lunes, 13 de enero de 2020

La Gárgola


de Liris Acevedo Donís

Desde el fondo, sus pisadas arrastrando el pie muerto, el sonido metálico de la cadena de hierro cerrando el trastero, bajando los escalones hacia la sala, el viento helado de otro invierno colándose por ínfimas rendijas de la puerta del fondo, cuando ella sale a colgar su ropa. 

No la veo. Pero me se su recorrido de memoria.

Mi compañera de piso de mirada torva, apenas un metro de estatura, con una joroba que la inclina tanto hacia adelante, hacia el propio centro de su estómago, que casi parece respirar desde allí, desde su ombligo, donde ocurren continuos movimientos intestinales, no me deja pegar un ojo en toda la noche. Noches de flatulencias, ahogamientos, bufidos suyos; noches de taquicardias, angustias y claustrofóbicos delirios míos. Al levantarme, la oigo sacar el blíster de pastillas y tomarse dos antes de cualquier fruta. Respirar el aire que no parece llenarle los pulmones, y salir diligente a colgar su escasa ropa gris bajo otra fría mañana que sé que también pasaré junto a esa total desconocida. 


Ahí va. La oigo. Entra de nuevo al baño con su pie a rastras. Respiro su trágico estribillo de asmática sobre mis baldosas, siguiendo su ritual cotidiano desde hace meses. Se desviste en su habitación improvisada - apenas una división deslizable que hice alzar para acoger a quien me ayudara a sobrellevar el alto costo de mi piso-.Abre el grifo, se cepilla los dientes. Deja correr el agua infinitamente, haciendo gárgaras. No parece importarle el alto costo que tenga que pagar, pareciera en ese sentido, que el dinero no le preocupa. Ahora deja correr el agua de la ducha. Entra, después de un tiempo. Yo me hago pis. No me acostumbro a aguantarme estoicamente todavía estando en mi propia casa. El punzante olor a gel de baño se condensa dentro de la casa toda cerrada y los espejos comienzan a empañarse. Permanece así largo tiempo, dejando correr el agua sobre su joroba, refregando su redondo cuerpo retorcido, gimiendo como un elefante sufriente en señal de disfrute, ahora lo sé. Antes me asustaba tanto. Pero ahora simplemente la escucho al fondo de mi habitación oscura. Espero, simplemente, a que se vaya. Simplemente cuento los dedos de mis pies, de mis manos, las gotas de lluvia sobre el tejado cuando llueve, esperando. Se le cae la pastilla de jabón. La recoge con dificultad resbalando su cuerpo contra baldosas. La escucho bufar en su esfuerzo de alzarse, resoplando agua, cayendo sobre su abultado culo, casi hocico, retumba contra la puerta corrediza y al abrirla, secarse con la toalla gris deshilachada. Enciende el secador de pelo. Comienzan a despejarse los espejos de tanta humedad acumulada. Bajo el calor del secador permanecerá largo tiempo intentando domesticar su rala melena, hasta ahogarla en un moño rodeado de pinzas. Entonces, cruzar la sala,  meterse tras el biombo, elevar su cabeza del suelo como si alzar aquel moño hiciera el milagro de alzarle también el lastimado ego, fijado firmemente al mundo con pinzas y laca. Igual no mira de frente; sus ojos permanecen vaciados a pocos centímetros del suelo. Des-almada.

Y entonces, detrás de la pared, echarse encima el mismo abrigo gris desleído, tres tallas más grandes que la suya. Calzarse los mismos zapatos negros de resentido tacón que a fuerza de betún aún resisten; colgarse el pesado rosario de madera al cuello, sobre el que enrolla una pesada bufanda gris deshilachada que parece herencia de una orden cristiana. La escucho. Y recuerdo palabras de mi abuela condenando mis prejuicios, pero desde que la vi entrar en mi casa, no pude evitar sentirla como amenaza. Dicen que el miedo se esconde en lo diferente, que todos nuestros temores habitan allí mismo donde nos desconocemos, pero desde que esa mujer entró por mi puerta, y yo la dejé tomar posesión de mis dominios, no sentí paz. Una cierta forma de mirar metida en sí misma, un decir a medias o callarlo todo, una falsa humildad que mira desde lo alto el devenir humano, su odio claro hacia todos los seres de la tierra a quienes sin duda culpa por su fatal sino, era lo que expelía su presencia. Era, con su pie a rastras, su pierna muerta y su tufo a enfermedades y miserias, aquello que me alertaba que huyera. Pero ¿a dónde? ¿Si me hallaba ahora mismo en mi propia casa?

