miércoles, 13 de noviembre de 2019

Monólogo con una que está de vuelta

de Liris Acevedo Donís



La mujer es su propia madre.
Anne Sexton


Allí estás de nuevo: horrorizada. Escondida detrás de esa piedra llorando como una niña ¿Cómo no me sorprende? ¿No has aprendido aún que las personas siguen sus propios intereses y no los tuyos? ¿Que puedes desangrarte mostrando tus heridas y nadie, escúchame bien, nadie, desandará sus pasos para darte aliento de su boca? Sólo yo, porque soy tu madre.

La joven Gío reconoce la voz de su madre aunque le venga de adentro. Escucha su propio aliento, aferrando su vientre.

La vieja Ío se sienta al lado de su hija, recogiendo su largo faldón de curtida tela blanca. Le había dado a luz allí mismo, en mitad de ese desierto donde huyó escondiendo a su cría como una vergüenza, y creyendo que sus senos no darían más leche que la de un cactus. Pero qué va, sintió sus brazos sostenerla con tanta fuerza que de inmediato manó la leche de sus senos a raudales. Ahora, después de no saber de ella por tantos meses, huida con aquél hombre que tanto detestaba, la hallaba triste. Blasfemó a los dioses porque le regresaron a su hija así, y ella ya era vieja e iba perdiendo la vista, y lo último que quería era ver a su hija, pero no así. Sin poder sacarle ese miedo dentro, sin saber cómo borrar tanta tristeza.

Gío, al ver venir a su madre, quiso huir de nuevo. Cree que esta vez no la perdonará tras no buscarla por tantos meses. Sabe que su madre quería para ella algo mejor, más luminoso, y huyó con el peor. No podía esperar que la comprendiera, y sabe que le vendrá con su yotelodije. Es un mentiroso, un cobarde, mamá, ¿pero nunca te enamoraste así?

Ío, con sus manos surcadas de venas, respira, recogiendo las vaporosas mantas del suelo y buscando asiento junto a su hija. Busca las palabras exactas, busca algo qué decirle. Ya no siente el terrible dolor en sus rodillas desde que la encontró, y se sienta en el suelo, no es la primera vez ni será la última herida de amor que le consuele. Ya vendrán las palabras. Ella siempre sabe qué decirle, porque cuando su hija va, ella siempre viene de vuelta.

No quería que ese imbécil me diera la razón, hijita mía. Es todo. Pero cuanto más conoces a la gente más quieres a tu perro, es la verdad. Le habla con dulzura. De otro modo, su hija se enfadará y en su corteza, buscando un nuevo escondite, permanecerá callada.

Pero Gio aparta la cabeza, mira alrededor con deseos renovados de correr más hondo, hasta donde ella misma sea un vaho, un espejismo al fondo. Pero ¿a dónde ir?

No hay lugar que te esconda de ti misma, susurra la madre, adivinando. Cuando renuncias a ti para seguir a quien no duda en seguirse a sí mismo...sabes que siempre estarás a la deriva.

Gío conoce de memoria esa voz; se lo dice a sí misma. E Ío conoce de memoria esa deriva, la vivió tantas veces. Gio escucha y es una roca, pero tiembla. No llora; pero tiembla. Diera la vida por hacerse una con la arena diminuta bajo sus pies, una en medio de ese desierto que le arranca la voz. Quiere acurrucarse debajo del abrazo de su madre, poder derrumbarse allí con toda libertad sin oír su reclamo. Como cuando sentía que no podía con el mundo y toda cosa nueva le aterraba más que el monstruo de sus sueños. Ío la adivina y abre su abrazo en ala para acoger a su hija. ¿Como cuando de noche venías temblando y me hacía cuenco para aligerar tu miedo, ah? Pero sabe que esta vez es más grande su dolor, que algo dentro de ella misma se quiebra por algo aun no dicho. Y Gío deja que las manos de su madre deshagan el recio nudo de las suyas sobre el vientre con alivio. Deja que descubra ese secreto, ya serena de ocultarlo. La madre siente una viscosa humedad entre los dedos
¡¿Pero qué hiciste?! Viendo sus manos llenas de sangre.

Gío mira minúsculos cangrejitos cavando madrigueras bajo la arena y metiéndose allí. Una hormiga gigante, carga su propio alimento sobre el lomo con dificultad de equilibrista. Se detiene, duda, mide el calor, la sed sin abrevadero, y sigue. Basta un sólo dedo para aplastarla, piensa Gío. Mientras Ío no deja de sacudirla viéndola tan frágil. La carga como cuando era apenas un bojotico y corre con ella, repitiéndole ¡mis brazos se llenaron de bravura cuando te tuve a ti, hija mía, ¿por qué no me esperaste?! Gio espejea en los ojos de su madre, y su miedo es apenas un latido. La madre abre caminos como una fiera, son idénticas y a la vez tan diferentes, carne de la misma carne. ¿Acaso hubiera sido como tú?

Y corriendo con su hija en brazos, Ío desanda el largo recorrido a sus espaldas hasta llegar al día y hora exactos, en que el padre, aquel hombre que amó hasta olvidarse de sí misma, abordó aquel barco y se despidió de ellas prometiéndoles volver. Nunca más supo de él. El amado esposo se hizo espejismo, un Fata morgana tras el que ella caminó siempre sola, con su hija, diluyéndose a cada paso.

Y bajo el aliento de la madre exhausta, Gio desanda el largo recorrido a sus espaldas hasta llegar al día y horas exactas, en que hizo un bojote con sus cosas y huyó de casa. Todo daba lo mismo antes que ser la madre sufriente que vio en su madre. Se echó al desierto y sintió sangrar en el lugar que llena el hijo, pero no volvió. Su compañero, como su propio padre, se hizo espejismo, un Fata morgana tras el que ella no volvería a caminar siempre sola, diluyéndose a cada paso.

Ambas, Ío y Gío, sin dejar de contarse a los ojos, hacen el mismo gesto de levantar el brazo y echar atrás el lacio cabello castaño, ahuecando la mano a nivel de la sien y oyendo su propia voz.

No huyas más. Detente. Confía ésta vez un poco. Ya nadie nos persigue.

Gío le dijo a su madre.

Ío le dijo a su hija.
  
Me dije.

Atrás, no había huellas. Ni suyas ni mías. El viento, cumpliendo el tiempo, ya las había borrado.

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