era tímido, tanto que te hacía pensar en alguien que podría no tener voz. No sé
si esa era su naturaleza o le imponía estar ante un artista como mi padre. Los
artistas pueden ser así de raros. El chico no se quedó mucho rato, lo vi
marcharse antes de una hora, sudado, con el flequillo empapado y creo que
llorando. Cuando le pregunté por él, papá me dijo que era un viejo conocido.
«Ya no vendrá más porque se marcha a Europa con sus padres.» Me dio un poco de
pena, la verdad.
Este
tipo de vida me dejaba mucho tiempo libre. Papá iba a la suya, por lo que
apenas me controlaba, y yo podía salir y entrar de nuestra propiedad a mi
antojo. Lo malo era que me tocaba hacer las cosas sola. Hasta que conocí a los
hermanos Towsen. La mayoría de las veces aprovechaba para subirme a la bici e
ir a su casa. Eran un año mayores que yo, gemelos, y pasaban los veranos con su
familia en la casa de verano que tenían a tres kilómetros de la nuestra.
Recorría esta distancia varias veces al día por la carretera de tierra que
había entre el bosque y el lago, camino por el que también se llegaba hasta el
pueblo más cercano. Sé que mamá no lo habría consentido. Hubiera zanjado el
tema con una frase tipo «¿Cómo va una niña de quince años a ir sola en un lugar
tan inhóspito?». Así era yo también, hacía preguntas cuando quería dejar algo
claro.
A
Catherine y a Edward Towsen los vi por primera a los tres días de nuestra
llegada. Papá estaba terminado sus ejercicios de yoga en el porche. No eran ni
las nueve de la mañana. Yo contemplaba la escena desde el umbral de la puerta
de mi habitación, a través de la tela mosquitera. No me atrevía a salir por si
lo molestaba. No me hubiera echado la bronca, pero sé que habría descompensado,
de alguna manera, su equilibrio artístico. Papá era muy quisquilloso en esas
cosas.
―Vimos un coche desconocido en dirección contraria al
pueblo y supusimos que venía aquí ―escuché que le contaba Ed―. Iba acompañado
por una joven de pelo corto, más o menos de nuestra edad.
Ed era muy guapo. Cate también, pero la belleza de Ed
tenía algo femenino. Cuando uno se hace mayor se entera de lo que puede
provocar la belleza cuando es un hombre quien tiene parecido con una mujer y no
al revés. El flequillo rubio le llegaba, en un extremo, casi hasta las cejas y
los labios podían ser los de alguien que acababa de comerse un cuenco de
cerezas. Si alguien le hubiera hecho una fotografía y luego le hubiese
recortado el rostro con unas tijeras, como uno de esos juegos de cuerpos
desnudos a los que vas añadiendo vestidos, ropa y modelos de peinado, el rostro
de Ed habría sido, sin dudarlo, el de la chica. Papá ladeó el cuello antes de
responderle. Era así como miraba sus cuadros.
―Quien iba conmigo en el coche es mi hija. Supongo que
querréis que os la presente.
Ed y Cate afirmaron con la cabeza a la vez. Cate era
pelirroja, pero no parecía que tuviese ese puñado de pecas que se le forma a
los que son como ella en torno a la nariz y los ojos. Vi a Ed sonreír para
poner más belleza frente a mi padre. Era como si tuviera una pala con la que
iba aumentando el tamaño de un montón de oro.
―Alysia, ¿puedes salir? Hay unos
amigos que quieren verte ―gritó papá.
Conté hasta diez y salí de mi cuarto con un pantalón
vaquero muy corto y una camiseta de algodón con tirantes.
―Han venido a buscarte…
―Él es Ed y yo soy Cate ―se adelantó la chica, dejando
un par de paladas más de oro a la vista.
Papá les estrechó las manos y se despidió. Tenía que
ponerse a trabajar.
―Hola, Alysia ―dijeron.
