DOBLEZ
A Bárbara Blasco y a Kike Parra
Donde
quiera que la gente se sienta segura, sentirá indiferencia
Susan Sontag
Gabriel no sabía lo que había
sido la primera guerra mundial, aunque tuviera nombre de ángel caído. Un
infierno que le resultaba indiferente, su purgatorio era otro, se le había ido
el santo al cielo porque el jueves tenía que entregar un trabajo en clase, al
señor Roubaud, que ni siquiera había empezado.
—Todos los que habéis suspendido
el examen de historia, sois alemanes, estáis derrotados, como ellos. Los que
quieran recuperar la nacionalidad francesa, que preparen un trabajo de diez
páginas sobre la Gran Guerra —había dicho, dos semanas antes, el señor Roubaud.
No sabía por qué la guerra del
14 era la gran guerra. Su madre le contaba que un tío suyo había muerto en
Indochina, pero quizá ese hubiera sido un conflicto más pequeño, donde la gente
se odiara menos.
—¿Tú crees que los soldados
escuchaban música?
—¿Quieres una naranja?
—No, gracias.
—Mejor, solo tengo una.
Louis era su mejor amigo, una
hermandad por la que ambos suspendían cuando se copiaban. El pan con chocolate
era una merienda de críos, por eso la tomaban en casa y luego se iban juntos.
¿Matar pájaros con tirachinas? no, ellos no eran personajes de una novela
costumbrista de los años 50. Nada los definía entonces. Louis terminaría
trabajando en el taller mecánico de su padre, pero eso él aún no lo sabía, a
pesar de todas las evidencias.
Habían estrenado la película «Fiebre
del sábado noche», pero tardaría en llegar al cine del pueblo,
donde esa semana proyectaban «Rocky».
—No me cuentes el final, quiero
ir a verla.
Todos los que habían suspendido
el examen de historia habían entregado ya el trabajo, salvo ellos dos y Celine,
porque estaba enfermo y casi nunca iba a clase. Algunos decían que se iba a
morir, por una enfermedad de los pulmones, pero otros contaban que era un espía
ruso.
Aquella tarde, iban camino de la
biblioteca después de las clases y de merendar en casa, solo Louis iba
comiéndose una naranja. El trabajo consistiría en copiar, como habían hecho los
demás, el capítulo de un libro y ponerle arriba, como título, «Nuestra
Gran Guerra». Diez páginas completas, escritas a máquina,
el que la tuviera, y quienes lo hicieran manuscrito, que no engordasen mucho el
tamaño de la letra, ni los espacios. Copiar no era apropiarse de lo que otros
hubieran dicho, sino aplaudir lo que otros habían escrito; el matiz era del
señor Roubaud, que no consideraba a sus alumnos, tan embrutecidos, ni
siquiera capaces de ser felices.
—¿Podemos añadir algún dibujo?
—¿Y tú qué vas a dibujar? Louis,
es mejor añadir adjetivos. “Grande, oscuro y siniestro”, son un buen comienzo y
un buen final para cualquier cosa, aunque en medio no cuentes nada; me lo
explicó mi primo, que lee muchos libros.
En la guerra importa solo eso,
lo que ocurre al principio y al final, sobre todo el desenlace, como en una
receta de cocina, donde empiezas sin tener nada y terminas con una tarta o un
buen estofado de buey. El primo de Gabriel parecía un buen estratega, aunque se
hubiera librado de la guerra por miope.
En la biblioteca de la plaza
había solo un libro de historia, que además no estaba en préstamo, había que
consultarlo en la sala. La historia de Francia parecería demasiado terrible
para aquel pueblo, que tanto había sufrido quién sabe cuándo y por qué motivo.
Sin embargo, el libro ya estaba ocupado cuando llegaron ellos.
