domingo, 15 de marzo de 2020

Relato de Jesús Zomeño a partir de unos apuntes sobre una naranja


DOBLEZ

A Bárbara Blasco y a Kike Parra


Donde quiera que la gente se sienta segura, sentirá indiferencia
Susan Sontag

Gabriel no sabía lo que había sido la primera guerra mundial, aunque tuviera nombre de ángel caído. Un infierno que le resultaba indiferente, su purgatorio era otro, se le había ido el santo al cielo porque el jueves tenía que entregar un trabajo en clase, al señor Roubaud, que ni siquiera había empezado.
Todos los que habéis suspendido el examen de historia, sois alemanes, estáis derrotados, como ellos. Los que quieran recuperar la nacionalidad francesa, que preparen un trabajo de diez páginas sobre la Gran Guerra había dicho, dos semanas antes, el señor Roubaud.
No sabía por qué la guerra del 14 era la gran guerra. Su madre le contaba que un tío suyo había muerto en Indochina, pero quizá ese hubiera sido un conflicto más pequeño, donde la gente se odiara menos.
¿Tú crees que los soldados escuchaban música?
¿Quieres una naranja?
No, gracias.
Mejor, solo tengo una.
Louis era su mejor amigo, una hermandad por la que ambos suspendían cuando se copiaban. El pan con chocolate era una merienda de críos, por eso la tomaban en casa y luego se iban juntos. ¿Matar pájaros con tirachinas? no, ellos no eran personajes de una novela costumbrista de los años 50. Nada los definía entonces. Louis terminaría trabajando en el taller mecánico de su padre, pero eso él aún no lo sabía, a pesar de todas las evidencias.
Habían estrenado la película «Fiebre del sábado noche», pero tardaría en llegar al cine del pueblo, donde esa semana proyectaban «Rocky».
No me cuentes el final, quiero ir a verla.
Todos los que habían suspendido el examen de historia habían entregado ya el trabajo, salvo ellos dos y Celine, porque estaba enfermo y casi nunca iba a clase. Algunos decían que se iba a morir, por una enfermedad de los pulmones, pero otros contaban que era un espía ruso.
Aquella tarde, iban camino de la biblioteca después de las clases y de merendar en casa, solo Louis iba comiéndose una naranja. El trabajo consistiría en copiar, como habían hecho los demás, el capítulo de un libro y ponerle arriba, como título, «Nuestra Gran Guerra». Diez páginas completas, escritas a máquina, el que la tuviera, y quienes lo hicieran manuscrito, que no engordasen mucho el tamaño de la letra, ni los espacios. Copiar no era apropiarse de lo que otros hubieran dicho, sino aplaudir lo que otros habían escrito; el matiz era del señor Roubaud, que no consideraba a sus alumnos, tan embrutecidos, ni siquiera capaces de ser felices.
¿Podemos añadir algún dibujo?
¿Y tú qué vas a dibujar? Louis, es mejor añadir adjetivos. “Grande, oscuro y siniestro”, son un buen comienzo y un buen final para cualquier cosa, aunque en medio no cuentes nada; me lo explicó mi primo, que lee muchos libros.
En la guerra importa solo eso, lo que ocurre al principio y al final, sobre todo el desenlace, como en una receta de cocina, donde empiezas sin tener nada y terminas con una tarta o un buen estofado de buey. El primo de Gabriel parecía un buen estratega, aunque se hubiera librado de la guerra por miope.
En la biblioteca de la plaza había solo un libro de historia, que además no estaba en préstamo, había que consultarlo en la sala. La historia de Francia parecería demasiado terrible para aquel pueblo, que tanto había sufrido quién sabe cuándo y por qué motivo. Sin embargo, el libro ya estaba ocupado cuando llegaron ellos.
Celine, el niño enfermo, se les había adelantado, no había ido a clase pero antes de que abriesen la biblioteca estaba el primero en la puerta, reclamando el libro, como un pez en el mostrador de la pescadería reclamando su anzuelo, porque precisamente quería el libro de historia aquel con quien la historia venía siendo tan atroz.
Esperadme fuera —les dijo—, a las seis y media vendrá mi madre para llevarme a cortar el pelo; os dejaré el libro entonces.
Celine era un muchacho de palabra, a pesar de que fuera a morirse.
En la puerta de la biblioteca había un banco, donde se sentaron Gabriel y Louis, frente a la parada del autobús.
Ese autobús se dirige a Burdeos.
¿Te gustaría subir?
No, lo digo solo porque tengo un tío que trabaja allí, en una sastrería.
Tenían todo el tiempo del mundo para que las cosas encajaran por su propio peso en su lugar o bien, indistintamente, se evaporasen sin lógica. La infancia es esa parte de la vida que consiste en mirar constantemente para otro lado, siempre en busca de otro lugar aún más grande.
Mi padre se ha resfriado. Le ocurrió el lunes, cuando llegó a casa sin paraguas.
Lo cierto es que la culpa no era de haber llegado sin paraguas, sino de haber salido sin él, pero entonces el mundo era solo interior y del mismo no formaba parte lo que sucediera fuera. Nada les afectaba, salvo lo que sintiesen, vivían protegidos y no tenían ambición, ni siquiera curiosidad.
Habían pasado cinco minutos
Me aburro, ¿tú crees que los soldados se aburrían en la guerra?
¿Quién sabe? Están todos muertos ¿Te queda tabaco?
No, no han muerto todos. El abuelo de Marcel sigue vivo, pero se mea en la cama.
¿Por qué en la biblioteca habrá solo un libro sobre esa guerra?
Para que la gente no enferme, ya sabes que el abuelo de Marcel estuvo allí y ahora se mea en la cama. No quiero que eso me ocurra a mí.