Cinco minutos después íbamos los tres montados en
nuestras bicis. Esa primera mañana me enseñaron sus dos rincones favoritos. Uno
en mitad del bosque, un claro circular donde los abetos conseguían que el sol
solo entrase allí un par de horas al día, en el centro, como si un ojo se
estuviera abriendo allí mismo. Otro de sus rincones era una apartada zona de
baño apartada, con su pequeña playa de arena, donde, me dijeron, se bañaban
desnudos todos los días, en las horas de más calor.
No volví a casa hasta el anochecer. Papá estaba en la
cocina, preparando unos sándwiches.
―¿Qué tal lo has pasado?
Se le veía contento.
―Nos hemos bañado y he conocido a los padres de Ed y
Cate. Me invitaron a comer.
―Lo sé. El señor Towsen ha pasado esta tarde para
contármelo.
―¿Os conocíais?
―No, no habíamos coincidido nunca. Vino a presentarse.
Ya que tú y sus hijos os habéis hecho amigos.
Esta fue una de las mentiras que me contó papá durante
aquel verano. En ocasiones las personas mentimos porque subestimamos a quien
tenemos enfrente. El padre de mis nuevos amigos, si había venido anteriormente
de visita, no era por cuestiones amistosas o amables al cien por cien. En un
lugar como aquel, en el que se pescan truchas con mosca para después
devolverlas al río, lo más común era que se pensara que un artista podría ser
peligroso, que en algún momento estaría dispuesto a hacer cosas que muchas
personas reflexionarían antes de llevarlas a cabo. Además, en el pueblo habían
circulado algunos relatos cuyos protagonistas decían ser mi padre y los
estudiantes de Bellas Artes. Ninguna corroborada, pero eso en ciertos ambientes
es lo de menos.
Ed
y Cate pasaban a por mí los días que íbamos directamente al lago. Una mañana
los escuché llegar más temprano que de costumbre. Ed llevaba colgada en el
manillar una bolsa de tela que se balanceaba como una campana.
―Hay bocadillos. Para los tres. Y refrescos.
Fui al garaje a decirle a papá que me iba, que no
volvería a comer. Estaba empezando un cuadro, sobre un lienzo colocado
horizontalmente encima de dos caballetes. Representaba el rostro de un hombre.
De alguien joven. Solo con los primeros trazos ya se sabía que era el rostro de
alguien muy bello. Papá me dijo que me llevara agua y que procurara que no se
nos hiciera de noche para la vuelta. Salió a despedirnos. Se acercó a Ed y,
mirándole a los ojos, nos dijo que lo pasáramos bien, como si fuese él quien
estuviera al frente del grupo. Ed levantó el pulgar y sonrió. Papá hizo lo
mismo. Ya no añadió nada más. Sonreía, contento, en el momento de vernos
arrancar subidos a nuestras bicis.
En cuanto llegamos, Ed dejó la bici en el suelo y de
inmediato se quitó la camiseta. Corrió hacia el agua a la vez que se desprendía
de las zapatillas y las lanzaba al aire. Cuando entró al lago se deshizo del
pantalón, la última prenda que le quedaba, y lo lanzó hasta la orilla. Soltó un
grito como cuando te duchas con agua fría. Cate y yo aún estábamos a un par de
metros del agua. Desde el lago Ed nos salpicó.
―No os quedéis ahí. Venga, entrad ya.
Cate había comenzado a desvestirse. Cuando estuvo
completamente desnuda se quedó plantada frente a mí.
―Venga, ¿no te quitas la ropa? ―me animó.
Tenía la piel aún más blanca que la de su hermano. Sus
pechos pequeños, su pubis como una gran mancha de nacimiento. Desnudas nos
parecíamos. Me di cuenta de que me gustaba mirarla, de que la miraba más a ella
que a Ed. De que Ed, desde el agua, me miraba más a mí que a su hermana, esperando
que mi cuerpo se desprendiera de todo cuanto lo cubría.
