viernes, 27 de diciembre de 2019

HA SIDO UN ACCIDENTE:

Las 00.35 del 6 de enero de 2018, un joven lloroso grita al auricular : 
-”¡Ha sido un accidente, ha sido un accidente!”

Un imponente abeto en un lateral del salón, adornado por guirnaldas multicolores y rodeado de cajas brillantes,  combate estéril  contra el halo de tragedia que oscurece la estancia. La mayoría de paquetes están personalizados con un nombre, el de Eduardo, el adolescente  que finge gemir y que está arrodillado junto al árbol. Muy cerca de él hay dos cuerpos sin vida: un hombre y una mujer, vestidos de fiesta y con sendas coronas de Reyes Magos ajustadas  a sus cabezas con horquillas, yacen en el suelo en una postura fetal y con las manos enlazadas entre sí,  como intentando permanecer juntos en la otra vida.  Se les ve atractivos, aunque la espuma blanca que les sale por la boca, los ojos desorbitados por el horror y la contracción de sus mandíbulas les restan belleza.
Eduardo, que los contempla extasiado como si fuera el autor de una obra de arte, ha titubeado unos minutos sobre qué orden debe seguir para culminar su puesta en escena: ¿desempaquetar los regalos o llamar antes a alguien demandando auxilio?. 
Se percata de que toda la información que ha almacenado para poder matar a sus padres, Elena y Juan, tiene lagunas difíciles de solventar sobre la marcha. Pero tiene capacidad de improvisación, piensa. 
Lo que le apetece realmente es encontrar  la play que le prometió su padre y empezar a jugar con ella, pero hacerlo desmontaría la versión que va a dar, al resto de la familia y a la policía, de lo que ha sucedido.
Practica cómo pedir socorro, llorar, gritar y quedarse en shock. Ha de ser creíble cuando llegue el momento.  
Mira los cuerpos inertes de sus padres y no logra sentir nada, salvo un poco de asco por las secuelas que les han quedado tras revolverse por el dolor y por ese color amarillo lagarto que ha adquirido su piel.
Tal vez los demás piensen que he sido víctima de maltrato o de abusos sexuales, se dice a sí mismo. Sin embargo, sus padres adoptivos le trataban con mucho cariño. Fue un niño muy deseado y querido. Había ido a un buen colegio y viajaban juntos, cada verano, a un país distinto. Hay decenas de fotografías de los tres cogidos de la mano y sonrientes que lo demuestran, que hacen incomprensible la actuación de Eduardo, hasta para él.
Tampoco descubrió su origen de forma inconveniente. Sus padres le hablaron de la adopción en el momento en que ya era capaz de comprenderlo. Fue un descubrimiento sin trauma alguno para él. A todos los efectos eran sus padres, no había tenido antes, ni tenia ahora interés alguno en conocer a los biológicos. Pero pronto sus padres empezaron a hastiarle. No le hacía gracia nada de lo que decían ni le interesaba ninguna de las propuestas de ocio que le ofrecían. Odiaba que le llevaran y recogieran del colegio. No quería que le cogieran de la mano, ni que le abrazaran y mucho menos que le besaran, y, cuando las manifestaciones de amor las ejecutaban en público, le resultaban insoportables. Solo disfrutaba del mes de estancia en Dublín para aprender el idioma con status de obligatorio. 
Intentaba hacerles ver lo disgustado que estaba recurriendo a todas las armas de las que disponía: desplantes, chillidos, insultos, suspensos, tabaco o faltas de asistencia a clase. Ellos parecían ciegos y sordos a los mensajes. No dejaban de quererle, de ayudarle y de justificarle.
Decidieron, eso sí, llevarle a un psiquiatra. Le llevó un tiempo engañarlo. En las primeras sesiones, el médico quedaba turbado, nervioso, y tomaba notas sin parar cuando le contestaba sinceramente a sus retorcidas preguntas. A Eduardo no le interesaba que descubriera que su obsesión era hacer daño a sus padres por nada en concreto, solo porque sí; así que cambió su actitud cuando acudía a la consulta y se convirtió en un niño educado que entraba en la adolescencia con mayor dificultad de la habitual, dado que era adoptivo o eso le hizo concluir al médico de pacotilla que dejó muy tranquilos a sus padres con tan burdo diagnóstico.
Estuvo un año preparando esta entrada en 2018. Se empapó, encantado, de películas, series y documentales sobre asesinos en serie, de suspense o de terror. Leyó libros sobre crímenes y sobre criminales famosos. Después de asimilar satisfecho un cóctel de sangre y muerte, eligió el matarratas como forma más adecuada para su asesinato. 