Celine, el niño enfermo, se les
había adelantado, no había ido a clase pero antes de que abriesen la biblioteca
estaba el primero en la puerta, reclamando el libro, como un pez en el
mostrador de la pescadería reclamando su anzuelo, porque precisamente quería el
libro de historia aquel con quien la historia venía siendo tan atroz.
—Esperadme fuera —les
dijo—, a las seis y media
vendrá mi madre para llevarme a cortar el pelo; os dejaré el libro entonces.
Celine era un muchacho de
palabra, a pesar de que fuera a morirse.
En la puerta de la biblioteca
había un banco, donde se sentaron Gabriel y Louis, frente a la parada del
autobús.
—Ese autobús se dirige a Burdeos.
—¿Te gustaría subir?
—No, lo digo solo porque tengo un
tío que trabaja allí, en una sastrería.
Tenían todo el tiempo del mundo
para que las cosas encajaran por su propio peso en su lugar o bien,
indistintamente, se evaporasen sin lógica. La infancia es esa parte de la vida
que consiste en mirar constantemente para otro lado, siempre en busca de otro
lugar aún más grande.
—Mi padre se ha resfriado. Le
ocurrió el lunes, cuando llegó a casa sin paraguas.
Lo cierto es que la culpa no era
de haber llegado sin paraguas, sino de haber salido sin él, pero entonces el
mundo era solo interior y del mismo no formaba parte lo que sucediera fuera.
Nada les afectaba, salvo lo que sintiesen, vivían protegidos y no tenían
ambición, ni siquiera curiosidad.
Habían pasado cinco minutos
—Me aburro, ¿tú crees que los
soldados se aburrían en la guerra?
—¿Quién sabe? Están todos muertos
¿Te queda tabaco?
—No, no han muerto todos. El
abuelo de Marcel sigue vivo, pero se mea en la cama.
—¿Por qué en la biblioteca habrá
solo un libro sobre esa guerra?
—Para que la gente no enferme, ya
sabes que el abuelo de Marcel estuvo allí y ahora se mea en la cama. No quiero
que eso me ocurra a mí.
—Ya sale el autobús a Burdeos.
—Una vez fui a París en autobús y
me mareé, vomité en una bolsa. Mi madre la tiró por la ventanilla.
—Es un viaje muy largo ¿Tú crees
que los soldados se mareaban en la guerra?
—¿Tienes tabaco? Podemos ir a la
calle Ferdinand Foch a comprar un cigarrillo, aún falta mucho tiempo hasta las
seis y media.
Aquella tarde no fueron a la
calle Ferdinand Foch, siguieron esperando, sentados en el banco. Se reflejaban
en la debilidad de Celine, sus pulmones, que eran la medida de la doblez del
tiempo. No había firmeza, todo era posible, volver atrás, tomar posesión de ese
libro, desalojar a Celine, que nunca hubiese estado allí. El orden de las cosas
no importaba, todo caería por su propio peso o bien ellos dejarían de desear lo
que no cayese.
El nombre de Celine había sido
premonitorio porque su vida fue un largo viaje al final de la noche. La madre,
que lo tuvo de soltera, luego se sintió culpable de haberle puesto el nombre de
su escritor favorito, al que nadie conocía en el pueblo, pero lo hizo porque
quería escapar de allí y con el nombre de su hijo pensó que abofeteaba al resto
del pueblo. Su soberbia la pagó con un hijo enfermo y un cadáver antes de
cumplir los quince. Es de lo que trata la historia de Francia, de muertos que
no se avienen a ser lo que son, las revoluciones siempre acaban mal y por eso
había solo un libro sobre la guerra en la biblioteca, porque allí todos
pretendían vivir felices.
—¿Te duele la mano de escribir?
—Aún no he escrito nada
—¿Pero es la que te duele?
Había sufrido un accidente con
la bicicleta el día anterior, pero ya no le dolía la mano. Se encendieron las
farolas de la plaza.