El agua estaba fría de verdad. El sol la hacía
soportable. Estuvimos tanto tiempo metidos en ella que acabamos
acostumbrándonos. La piel se nos arrugó. Nos dolían hasta los pezones. Cuando
llegó ese momento, con nuestras manos ya habíamos tocado alguna parte del
cuerpo de los otros. Uno de los juegos era pasar buceando por debajo de las
piernas. Otro era cogernos de las axilas y, tocando el suelo con los pies,
arrastrar en la superficie del lago el cuerpo en horizontal de la persona a
quien eligiéramos. A mí se me resbalaron varias veces las manos y dieron con el
cuerpo de Cate, sus pechos, su pubis. Ella no dijo nada, ni le sentó mal. En
cuanto a Ed, había rozado con su cabello mi entrepierna al tener que pasar por
debajo. Para hacer más difícil lo de bucear lo hacía nadando de espaldas, por
lo que, cuando no calculaba bien, se daba contra nosotras. No es muy erótico
que digamos que una cabeza te dé un trompazo en la entrepierna, pero me entraba
un calor ahí abajo que no recuerdo haberlo sentido en mi vida.
Nos secamos sobre la hierba, al sol. Comimos los
bocadillos de la bolsa. Nos echamos una cabezadita, a la sombra de un pino.
Cuando desperté, Ed había desaparecido. Cate estaba a un palmo escaso de mí,
todavía dormida, echada sobre su blusa en el suelo. Quedaba un buen rato de
sol. Me puse a contar las pecas que tenía en la zona del escote. Al llegar al
número cien me acerqué para olerla. Su cabello olía a manzana; su piel, la de
sus hombros, a algo parecido a los gofres de chocolate. Cate suspiró fuerte. Me
asusté por si me pillaba así. Me hice la dormida para que no se notase que
había estado despierta. En realidad no tenía los ojos cerrados del todo. No
hubiera pasado nada por que me pillase escrutando la pigmentación de su piel o
su olor. La vergüenza es como una nube gris en el cielo una tarde de feria: hay
gente que por el hecho de que aparezca esa nube se queda en casa y no hace lo
que tiene tantas ganas de hacer.
Cate me preguntó por su hermano al despertarse.
Siempre igual, me dijo, como no le gusta dormir la siesta, me deja sola y se
va.
―Hoy no estás sola.
―Ya, me gusta más así.
Me gusta más así, me gusta más así, me gusta más así…
Esa frase la estuve repitiendo desde que nos montamos en la bici hasta que
llegamos a su casa. No había rastro de Ed. Sus padres nos preguntaron por él,
pero las dos nos encogimos de hombros.
Esa
misma semana conocí a otro de los visitantes asiduos de papá. Clive. Vino por
la mañana. Ese día no iba a salir, llovía bastante y era un rollo movernos en
bici. Fue el único día que llovió en todo el mes. Escuché el golpeo de los
nudillos sobre la puerta mosquitera justo a la hora en la que solían venir mis
amigos a por mí y me alegré al pensar que serían ellos, que habían salido
igualmente a pesar del mal tiempo. La figura que había tras la mosquitera no
era la de ninguno de los dos. Era mucho más alta, más corpulenta. Sonreía
mucho, casi de puro nerviosismo, y tenía los ojos negros, como los de esos cantantes
mexicanos con guitarras enormes que a mamá le gustaba contratar para sus
cumpleaños. Interpretaban boleros que mamá bailaba con los ojos entornados,
como si quisiera levitar, casi siempre sola, o agarrada de alguna amiga, hasta
que papá se acercaba a ella y no abría más los ojos, pegaba su cabeza al pecho
de él y dejaba que las guitarras y las trompetas agotasen el último acorde. Era
una delicia verlos bailar. Parecían la pareja perfecta. Cuando sus cabezas se
tocaban y descansaban una al lado de la otra irradiaban una ternura envidiable.
Acababa la canción y se besaban. Un beso corto en los labios que dejaba algo
flotando entre ellos, como si la canción recién interpretada se hubiera vuelto
sólida y algunos pedazos se quedasen suspendidos entre ambos como un regalo
mutuo que acababan de hacerse.
―Buenos días, señorita. He venido a ver a Robert.