Ya sale el autobús a Burdeos.
Una vez fui a París en autobús y me mareé, vomité en una bolsa. Mi madre la tiró por la ventanilla.
Es un viaje muy largo ¿Tú crees que los soldados se mareaban en la guerra?
¿Tienes tabaco? Podemos ir a la calle Ferdinand Foch a comprar un cigarrillo, aún falta mucho tiempo hasta las seis y media.
Aquella tarde no fueron a la calle Ferdinand Foch, siguieron esperando, sentados en el banco. Se reflejaban en la debilidad de Celine, sus pulmones, que eran la medida de la doblez del tiempo. No había firmeza, todo era posible, volver atrás, tomar posesión de ese libro, desalojar a Celine, que nunca hubiese estado allí. El orden de las cosas no importaba, todo caería por su propio peso o bien ellos dejarían de desear lo que no cayese.
El nombre de Celine había sido premonitorio porque su vida fue un largo viaje al final de la noche. La madre, que lo tuvo de soltera, luego se sintió culpable de haberle puesto el nombre de su escritor favorito, al que nadie conocía en el pueblo, pero lo hizo porque quería escapar de allí y con el nombre de su hijo pensó que abofeteaba al resto del pueblo. Su soberbia la pagó con un hijo enfermo y un cadáver antes de cumplir los quince. Es de lo que trata la historia de Francia, de muertos que no se avienen a ser lo que son, las revoluciones siempre acaban mal y por eso había solo un libro sobre la guerra en la biblioteca, porque allí todos pretendían vivir felices.
¿Te duele la mano de escribir?
Aún no he escrito nada
¿Pero es la que te duele?
Había sufrido un accidente con la bicicleta el día anterior, pero ya no le dolía la mano. Se encendieron las farolas de la plaza.
La vida esconde sus patadas debajo del polvo, es un dicho de su tio Antoine. Gabriel no sabe a qué se refiere esa frase, tan ambigua, si al polvo del camino cuando andas o si al polvo que levantan las patadas.
Mi tio Antoine vive en Montguyon y siempre dice que la vida esconde sus patadas debajo del polvo.
Tiene mucha razón.
Hay frases contundentes que imprimen carácter y a Louis le impresionó la del tío de Gabriel. Saber apreciarlas también imprime carácter, es algo que él intuía. La necesidad de entender las cosas es la excusa de los débiles para rendirse, les impide avanzar. Si Louis hubiese tenido un cigarrillo en la mano, circunstancia que será posible muchas veces en lo sucesivo, también hubiese repetido que la vida esconde sus patadas debajo del polvo, porque daba por hecho que se trataba de una reflexión importante.
La mujer del boticario cruzó la plaza, como si fuera de una trinchera a la otra, mientras de ella se cuenta que le es infiel a su marido. 
Gabriel seguía dándole vueltas en la cabeza a eso de que la vida esconde sus patadas debajo del polvo. Louis, en cambio, ya estaba distraído pensando en otra cosa, en la mujer del boticario. El padre de Louis también tenía una frase contundente, le decía a sus clientes, frotándose las manos con el trapo de la grasa, que era cosa del carburador, lo que significaba que la reparación costaría mucho dinero, aunque aún no supiera de que se trataba. Empezaba a frotarse con el trapo, al momento movía la cabeza, luego chasqueaba la lengua y entonces repetía que era cosa del carburador. Con el trapo se untaba las manos de grasa, las sacaba más sucias, para dar a entender que la avería estaba muy al fondo del motor y que él se había esforzado mucho para poder llegar. «El que no se mancha no justifica una buena factura», era otro dicho de su padre.
Sucedería al año siguiente, la muerte de Celine, después de que por fin proyectasen «Fiebre del sábado noche» en el cine del pueblo. Gabriel recuerda que el cortejo fúnebre pasó por delante de los carteles de John Travolta. No recuerda si al final acabaron aquel trabajo sobre la Gran Guerra o si el resto de su vida ha seguido siendo alemán. El señor Roubaud pidió el traslado a Lyón poco después de la muerte de Celine, como si se sintiera culpable por algún motivo que se les escapaba a los demás.
Aquella tarde, esperando a que fueran las seis y media para tomar posesión del libro, empezó a llover, de pronto, y eso frustraría su ataque a las trincheras enemigas.
Mejor lo dejamos para mañana.
Ya son las seis y cuarto, falta poco.
Pero no vamos a malgastar el tiempo esperando debajo de la marquesina del cine, para no mojarnos
Bueno, seguir siendo alemanes tampoco está mal, al menos hasta mañana. El padre de Celine creo que era alemán, pero que murió en la primera guerra mundial.
El padre de Celine puede ser cualquiera de este pueblo, nadie lo sabe, pero no era alemán, de eso estoy seguro, la madre nunca se ha movido de aquí. ¿Has ido a Salignac alguna vez? Mi padre dijo que tuvo una novia allí, pero que era muy fea y tuvo que dejarla.
El mío hizo el servicio militar en Argelia, pero de eso no habla. ¿Vamos a la calle Ferdinand Foch a comprar cigarrillos?
Gabriel no recuerda la respuesta de Louis. No recuerda lo que le dijo aquella tarde, pero hoy todo aquello le ha venido a la mente después de tantos años cuando Louis le ha dicho:
Es cosa del carburador.
Y se ha restregado las manos con el trapo de la grasa y ha chasqueado la lengua, porque la amistad ya no es lo más importante, ni siquiera importa lo que realmente haya ocurrido. La indiferencia termina abarcando todo.


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