Le había silenciado
el aliento a la altura sibilante de su blusa.
En el sólido
estrecho de aquella superficie oscilante, Clarisa miró hacia abajo,
al abismo en laberinto. Sudorosas sus manos, sus pies levitando al
aire frágil, latido sibilante sobre sus suelas. Clarisa vacilaba
sobre su pisada y sabía que el eventual resbalón ya llegaría sobre
ése incierto tránsito de un límite hacia el otro del puente
levadizo. Saboreaba el metal sobre sus dientes, seco, salivando a
raudales. No se iba a caer, ya lo sabía, pero temblaba su lógica
lamentando la frágil pasarela. Clarisa recelosa, inmovilizada en lo
alto, suspendida. Le helaba el siseo de la selva profunda. El roce de
las lianas columpiándose abajo. La brisa, esa ventisca susurrando al
oído. Sensación salvaje que siempre la asolaba ante esas simas,
sismo insondable insistiendo soltarla.
Sabía que se
estrellaría. Lo sabía. Sabía que lamentaría la solidez de los
peñascos, lo sabía. Por eso asía con violencia alienada el
barandal templado con solidez de cazuz. Lívida, eso sí.
Desmelenada. Ese desmayo adentro, el soponcio que de solito impulsaba
ese susto.
Y la multitud detrás
ululando a su zaga:
-¡Sigue
adelante! ¡No divises pal suelo!
Pero
Clarisa lerda, en soliloquio, su lengua rozando los lisos brackets
congelados,
- De
esta no vuelvomás, lo sé de sobra.
Y
las aguas en violento talud bullendo abajo, susurrando el ansia de
Clarisa.
Levita
inmóvil, alelada. En mitad de la endeble pasarela, Clarisa no logra
un paso más. Sabe que asoma su locura; y que el sueño de lanzarse,
no levará sus alas.
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