Contemplé su figura empapada, la camisa pegada al
cuerpo que el agua había vuelto transparente. Muy similar a los cuerpos
tallados, como los de los de los atletas clásicos, que aparecían en las
pinturas de mi padre.
―Está en su estudio. Pintando ―le dije, arrastrando
las sílabas, en un tono como si hubiera dejado claro que lo más apropiado era
que nadie le molestara.
―Soy Clive Patterson. Soy alumno de último curso de
Bellas Artes. Me he enterado de que su… su jefe estaba pasando aquí una
temporada. No quería perderme algo así: uno no tiene un genio tan cerca todos
los días.
―No es mi jefe ―dije molesta―, es mi padre.
Iba a añadir: «Y no es un genio, es mi padre». No lo
hice porque me di cuenta a tiempo de que aquel chico no tenía culpa de la
lluvia y de mi día sin Cate y Ed.
Clive volvió a mostrar la blancura de sus dientes, y
el tamaño que eran capaces de alcanzar sus ojos cuando algo les sorprendía.
―Lo siento. No tenía noticias de que tuviera una hija.
―Quiso arreglarlo de algún modo―: Los genios como él deben de tener una persona
a su lado que se encargue de las cosas que no tengan que ver con su pasión,
¿verdad?
Estas palabras no desentonaban con la persona que
tenía delante. Ya había utilizado la palabra genio, la palabra pasión, me dijo
que había estudiado Bellas Artes. No me parecieron impostadas. Clive había
venido en busca del ídolo y eso era lo que esperaba encontrar. Una figura
emblemática. Había dejado un buen charco de agua de lluvia bajo sus pies. Supe
que no se iría de allí hasta que consiguiese ver a papá. Cogí una revista y con
ella sobre la cabeza atravesé la cortina de lluvia incesante para avisarlo de
que tenía visita. Papá se alegró tanto cuando le dije que un tal Clive
Patterson había venido a verlo que salió afuera sin importarle el chaparrón que
iba a encontrarse por el camino que tenía que atravesar para llegar hasta él.
Ni
Ed ni Cate conocían a Clive. Les hablé de él al día siguiente. Habíamos vuelto
al lago y nos estábamos bañando desnudos. Les conté lo mal que me había caído.
Lo de que papá y él se metieron en el garaje y no salió ni a comer ni a cenar.
―¿Y qué hicieron todo el día? ―preguntó Ed.
Llevaba una botella de Coca Cola en la mano a la que
daba sorbos. Mientras esperaba mi respuesta dio un último trago, mirándome con
un ojo.
―Ni idea. No iba a salir con la que estaba cayendo.
Ed lanzó la botella hacia el centro del lago, con
todas sus fuerzas, como con rabia. El agua, ese día, tenía un color distinto
del habitual, era más verde y menos azul. Vimos desaparecer la botella, y Cate
hizo un comentario sobre que el agua era distinta.
―Claro, es por la lluvia ―dijo su hermano.
Cate le respondió que la lluvia no tenía nada que ver,
el lago se abastecía de corrientes subterráneas, no de arroyos o de riachuelos.
A Ed le molestó que su hermana le llevase la contraria.
―Si no tienes ni idea, lo mejor es que te calles.
Pareces tonta.
Nunca había visto a Ed enfadado. Cate no entró en su
juego. Ed salió del agua y se tumbó sobre la toalla. Bocabajo. Cate se mantenía
a flote moviendo intermitentemente las piernas. Su cuerpo desnudo y blanco me
recordaba a algo hermoso, algo bonito, a un regalo que todavía está envuelto en
un celofán de color esmeralda. Ed tenía un cuerpo fibroso, me recordó un poco
al que pude vislumbrar de Clive bajo la ropa empapada y pegada a su piel.
