Sobre la mesilla tenía “el libro de arena” de Borges. Me he acostumbrado a
leer un poco antes de dormir. Lo hago para propiciar el sueño, como el que se bebe
un vaso de leche caliente.
Mi ritual es ese: leer, y si no llega Morfeo,
después de un tiempo prudencial, recurro un canal de música relajante o un
audio libro aburrido. Abrí el libro al azar, “el otro” fue el primer cuento que apareció. Acomodé
la almohada y comencé a leer.
Sin duda hay libros que no deben ser leídos antes de dormir porque provocan
el efecto inverso al que se pretende. Despiertan la mente, activando
interrogantes en cascada y reflexiones yuxtapuestas.
La literatura del yo siempre me ha parecido analgésica y terapéutica. Creo que el encuentro con el yo es un recurso que utilizan, de
manera consciente o inconsciente, todos los escritores y poetas. ¿Cuánto hay de
auto-bibliográfico en una novela?, ¿Qué hacen los poetas sino desnudar su alma?
Escribir es exponerse, la pulsión que nos sitúa ante la hoja en blanco no es
más que la necesidad de comunicarnos, de volcarnos, de darnos y muchas veces, de
huir de nosotros mismos.
Notas de una canción de Aute comienzan a resonar en mi cabeza. Recuerdo la
letra del tema “el niño que miraba al mar” y lo busco en el móvil para
escucharlo de nuevo.
Intuyo que hoy no será posible dormir. El pensamiento ha prendido. Me
levanto con el sigilo del ladrón. No quiero despertar a nadie. A tientas llego
hasta la habitación contigua. Enciendo el ordenador y frente a la pantalla en
blanco me pregunto:
- Y yo, ¿con qué yo quiero encontrarme?, ¿desandar
o avanzar?,¿Cuál es el yo que me da menos miedo, la niña que, desde mi
pasado, mirará su futuro, esperando saber que he hecho con su vida, o la
anciana, en la que apenas me reconoceré, y que sabrá de mí más que yo misma?
Creo que necesito a ambas.
Y sin pensar comienzo a escribir.
EL ENCUENTRO
La cucharilla agitó el té formando un pequeño remolino en la taza, mientras
lo observaba no pude dejar de pensar en cómo se parecía esa imagen a mi propia
vida.
Tenía la sensación, desde hace años, de que la vida era un círculo, un
círculo constante y monótono, un círculo en el que me sentía diluir, como si
fuera azúcar en el agua.
Salí de aquel café. Tenía tres horas antes del último tren de regreso a
Valencia. Sin darme cuenta, me vi en el parque, dirigiéndome al banco en el
que, años antes, había reído y llorado tanto.
El parque lleva el nombre de Abelardo Sánchez, aunque nadie lo llama así,
salvo los guías turísticos. Es “el parque”, sin más, para los niños que dejan
volar su imaginación entre sus escondites, los adolescentes que prueban allí el
sabor de su primer beso, y los ancianos que encuentran refugio a la sombra de
sus altos plátanos.
El parque es mucho más que un parque. Es el testigo fiel y discreto de
nuestras vidas, de las vidas de varias generaciones. Trasmite emociones y
sentimientos a los que nacimos en esta tierra llana, de molinos y de viento. Sentir
el parque es volver a la infancia y a sus olores; es regresar al hogar; es
sentirse arropado, arrullado, envuelto. Protegido.
Estaba a unos pasos de acomodarme en aquel banco cuando vi, con sorpresa,
que el asiento estaba ocupado. En él jugaban una niña de grandes ojos azules y
una octogenaria anciana.
-
Hola! Buenas tardes (dijo la anciana).
Siéntate, hay sitio.
-
Hola! (Repitió la niña, apartándose para que me pudiera sentar).
-
Muchas gracias. No. No quiero molestar. Me voy a otro
banco. (Contesté yo).
-
No, no te vayas, por favor. Te estábamos esperando. (Dijo la anciana)
El corazón me dio un vuelco. Había algo en ellas tan familiar como
inquietante que me paralizó. ¿Esperándome?, ¿Cómo que esperándome? No me
conoce, se habrá confundido, pensé.
-
Sí te conocemos. (Dijo la niña, sin que yo hubiera
articulado palabra).
Una nueva extrasístole y un mareo me hicieron tambalear.
-
Ven, siéntate. No pasa nada. No temas. No te asustes. (Me decía la
anciana).
-
Nos has llamado tú. (Dijo la niña). Y hemos venido las
dos, ¿No estás contenta?
-
Realmente sois
vosotras, bueno…, ¿Sois yo misma? (Pregunté, a pesar de tener esa certeza
desde el instante en que las vi).
-
Si. Tú lo sabes ¿Verdad? Lo puedes sentir. (Dijo la anciana)
Así era, lo podía sentir, aunque no lo podía entender y aún menos
aceptarlo. Hice un esfuerzo por abrir la mente, algo que no me permitía desde
hacía años.
La niña que me miraba sonriente tomó mis manos entre las suyas y me dijo:
- Recuerdas?
Y al instante recordé. Pero no hechos, ni vivencias. Recordé sentimientos,
recordé los propósitos, las ilusiones. Recordé la fuerza de las ganas, la
fortaleza de la seguridad que da hacer lo que te gusta hacer. Recordé la
honestidad conmigo misma. La certeza. La pasión. La alegría.
Recordé el camino.
-
Si. Lo recuerdo. (Contesté
con la voz entrecortada, besándole la mano).
La anciana nos miraba con sus grandes ojos azules, llenos de lluvia. Tomó
también mis manos entre las suyas y me dijo
-
Imagínate dentro de diez
años, de veinte. Pregúntate cómo quieres vivir el resto de tu vida. ¿Quieres seguir
sintiéndote azúcar en el agua?
Se produjo un largo silencio.
Sequé las lágrimas de sus envejecidos ojos azules y mirando a la niña le
contesté
- Gracias. Gracias por haber venido. Prometo darte la vida que ella
soñó, para nosotras.
Anochecía en el parque. Hacía 30 años que no había vuelto a sentarme en
aquel banco. Había perdido la noción del tiempo hipnotizada por los recuerdos.
El silbido agudo del vigilante me despertó del letargo. Cerraban.
Miré a mi alrededor. No había nadie. Recogí mis cosas y mientras caminaba
hacia la salida, recordé unos versos.
Y sentí,
sentí que aún estaba a tiempo
"de comenzar de nuevo,
de aceptar mis sombras, de enterrar mis miedos,
liberar el lastre y retomar el vuelo".
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