Cuando llegó la Navidad ya tenía todo preparado, así que decidió darles un respiro a sus padres para que tuvieran unos últimos días felices. Se dejó acompañar por ellos, estudiaba de nuevo, dejó de fumar, les hablaba con dulzura, les permitió todas las demostraciones de amor y hasta se las devolvió. ¡ Qué felices fueron ! Se sentía orgulloso de sí mismo por ser tan compasivo. Quiso que terminaran el año pensando que el espíritu navideño  había calado en él. El brindis de año nuevo que hicieron en la estación de esquí, donde lo celebraron juntos, fue tan emotivo, tan lleno de agradecimientos y buenos deseos para su hijito que consiguieron hacerle llorar de emoción y hasta titubear en su proyecto. Afortunadamente fue un breve momento de debilidad por su parte y sus deseos retornaron pletóricos de maldad.
Llegaba así la noche mágica, la de los Reyes Magos. Les convenció para que se marcharan a hacer las últimas compras solos, para prepararles la mesa y la cena como demostración palpable de su nuevo yo. Lo hicieron aparentemente encantados. Volvieron a la hora pactada y se encontraron con una mesa perfectamente decorada y con la comida y la bebida que había encargado por Internet. Colocaron nerviosos los regalos alrededor del árbol de Navidad y se prometieron esperar para abrirlos.
Juan y Elena habían dudado en dejar en manos de Eduardo la organización de la cena de Reyes , pero parecía tan entusiasmado con la idea, y los últimos días había sido  tan maravilloso con ellos, que no se pudieron negar.
Pensaban que era un milagro. Antes de ese bendito cambio, Eduardo había entrado en una dinámica difícil de gestionar. Hubo  momentos en que se arrepintieron de haberlo adoptado. Ninguno verbalizaba la idea, pero ambos intuían ese pensamiento en el otro. 
Los primeros años fueron un derroche de amor incondicional por su parte. Era tal su ansia de ser padres, que el primer bebé que les ofrecieron, sin demasiada información, fue el que trajeron a casa con el único deseo de hacerlo feliz. Pero, desde que el niño empezó a interactuar con ellos, siempre acababan con rasguños en la piel y con algún mechón de pelo arrancado. Cuando le ayudaban a auparse, les apretaba los dedos con tal fuerza que les quedaban marcas. Cuando le salieron los dientes, les mordía con verdadera saña. Como la violencia se centraba únicamente en ellos, no dramatizaban y ni siquiera lo comentaban entre sí para evitarse reproches o acusaciones innecesarias. Debían mantenerse unidos para combatir la sensación de haberse equivocado en su decisión de adoptar o en la forma de educar  y también para superar una impotencia que parecía arrancarles las entrañas de vez en cuando. 
Los años de pre-adolescencia fueron un infierno, tenían miedo ante su mirada descarada y prepotente, ante sus airadas contestaciones, ante el odio que destilaba hacia ellos. Solo disponían de un mes de tranquilidad al año cuando lo enviaban a estudiar a Dublín. 
Un psiquiatra les tranquilizó: era un niño normal, que hacia equilibrios para controlar una mezcla diabólica de revolución hormonal y sensación de abandono por ser adoptivo.
Dejan a un lado esos nefastos recuerdos y empiezan a cenar. Los primeros minutos son distendidos, hablan de posibles sorpresas en los obsequios, de las cosas pendientes de realizar  el año recién estrenado. Eduardo, se empieza a aburrir pronto, bosteza constantemente, se mueve inquieto. Ambos se percatan enseguida de un cambio en su mirada, inyectada en sangre. A bocajarro, sin preámbulo alguno, les dice que no los quiere desde hace mucho tiempo, que el cambio que han notado en su forma de ser es falso, que le resultan impertinentes y babosos, y que su vida solo tiene  sentido sin ellos. 
Juan y Elena le miran sin dar crédito, sus caras transitan del color pálido al rojo, intentan contestarle, pero las lágrimas y los espasmos no les dejan articular palabra, mientras él sigue con un sinfín de reproches, de acusaciones dolorosas y apostilla que no son ellos los culpables, que tal vez en su ADN corre el de algún psicópata. Finalmente les explica cómo ha puesto el veneno en su comida y cómo está haciendo efecto en su organismo, cómo su piel va adquiriendo el color de la muerte y cómo ve que se cogen el estómago para controlar el dolor que se va sucediendo a intervalos cada vez más cortos. Les plantea lo que dirá a los demás y que le acogerán los abuelos que, a lo peor, sufran la misma suerte que ellos. 
Le interrogan con la mirada, aún incrédulos y se cogen al mantel deslizándose  hasta caer  al suelo. Agonizan durante unos minutos. Eduardo no puede dejar de mirarlos: parecen tan aterrados....
Les junta las manos. Coge el móvil de la mesa. Llama a su abuela, que no llega a entenderle bien por el llanto que entorpece sus palabras : 

-¡Ha sido un accidente, ha sido un accidente!


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