También me atraía ver cómo su pene aumentaba de tamaño cuando estaba un rato
expuesto al sol, me habría gustado tocarlo y saber lo que se sentía (una de mis
mejores amigas lo había hecho y me contó que las primeras veces que había
tocado a su novio había sido un desastre, algo por lo que no valía la pena
perder un minuto más). Aun así, el cuerpo envuelto en papel de regalo de Cate me
atraía cada vez más. Teníamos tantas cosas en común que una noche, en mi cama,
empecé a tocarme mientras imaginaba que le acariciaba la entrepierna, y no
sabría decir si todo el placer que sentí fue porque era yo quien lo recibía o
porque me imaginaba que era a ella quien estaba haciéndome aquello. Me dormí
sobre la hierba pensando en ese recuerdo. Feliz. Habría sido el mejor día de
ese verano si al despertarme no me hubiese visto sola. Ed y Cate se habían
marchado y quedaban pocos minutos para que anocheciese.
Llegué
a la casita del lago prácticamente a oscuras. No había ninguna luz encendida, a
pesar de que ya sería difícil ver una moneda en el suelo. Encontré la bici de
Ed apoyada en la pared del garaje, junto al portón. Dejé la mía en el suelo y
llamé a papá.
―Estamos aquí ―salió su voz del garaje.
En esos momentos escuché una carcajada de Ed. No me
hizo gracia. Aquella sensación de complicidad o de alegría compartida con papá
me resultó grosera, como cuando organizas una fiesta de cumpleaños en tu casa y
todo el mundo pasa de ti. Mi padre y Ed estaban sentados sobre el camastro.
―Estoy enseñándole a Edward algunas posturas de yoga.
¿Te apuntas?
―No, me voy a la cama. Estoy muy cansada.
Ed había levantado la cabeza y me miraba como lo hace
alguien que busca que te reconcilies con él. Tenía desnudo el torso e iba sin
zapatos.
―Qué duermas bien, mañana vendremos a por ti a la
misma hora ―me dijo.
Fui incapaz de decirle que no quería que vinieran por
mí. Que no quería verlos ni a él ni a la pecosa de su hermana. En el fondo era
mentira que no quisiese verlos otra vez. A veces, por miedo o porque nuestro
reloj no está sincronizado con la vida, disfrazamos las cosas de lo contrario.
La verdad era que deseaba que Ed y Cate pasaran a por mí y terminar de contar
las pecas de Cate, pero también quería que Ed dejara de hacer yoga con papá, y
que papá se pusiera a pintar y no perdiera tanto el tiempo con las visitas. En
esos momentos entendí esa frase que alguna vez había escuchado decir a mamá:
«¿Para qué quiere ir a la casita del lago si la mitad del tiempo se lo pasa
atendiendo a la gente que va a verlo?».
Ya a oscuras en la cama, me volví a acordar de mamá.
Qué estaría haciendo a esas horas. Me la imaginé viendo la televisión o cenando
en casa de alguna de sus amigas (las amistades de mis padres montaban cenas con
cualquier pretexto). Nunca pensé que ella también tendría sus visitas, ahora
que no había nadie más en casa, entendía que la normalidad consistía en que
ella fuese la que se desplazase a ver a sus amigos. Tampoco pensé que podría
tener un amante. La Alysia de entonces era casi una cría. Puede que un año
después, solo un año, esta idea ya hubiera surgido en mi cabeza. Pero ahí aún
no me había besado con nadie. No había acariciado aún ningún sexo. No había
tenido ganas de darle un mordisco a alguien llevada por el deseo.
A
partir de ese día, Ed, en vez de quedarse en casa con su hermana al final de la
tarde, me acompañaba de vuelta a la mía. Aunque se hiciera de noche. Llevaba
una linterna que ataba con un cordel al manillar y con esa luz, tan mala, tan
escasa, él decía que le bastaba para llegar a cualquier sitio. Algunas veces se
quedó a cenar con nosotros, invitado por papá. Clive y él coincidieron. En
teoría, Ed, al ser de menor edad, tenía que irse a casa antes, pero eso no
ocurría, alargaba al máximo el tiempo que permanecía en la casita del lago si
resultaba que esa tarde estaba Clive allí. En esas ocasiones, el rato que
pasaba con ambos, Ed dejaba de ser el Ed que yo conocía. Era como si dejase de ser
mi amigo. Me iba a la cama, medio enfadada. Y solo se me pasaba si me tocaba
recordando a Cate, aunque a veces, cerraba los ojos y no era ella quien acudía,
sino Ed, tomando el sol desnudo.