La vida esconde sus patadas
debajo del polvo, es un dicho de su tio Antoine. Gabriel no sabe a qué se
refiere esa frase, tan ambigua, si al polvo del camino cuando andas o si al
polvo que levantan las patadas.
—Mi tio Antoine vive en Montguyon
y siempre dice que la vida esconde sus patadas debajo del polvo.
—Tiene mucha razón.
Hay frases contundentes que
imprimen carácter y a Louis le impresionó la del tío de Gabriel. Saber
apreciarlas también imprime carácter, es algo que él intuía. La necesidad de
entender las cosas es la excusa de los débiles para rendirse, les impide
avanzar. Si Louis hubiese tenido un cigarrillo en la mano, circunstancia que
será posible muchas veces en lo sucesivo, también hubiese repetido que la vida
esconde sus patadas debajo del polvo, porque daba por hecho que se trataba de
una reflexión importante.
La mujer del boticario cruzó la
plaza, como si fuera de una trinchera a la otra, mientras de ella se cuenta que
le es infiel a su marido.
Gabriel seguía dándole vueltas
en la cabeza a eso de que la vida esconde sus patadas debajo del polvo. Louis,
en cambio, ya estaba distraído pensando en otra cosa, en la mujer del
boticario. El padre de Louis también tenía una frase contundente, le decía a
sus clientes, frotándose las manos con el trapo de la grasa, que era cosa del
carburador, lo que significaba que la reparación costaría mucho dinero, aunque
aún no supiera de que se trataba. Empezaba a frotarse con el trapo, al momento
movía la cabeza, luego chasqueaba la lengua y entonces repetía que era cosa del
carburador. Con el trapo se untaba las manos de grasa, las sacaba más sucias,
para dar a entender que la avería estaba muy al fondo del motor y que él se
había esforzado mucho para poder llegar. «El que no se mancha no justifica
una buena factura», era otro dicho de su padre.
Sucedería al año siguiente, la
muerte de Celine, después de que por fin proyectasen «Fiebre del sábado noche» en el cine del pueblo. Gabriel
recuerda que el cortejo fúnebre pasó por delante de los carteles de John
Travolta. No recuerda si al final acabaron aquel trabajo sobre la Gran Guerra o
si el resto de su vida ha seguido siendo alemán. El señor Roubaud pidió el traslado a Lyón
poco después de la muerte de Celine, como si se sintiera culpable por algún
motivo que se les escapaba a los demás.
Aquella tarde, esperando a que
fueran las seis y media para tomar posesión del libro, empezó a llover, de
pronto, y eso frustraría su ataque a las trincheras enemigas.
—Mejor lo dejamos para mañana.
—Ya son las seis y cuarto, falta
poco.
—Pero no vamos a malgastar el
tiempo esperando debajo de la marquesina del cine, para no mojarnos
—Bueno, seguir siendo alemanes
tampoco está mal, al menos hasta mañana. El padre de Celine creo que era alemán,
pero que murió en la primera guerra mundial.
—El padre de Celine puede ser
cualquiera de este pueblo, nadie lo sabe, pero no era alemán, de eso estoy
seguro, la madre nunca se ha movido de aquí. ¿Has ido a Salignac alguna vez? Mi
padre dijo que tuvo una novia allí, pero que era muy fea y tuvo que dejarla.
—El mío hizo el servicio militar
en Argelia, pero de eso no habla. ¿Vamos a la calle Ferdinand Foch a comprar
cigarrillos?
Gabriel no recuerda la respuesta
de Louis. No recuerda lo que le dijo aquella tarde, pero hoy todo aquello le ha
venido a la mente después de tantos años cuando Louis le ha dicho:
—Es cosa del carburador.
Y se ha restregado las manos con
el trapo de la grasa y ha chasqueado la lengua, porque la amistad ya no es lo
más importante, ni siquiera importa lo que realmente haya ocurrido. La
indiferencia termina abarcando todo.
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