Intento relajarme. No sentir el aire enrarecido, la oscura marea que deja cuando se va.

Y cuando al fin lo hace, cuando al fin la escucho arrastrar sus pies hasta la puerta, darle vuelta al pestillo, descender dificultosamente cada estrecho escalón de la empinada escalera de este antiguo piso que heredé de mis padres, su cuerpo embojotado en olor rancio aún después del baño, entonces salgo de mi habitación, retomo de nuevo mi casa, libre por volver a estar sola en mis dominios. Pero no es como antes. No. Olorosa a alquitrán y vahos densos, mi casa parece divorciada de mí, molesta, después de dejar entrar a esa extraña. Le enciendo inciensos, velas avainilladas, pero es inútil. Como hacerle devolver a un niño su regalo de reyes después de abierto, mi casa me da la espalda.

Aliviada de descargar mi vientre hinchado de orine, voy por una buena taza de café humeante tratando de ignorar el pesado aire de su presencia en mis muebles amarillos y en mis cortinas naranjas. Abro mi nevera, corto mi barra de pan y le unto mi mantequilla. Intento retomar mis aposentos aliviada y tibia, arrancarlos del recelo, en el silencio de mi cálida mesa frente a la ventana que da al mar. Pero siempre, de repente, regresa su bufido y entro en pánico. Sus pisadas suben la escalera, su pie muerto a rastras, su olor rancio. Abre y me descubre allí, sentada en mi mesa, comiendo mi comida. Sus ojos en lo alto de su moño sin mirarme, susurrando un gutural Bon día. Yo detengo todo hacer. Ella arrastra sus pies bufando hasta el baño, y permanece allí incontables minutos. Baja la cadena, sale, cargando su papel higiénico bajo el brazo. Al irse, suelta el oscuro “Adéu” que se traga la puerta al cerrarse tras ella. Mi corazón permanece detenido algunos minutos.

Tienes que grabarla con tu móvil, me aconsejó Celia antes de irse.

Pero es extraño, no encuentro mi móvil por ninguna parte, y yo soy quien me siento grabada por el móvil de ella. Sensaciones ilógicas, lo sé, no debo fiarme de mis intuiciones que muchas veces resultan prejuiciosas. Jamás hubiera querido compartir mi lugar con nadie, cierto, mucho menos con quien no tuviera nada en común conmigo, es todo. Y tampoco confío en eso que llaman "instinto" y que atribuyen a algo propiamente femenino. Tonterías. Para mí la vida ha sido un largo sobreponerme a sucesivas muertes, tratando de alzar en pie lo que ellas me dejaron. En general, deudas, hipotecas, mudanzas. Pero en vista de que mi pierna no se recuperaba de su última caída, y que mis economías decaían dejándome con más deudas, no se me ocurrió idea más feliz que compartir mi piso con alguien. Al inicio me animó tener compañía, sobretodo en navidades. Pero al pasar el tiempo y no hallar a nadie animado a pagar lo que yo pedía, terminé aceptando a quien sí aceptó el alto precio. Su aspecto oscuro, casi demoníaco, algo me alertó, y por su enorme semejanza, la llamé "Gargola", y me reí toda la noche comentando mi gran genialidad con Celia. Sí, me dijo su nombre, pero no escuché, me importaba comunicarle lo difícil que era para mí tener a alguien desconocido en mi casa. Ella se levantó renqueando y husmeando el lugar, descorrió la pared corrediza mascullando 

-         -  ¿La meva habitació, cert?

Asentí horrorizada por su extraño catalán. Pero me ilusionó que fuera una Gárgola con poderes de espantar lo maligno y la dejé quedarse. Desde entonces se quedó aquí como mi inquilina.