Al pueblo íbamos muy pocas veces porque era aburrido y
caluroso. A aquel día le quedaba algo del frescor que la lluvia había dejado
días atrás y el asfalto de las cinco calles no me pareció esa lengua de ternera
sucia y reseca de otras veces.
Fuimos a comprar dulces al supermercado. De allí nos
marcharíamos a nuestro rincón en el bosque, a charlar, como siempre, a que
pasaran las horas mientras hablábamos sobre nuestras cosas ―el verano estaba a
punto de terminar y daba la impresión de que los tres teníamos prisa por
aumentar nuestros momentos juntos que luego recordaríamos cuando no lo
estuviéramos―. Se trataba de volver a esos ratos del día en los que sacábamos a
la luz nuestros sentimientos. Sobre todo, nos contábamos historias que
deseábamos que ocurrieran. Historias que, debido a nuestra manera de contarlas,
se convertían en algo que rozaba la mentira, la exageración. Eso era lo que
teníamos previsto hacer. A todos nos parecía genial. Los tres teníamos esa idea
en la cabeza al salir de la tienda. Sin embargo, nada de eso ocurrió. No solo
ese día, sino ninguno más.
Pillamos a papá y a Clive. Papá conducía su coche y
Clive estaba sentado en el asiento del acompañante. Los vimos nada más salir de
la tienda. Papá le estaba contando algo sin dejar de mirar al frente. Estaba
contento y gesticulaba como un director de orquesta el brazo derecho. Clive no
apartaba la vista de su Robert L. Tenía el brazo izquierdo sobre el respaldo
del asiento de papá, su mano allí parecía la mano que se queda después de haber
masajeado la nuca del conductor, esa mano cariñosa que solo los que sienten
amor por alguien extienden en el momento justo.
―¿Es ese Clive? ―preguntó Cate.
―Sí ―le dije.
Ed los siguió con la vista durante unos segundos más.
Cómo se alejaba el coche, que enfilaba la salida del pueblo para ir ganando
velocidad en la recta larguísima que llevaba al bosque y al lago.
Ed dejó la bolsa de papel con los dulces en la cesta
de su bici y se subió a ella, con un pie en el suelo y el otro sobre un pedal,
esperando que Cate y yo hiciéramos lo mismo.
―Vámonos de aquí ―dijo, y se puso a pedalear sin
esperarnos.
Merendamos en nuestro rincón preferido del bosque.
Aquella tarde no hubo juegos ni historias que pudieran ser mentira o no.
Nuestras cabezas seguían subidas en el coche de papá.
Era
medianoche cuando papá regresó, no venía solo. Escuché, desde mi cama, las dos
puertas del coche cerrándose y unos pasos ―seguramente los suyos― que se
acercaban a la casa y entraban. Me pareció oír que abría la nevera y enseguida
se marchó. No me levanté. Mantuve abiertos los ojos, no podía ver apenas, solo
moldear lo que estaba ocurriendo gracias a los ruidos. Luego, los pasos de
cuatro piernas se encaminaron hacia el garaje. Unos minutos después, salí de la
cama y me acerqué a la ventana de mi habitación. Las luces del garaje estaban
encendidas, a través de los cristales podía ver las dos figuras, dos sombras
oscuras tras los cristales viejos, rayados y sucios. Una de ellas estaba
quieta, de pie, esperando algo. La otra se movía alrededor. Hasta que se
juntaron. Estaban tan pegadas que se formó una nueva, del doble de tamaño. La
parte de arriba comenzó a moverse lentamente, en un baile, un vals o algo así,
a cámara lenta, como la llama de los cirios cuando comienza a arder. Sentí
náuseas y tuve que ir corriendo al cuarto de baño, con la mano taponando la
boca.
