miércoles, 27 de noviembre de 2019

VEREDICTO ( Juicio contra Miguel López por el asesinato de su suegra Carmen Martínez )

Cruzo el arco detector de metales y nada más acceder al interior del Juzgado siento cómo mis hombros, ya metalizados, se abaten dirigidos hacia el suelo, como si un imán invisible tirara de ellos hacia abajo. Miro de reojo al espejo que queda a mi derecha y no me reconozco. Mi barba encanecida por completo, mi vestimenta que se agranda según voy caminando, mi espalda curvada, mis pisadas  livianas, como si me asustara hacer ruido, como si no quisiera que nadie reparara en mí. El Miguel López que era hace tres años: altivo, poderoso, de mirada penetrante y seguro de sí, me abandonó aterrado cuando empezó el martirio. Sé que nunca volveré a ser como fui. Me siento instalado en un estado catatónico que parece cebarse conmigo con complaciencia.
Atravieso un espacio frío e impersonal; voy reduciendo, poco a poco, la velocidad de mi pisada porque el temor me paraliza; aún así, consigo llegar a la sala del juicio. Toda ella es de madera, con suelo de parquet color dorado, con sillas de madera claras. Resulta luminosa, insultantemente alegre. Parece una broma de mal gusto la del arquitecto que concibió el proyecto: dotar de materiales amables a un lugar en donde nueve desconocidos van a decidir mi futuro.
Me dejo caer de un golpe en el asiento, abandonado a una suerte que depende de otros. 
A mi derecha, en una tarima que eleva a los que la ocupan, mi abogado, el  abogado de la acusación particular, sus respectivos ayudantes y el fiscal.A continuación, centrados, la Presidente del Tribunal, otro Magistrado y la Letrado de la Administración de Justicia. Enfrente de mi, el jurado : seis mujeres y tres hombres. Su anonimato contradice el poder que tienen sobre mi vida.
Los abogados y los magistrados, con esas togas que parecen albergar inmundicia  aunque estén recién lavadas. La mayoría de ellos y de los miembros del jurado visten de negro, como un presagio fatal de duelo inminente, de mi duelo.
Mi atuendo: chaqueta, pantalón y zapatos oscuros,  para no desentonar con el resto . Solo me he permitido la camisa blanca sin corbata , no para alterar la armonía cromática, sino para evitar que el ahogo que siento se haga más intenso todavía.
A la izquierda  está el público: familiares y algún amigo, periodistas y ciudadanos con poca ocupación y mucho morbo que se relamen al comprobar cómo los ricos , a los que tanto odian, son tan infelices como ellos e incluso más. Ni mi mujer ni mis hijos me acompañan. No sé cómo entender su ausencia, sin embargo, en estos momentos es lo que menos me preocupa.
He venido a este lugar diariamente durante un mes. He oído argumentos a favor y en contra de mi inocencia. Muchas veces he dejado de escuchar inconscientemente. - ¿ Por qué hablaban de mi y de mis sentimientos tantas personas que me resultaban irrelevantes hasta un día antes de comparecer en el estrado? - ¿ Quién les había otorgado esa autoridad sobre mi persona ? - ¿ Cómo es posible que haya permanecido sentado durante horas, sin rebelarme contra este espectáculo gratuito ? Las preguntas se agolpan unas sobre otras, atormentándome, sin más respuesta que mi silencio.
Intento no detener la mirada en ninguno de los presentes para no delatar mis nervios, mi súplica, mis miedos. Cabizbajo, miro uno de mis zapatos polvoriento, manifestando así la dejadez en la que me he instalado tras tanto sufrimiento. Estoy agarrotado, me siento impotente, mi destino no depende de mi. La pesadilla empezó el 8 de febrero de 2017, cuando me detuvieron como presunto autor de la muerte de mi suegra por dos disparos en la cabeza. Dos días después entré en prisión, allí estuve retenido durante treinta y nueve días.El olor a lejía que impregnaba aquél lugar se ha instalado en mi cerebro desde entonces. No logro desembarazarme de él. Se usaba a cualquier hora y en cualquier lugar, como si la ira, la venganza, la decepción,  el dolor, la soledad, el odio  o el terror pudieran disolverse con ese líquido apestoso. No olvidaré jamás esa experiencia que casi consigue desquiciar mi mente. Pese a todo he llegado hasta hoy, 10 de noviembre de 2019, dos años, once meses y un día después del crimen. Quedan pocos minutos para que se dicte el veredicto. El fiscal pide más de veinticuatro años de cárcel: el resto de mi vida prisionero, apestado, separado de mi gente, de la sociedad, proscrito.
Quiero gritar que soy inocente, que yo no maté a mi suegra, aunque la odiara. Ya es tarde. Está todo dicho. Los medios de comunicación hace tiempo que me condenaron. Mi estómago se contrae sin miramiento. Me sudan las manos. Me siento incendiado por dentro y helado por fuera.   
Una mujer de mediana edad, como nueva portavoz, procede a leer el veredicto :  ¡no culpable ! ¿ He oído bien? Sí, lo he hecho. Las manifestaciones de alegría de los pocos amigos que han venido a acompañarme así lo ratifican.Contra todo pronóstico, después de tres días de deliberaciones, de la crisis de ansiedad de un miembro del jurado, de la devolución del primer acta (en la que se pedía mi condena) por la Presidente del Tribunal por no fundamentarse correctamente, me han absuelto. No consigo creérmelo, pero instintivamente me abrazo con furia a mi abogado, sin contener las lágrimas que recorren mis mejillas, ni las gotas que calientan mi entrepierna.
Giro la cabeza para observar a esas mujeres y  hombres que han decidido que pueda retomar una vida en libertad.  Seis de ellos, han apostado por mi inocencia, otros tres no creen en ella. Mi mirada se cruza con la de uno de ellos, la suya que parece interrogarme  -¿ De verdad no asesinaste a tu suegra ? Le contesto moviendo los labios: - No lo sabrás nunca.



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