Julia
se despertó pronto, como cada mañana. También como siempre, ella fue la primera
en abrir los ojos en aquella casa. Tiempo atrás hubiera empezado a llamar a
gritos a su madre o a su padre, pero ahora, recién cumplidos los cinco años, a
Julia le gustaba disfrutar de esos minutos de soledad matutinos. Se aguantaba
las ganas de ir al cuarto de baño porque tenía la certeza de que su padre, un
hombre de sueño liviano, saltaría de la cama nada más oírla, y acudiría a su
presencia. A Julia le enternecía el amor incondicional que su padre sentía por
ella, pero desde hacía tiempo que, muy a pesar del desconcierto que provocaba
en él esa nueva actitud suya, necesitaba encontrarse a solas un rato cada
mañana.
Aquel
sábado, se acordó Julia de repente, era 6 de enero. ¡Qué pereza!, pensó. Al
enorme esfuerzo que hizo el día anterior por fingir creer que aquellos tres
hombres gordos sentados en horrendas carrozas y maquillados horteramente hasta
las cejas eran los Tres Reyes Magos llegados de Oriente para llevar regalos a
todos los niños le seguía, sin solución de continuidad, el trago de poner los
ojos grandes como soles y la boca abierta como un gran túnel al ver los regalos
que, supuestamente, se habían deslizado por la chimenea hasta ir a parar debajo
del falso árbol de Navidad.
Decidió
no demorar más el inevitable episodio familiar y despertó a su hermano pequeño,
que, con sólo tres años, sentía la misma pereza que Julia para estas cosas.
La
madre de Julia, siempre tan previsora, tenía preparada, sobre la vieja mesa del
salón, la cámara de fotos bien cargada de batería. Su marido hacía ya tiempo
que se negaba a ver las caritas de sus hijos a través de un objetivo
fotográfico, aunque ello supusiera no poder revisar tan tiernos acontecimientos
al cabo de los años. Se fiaba más de su memoria, pues pensaba que el cerebro
humano lo retenía todo para siempre, y que sólo había que hacer un pequeño
esfuerzo para rememorar todos los detalles de cualquier cosa que hubiera pasado
por sus circuitos neuronales.
Nada
más oír a sus hijos, la pareja saltó de la cama y salió disparada hacia el
salón, donde Julia y su hermano, sin notar la presencia de sus padres a sus
espaldas, miraban los paquetes y hablaban entre ellos. Sus voces y expresiones
eran propias de niños de corta edad, pero el contenido de sus palabras dejó
helados a Papá y a Mamá.
-
"No sé para qué escribimos la carta, si luego éstos nos compran lo que les
da la gana" - dijo Julia apoyando sus manos en la cadera y dibujando con
sus brazos dos triángulos huecos de contrariedad.
-
"Pues sí" - contestó su hermano casi gritando - "con lo que me
costó escribir una a una las letras correctamente".
-
"Para el año que viene les decimos que lo sabemos todo y que nos den una
tarjeta regalo de El Corte Inglés, y así nos compramos lo que queramos".
Hay
instantes que duran una eternidad, porque el alma humana puede, en tan solo
unos segundos, digerir una situación y generar pensamientos a raudales.
"Se piensa con el corazón y se siente con la cabeza", repetía siempre
el padre de Julia, que se dio cuenta, en ese preciso momento, de que siempre lo
había sabido. De hecho, él nunca había dudado de que sus hijos eran sus
maestros. Solo era que ahora, para su asombro, constataba que aquellos dos
retaquitos no sólo le daban clases de amor y de alegría, sino que, también, sus
lecciones versaban sobre la percepción y la inteligencia. ¡Cómo pudo ser tan
necio! ¡Quién con dos dedos de frente podía pensar que dos seres tan perfectos
se iban a tragar tamaño montón de sandeces!
Entonces,
justo cuando Julia y su hermanito se giraron, él fingió no haber oído nada y
dijo: "¡¡¡Cuántos regalos!!! Se nota que os habéis portado bien,
¿eh?". Su mujer, que no se podía creer nada de lo que había visto y oído,
sólo necesitó las supuestamente ingenuas palabras de su esposo para atribuir lo
escuchado a una mala jugada de su cerebro mal madrugador, y en un segundo lo
olvidó todo.
Abrieron
los regalos y jugaron los cuatro durante largo rato. Luego, cuando el hambre
les recordó que no habían desayunado, el padre de Julia susurró al oído a su
hija: "Nunca olvides que, aunque no lo parezca, los Reyes Magos están ahí,
todo el año, regalando pequeños milagros diarios que sólo apreciaremos cuando
no los tengamos más, y que portarse mal sólo es desaprovechar los fugaces
instantes de felicidad que se te regalan".
Julia
no entendió el significado de las palabras de su padre, pero años después las
recordó una a una, y supo por qué sentía que había sido siempre feliz.
Rafa
Moreno
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