Me
desperté en el sofá, sudada, cuando amanecía. Salí afuera. Hacía fresco, aún
había rocío en la hierba y una vaharina sutil, como una gasa muy desgastada, se
interponía entre mí y cualquier punto al que mirase. El coche de papá estaba en
el mismo sitio donde lo había aparcado. El portón del almacén, abierto de par
en par. Agucé el oído, pero no escuché nada. Fui hacia el almacén. Mis ojos no
vieron nada al principio. Poco a poco se amoldaron a la iluminación de dentro y
fue entonces cuando vi a papá y a Ed. Nunca había tenido esa sensación de
ahogo. Me llevé una mano al pecho y aspiré, tan lentamente que el aire húmedo y
fresco terminó por molestarme. Estaban, ambos, en una esterilla, practicando
yoga. Tenían los ojos cerrados. Lo más seguro es que no se hubieran dado cuenta
de que estaba allí. Parecían dos bebés a punto de gatear. Estaban a cuatro
patas, con la espalda igual que un gato cuando se eriza. Pasé a unos metros de
ellos como una nube lo hace sobre las ciudades y las montañas. Ninguno de los
dos miraba al cielo. Tuve ganas de descargar toda mi ira. Con lluvia, granizo,
rayos. En vez de eso, salí al camino y me puse a correr en dirección a la casa
de los Towsen. Era lo que había estado haciendo las últimas cuatro semanas,
estar con los hermanos Towsen. Puede que si hubiera llegado al desvío que
llevaba hacia su casa hubiese pasado de largo; o puede que hubiese decidido
entrar en busca de Cate. Aunque esto es algo que no puedo saber. Antes de
llegar a ese punto apareció Ed subido en mi bicicleta. Iba con el torso desnudo
y las perneras de los pantalones vaqueros subidas hasta las rodillas. Tenía
cara de sueño y de felicidad. En sus ojos no vi ni una sombra de culpa. Era su
expresión de siempre, la que puso el primer día cuando me preguntó que por qué
no me bañaba o con la que me invitó a quedarme a comer con su familia. Al
llegar a mi altura frenó en seco.
―¿A dónde vas? ―dijo sin bajarse de la bici.
―Donde me da la gana.
Ed frunció el ceño, apretó los labios como lo hace
alguien que va a darle un beso a algo delicado, un pájaro que ha caído del nido
o algo así.
―¿Qué te pasa? ¿Estás enfadada?
―Pues claro que lo estoy.
―¿Porque he estado con tu padre?
―Mi padre puede hacer lo que quiera, a ver si te
enteras.
―Entonces, ¿qué te ocurre?
No quería hablar con él. Si acaso, tenía que hablarlo
con papá. Aunque me conozco y sabía que con él, llegado el momento, tampoco
querría hablarlo.
―Dame mi bici ―le dije.
Ed se bajó y la dejó apoyada sobre la tierra del
camino. No tenía cara de estar preocupado o molesto. Me agaché a desatar su
camiseta, que estaba enrollada en el manillar. Noté la humedad acumulada.
Percibí un olor profundo a Ed (mezclado con el de mi padre), como si la esencia
de su aroma corporal estuviera condensada entre los hilos de algodón. Alargué
el brazo para dársela. Justo en el instante en que su mano y la mía sostenían
la prenda, en vez de abrir la palma y liberarla, apreté más fuerte y con los
ojos abiertos me acerqué a él y le di un beso en la boca. Fue un beso largo,
con lengua. Con una mano apretaba su camiseta húmeda y con la otra buscaba
dentro de su pantalón. Su pene empezó a aumentar de tamaño y entonces cerré los
ojos y seguimos besándonos, mientras me preguntaba qué significaba aquel beso.
Nos adentramos en el bosque y lo hicimos. Me follaba y
me quemaba, todo a la vez. Surgió una danza que no tenía que ver con la de mis
padres y los mariachis ni con la que había entrevisto hacía unas horas a través
de la ventana sucia del estudio de papá. Y su pene dentro de mí me trajo las
noches en que me tocaba pensando en Cate. ¿Por qué estaba besando a Ed si los
besos de Cate seguro que podrían ser más tiernos que esto? ¿Por qué?
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