miércoles, 4 de diciembre de 2019

Vendo mi vida


Noticia: https://elpais.com/sociedad/2007/01/24/actualidad/1169593201_850215.html

Vendo mi vida

Salió mal, como todas las locuras que se hacen por amor.

El día que dejé mi casa mi perro dejó de mover la cola, y sus ojos tristes buscaban respuesta en los míos, que, silenciosos, apartaban la mirada avergonzados. Mis tres únicos amigos me reprocharon haber comerciado con su alma, y mis clientes, atónitos, se despidieron de mí educadamente confiando en que el adiós fuera definitivo, pues en el fondo nunca les había caído bien, y ahora que no podían sacar nada de mí todos esperaban perderme de vista para siempre. Pensé en mi móvil, que por fin descansaría.

Volvió Inés a mis pensamientos. A sus treinta y ocho seguía siendo guapa, perfecta. Yo estaba loco por ella. Ojos verdes, cabello negro, y una voz dulce, alegre, embriagadora. “Daría mi vida por ella”, me había dicho a menudo. Hasta que por fin decidí hacerlo. Lo fácil hubiera sido matarme y dejar una nota: “muero por ti, amor”. Pero no. No estaba dispuesto a que el resto de mis años se desperdiciaran, así que decidí venderla, vender mi vida. Tenía que conseguir que alguien pagara el precio justo por ella. Al fin y al cabo, aunque era mediocre, algo valía. Así que me metí en Wallapop y, a falta de una categoría adecuada, me decidí por “Varios” y escribí: “¿Quieres ser yo? Vendo vida, todo incluido. Cinco mil euros negociables.”

Se la traspasaría al que me pagase más, fuera quien fuera. No me importaba qué intenciones tuviera. Entre varias negociaciones, por fin llegué a un acuerdo con un usuario de esos que dejan pseudónimos. Es normal, pensé, alguien que compra una vida es porque no tiene nombre. Así que quedamos en el bar de mi calle, que a partir de entonces sería la suya. Sólo debía darle las llaves de mi casa, pues el trato lo había cerrado por internet y el dinero llegó a mi cuenta corriente veinticuatro horas después del acuerdo. Él llevaría un pañuelo rojo para identificarse. Mientras caminaba hacia el bar no podía para de pensar en en Inés. Estaba seguro de que explotaría de alegría al saber lo que había hecho por ella: dar mi vida entera. Se rendiría ante mí y me besaría, por fin, y por fin saldría de sus labios un “te quiero”. Por eso cuando abrí la puerta del bar y la vi, pensé que seguía imaginándola.

Mis ojos recorrieron la estancia tratando de encontrar a mi particular comprador. Despacio, la mano que sostenía las llaves se abrió y el ruido metálico contra el suelo de gres me condujo a la realidad: en aquel bar, sólo Inés llevaba un pañuelo rojo.

Rafa Moreno

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