Esta mañana de navidad, ella había tardado más de lo usual en salir del baño. La fuerte neblina afuera impedía la visibilidad más allá de nuestras narices, y supuse que eso la habría retenido por más tiempo en casa. Al salir, ella me sorprendió por su súbita alegría. Llevaba audífonos, y contoneaba su cuerpo al ritmo de una música muda que parecía bastante tropical. Su pierna muerta no la seguía, pero igual la arrastraba al compás de la inaudible música. No sé si fue por el impacto de verla bailar así, o porque salió embutida con un ajustado negligé transparente que no ocultaba ni su joroba ni sus generosas carnes, o haya sido porque el enorme rosario de madera colgaba entre sus tetas luciendo más grande que nunca, lo cierto es que terminé perdiendo el equilibrio y deslizándome en el piso, caí en un sonoro golpe justo sobre la misma rodilla lesionada que me impedía moverme. Y allí, ante tan grotesco espectáculo, pero queriendo salir corriendo lo más pronto, me quedé un buen rato sin alzarme. El dolor de la rodilla, después de eso, no me dio paz. Pero lo más extraño es que ella siguió bailando frente a mí como si nada hubiese pasado, mientras yo me sobreponía al dolor y arrastraba mi cuerpo hasta mi habitación. No es que esperara nada de ella. No. O sí. Al menos, compasión. De su cuello colgaba un enorme rosario, ¿no?

Las calles estrechas del puerto siempre parecen más desérticas, más húmedas, en invierno. Sobre todo si una tiene la movilidad reducida. Y mi pierna, después de aquella caída, empeoró. La inmovilidad me hizo repasar pues, cada detalle de esa tarde; dándole vueltas una y otra vez a lo ocurrido. Y concluí que sí, que ella sí vio cuando me caí. No me lo imaginé. No lo soñé. No fue una corazonada. Ella salió bailando del baño casi desnuda, con el crucifijo tambaleante entre las tetas, y viéndome caer y tirada en el piso, me ignoró olímpicamente. Sí. Vio que me caí y ni se inmutó. No tengo que darle más vueltas. No son prejuicios, no es algo en ella que no se. Nunca en mi vida había visto algo así. Salió del baño, audífonos, bailaba, y ¡plaff! No me tendió la mano. No quiso ayudarme. Y entonces, en una epifanía, decidí pedirle que se fuera de inmediato. Sí, en plena navidad, como en una triste historia de Dickens, siendo yo la casera mala de Crimen y Castigo, no me importó. Si me mataba, bueno, ya vendría alguien a reconocer mi cadáver, y aunque sea muerta, me sacarían de aquí. Ya no temo. Tenía que sacarla de mi casa.

Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Al decirle que se fuera, al gritarle que recogiera sus cosas y se fuera, ella siguió bailando. Se lo repetí más alto, quizás la música no la dejaba oír. Que se fuera. Pero nada. Le dije que no importaba los meses que me debía, y era verdad. Pero allí fue que lanzó la sonora carcajada al techo y siguió bailando. Intenté llamarla, lástima que no recordaba su nombre; psst, hey, te estoy hablando. Nada. Me fui a mi habitación. Miré al techo. Me escuchaba, claro que me escuchaba. Conté los dedos de mis manos, de mis pies. Y me supe presa en mi propia casa. Esa misma noche de navidad, salió del baño perfumada con mis perfumes, ataviada con el pequeñísimo negligé que forraba su enorme panza decorando su cuello con todos mis collares. Noté que detrás de sus labios, pintados con mi carmesí, se ocultaban prominentes colmillos, y que sus garras afiladas pintadas con mi esmalte de uñas, le hacían juego. Cerró la puerta con todas sus cerraduras internas, y se sentó en mi sofá, y abrió mi vino, se atiborró de mis gambas y mis turrones, y hasta devoró frente a mí el Coulant au chocolat que tenía reservado por si alguna visita. Encendió mi televisión, se vio completo el especial navideño hasta sonar las doce, y entonces, en extraño ritual descorchando mi Cava, rió sacando de mi baúl de documentos, incontables legajos que echó por la ventana junto a mi móvil, bajo el estallido de los fuegos artificiales. Fue botándolos, uno a uno, gargareando en éxtasis la inefable alegría que sentía mientras yo la veía impotente desde el umbral de mi cuarto con temor a acercarme. Era como si hubiera decidido que yo no existiría más, y que la mía, era desde ese momento su casa para siempre.

Ahí va. La oigo. Saca su apocada ropa de mi lavadora, sale a colgarla con su pie a rastras, cierra el trastero dejando entrar el viento helado de la mañana. Como si yo no existiera.

Sólo espero que algún pariente lejano o amigo que retorne, note mi falta en el mundo y toque a mi puerta. En ese caso, confío que la gárgola se digne a abrirles y no los espante, y superado el susto, los deje entrar.

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