martes, 12 de noviembre de 2019

Retomando el vuelo. Rosma
















Sobre la mesilla tenía “el libro de arena” de Borges. Me he acostumbrado a leer un poco antes de dormir. Lo hago para propiciar el sueño, como el que se bebe un vaso de leche caliente.
 Mi ritual es ese: leer, y si no llega Morfeo, después de un tiempo prudencial, recurro un canal de música relajante o un audio libro aburrido. Abrí el libro al azar, “el otro” fue el primer cuento que apareció. Acomodé la almohada y comencé a leer.
Sin duda hay libros que no deben ser leídos antes de dormir porque provocan el efecto inverso al que se pretende. Despiertan la mente, activando interrogantes en cascada y reflexiones yuxtapuestas.

La literatura del yo siempre me ha parecido analgésica y terapéutica. Creo que el encuentro con el yo es un recurso que utilizan, de manera consciente o inconsciente, todos los escritores y poetas. ¿Cuánto hay de auto-bibliográfico en una novela?, ¿Qué hacen los poetas sino desnudar su alma? Escribir es exponerse, la pulsión que nos sitúa ante la hoja en blanco no es más que la necesidad de comunicarnos, de volcarnos, de darnos y muchas veces, de huir de nosotros mismos.

Notas de una canción de Aute comienzan a resonar en mi cabeza. Recuerdo la letra del tema “el niño que miraba al mar” y lo busco en el móvil para escucharlo de nuevo. 

Intuyo que hoy no será posible dormir. El pensamiento ha prendido. Me levanto con el sigilo del ladrón. No quiero despertar a nadie. A tientas llego hasta la habitación contigua. Enciendo el ordenador y frente a la pantalla en blanco me pregunto:

- Y yo, ¿con qué yo quiero encontrarme?, ¿desandar o avanzar?,¿Cuál es el yo que me da menos miedo, la niña que, desde mi pasado, mirará su futuro, esperando saber que he hecho con su vida, o la anciana, en la que apenas me reconoceré, y que sabrá de mí más que yo misma?

Creo que necesito a ambas.

Y sin pensar comienzo a escribir.



EL ENCUENTRO



La cucharilla agitó el té formando un pequeño remolino en la taza, mientras lo observaba no pude dejar de pensar en cómo se parecía esa imagen a mi propia vida.

Tenía la sensación, desde hace años, de que la vida era un círculo, un círculo constante y monótono, un círculo en el que me sentía diluir, como si fuera azúcar en el agua.



Salí de aquel café. Tenía tres horas antes del último tren de regreso a Valencia. Sin darme cuenta, me vi en el parque, dirigiéndome al banco en el que, años antes, había reído y llorado tanto.



El parque lleva el nombre de Abelardo Sánchez, aunque nadie lo llama así, salvo los guías turísticos. Es “el parque”, sin más, para los niños que dejan volar su imaginación entre sus escondites, los adolescentes que prueban allí el sabor de su primer beso, y los ancianos que encuentran refugio a la sombra de sus altos plátanos.



El parque es mucho más que un parque. Es el testigo fiel y discreto de nuestras vidas, de las vidas de varias generaciones. Trasmite emociones y sentimientos a los que nacimos en esta tierra llana, de molinos y de viento. Sentir el parque es volver a la infancia y a sus olores; es regresar al hogar; es sentirse arropado, arrullado, envuelto. Protegido.



Estaba a unos pasos de acomodarme en aquel banco cuando vi, con sorpresa, que el asiento estaba ocupado. En él jugaban una niña de grandes ojos azules y una octogenaria anciana.



-           Hola! Buenas tardes (dijo la anciana). Siéntate, hay sitio. 



-            Hola! (Repitió la niña, apartándose para que me pudiera sentar).



-          Muchas gracias. No. No quiero molestar. Me voy a otro banco. (Contesté yo).



-          No, no te vayas, por favor. Te estábamos esperando. (Dijo la anciana)



El corazón me dio un vuelco. Había algo en ellas tan familiar como inquietante que me paralizó. ¿Esperándome?, ¿Cómo que esperándome? No me conoce, se habrá confundido, pensé.



-          Sí te conocemos.  (Dijo la niña, sin que yo hubiera articulado palabra). 



Una nueva extrasístole y un mareo me hicieron tambalear.



-          Ven, siéntate. No pasa nada. No temas. No te asustes. (Me decía la anciana). 



-          Nos has llamado tú. (Dijo la niña). Y hemos venido las dos, ¿No estás contenta?



-           Realmente sois vosotras, bueno…, ¿Sois yo misma? (Pregunté, a pesar de tener esa certeza desde el instante en que las vi).



-          Si. Tú lo sabes ¿Verdad? Lo puedes sentir. (Dijo la anciana)



Así era, lo podía sentir, aunque no lo podía entender y aún menos aceptarlo. Hice un esfuerzo por abrir la mente, algo que no me permitía desde hacía años.



La niña que me miraba sonriente tomó mis manos entre las suyas y me dijo:



- Recuerdas?



Y al instante recordé. Pero no hechos, ni vivencias. Recordé sentimientos, recordé los propósitos, las ilusiones. Recordé la fuerza de las ganas, la fortaleza de la seguridad que da hacer lo que te gusta hacer. Recordé la honestidad conmigo misma. La certeza. La pasión. La alegría. 

Recordé el camino.



-           Si. Lo recuerdo. (Contesté con la voz entrecortada, besándole la mano).



La anciana nos miraba con sus grandes ojos azules, llenos de lluvia.  Tomó también mis manos entre las suyas y me dijo



-          Imagínate dentro de diez años, de veinte. Pregúntate cómo quieres vivir el resto de tu vida. ¿Quieres seguir sintiéndote azúcar en el agua?



Se produjo un largo silencio.

Sequé las lágrimas de sus envejecidos ojos azules y mirando a la niña le contesté



- Gracias. Gracias por haber venido. Prometo darte la vida que ella soñó, para nosotras.



Anochecía en el parque. Hacía 30 años que no había vuelto a sentarme en aquel banco. Había perdido la noción del tiempo hipnotizada por los recuerdos. El silbido agudo del vigilante me despertó del letargo. Cerraban. 



Miré a mi alrededor. No había nadie. Recogí mis cosas y mientras caminaba hacia la salida, recordé unos versos.

Y sentí,

sentí que aún estaba a tiempo

"de comenzar de nuevo,

de aceptar mis sombras, de enterrar mis miedos,

liberar el lastre y retomar el vuelo".












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