Noticia: https://elpais.com/sociedad/2007/01/24/actualidad/1169593201_850215.html
Vendo mi vida
Vendo mi vida
Salió mal, como todas las locuras que se hacen por amor.
El día que dejé mi casa mi perro dejó de mover la cola, y sus ojos
tristes buscaban respuesta en los míos, que, silenciosos, apartaban la mirada
avergonzados. Mis tres únicos amigos me reprocharon haber comerciado con su
alma, y mis clientes, atónitos, se despidieron de mí educadamente confiando en
que el adiós fuera definitivo, pues en el fondo nunca les había caído bien, y
ahora que no podían sacar nada de mí todos esperaban perderme de vista para
siempre. Pensé en mi móvil, que por fin descansaría.
Volvió Inés a mis pensamientos. A sus treinta y ocho seguía siendo
guapa, perfecta. Yo estaba loco por ella. Ojos verdes, cabello negro, y una voz
dulce, alegre, embriagadora. “Daría mi vida por ella”, me había dicho a menudo.
Hasta que por fin decidí hacerlo. Lo fácil hubiera sido matarme y dejar una
nota: “muero por ti, amor”. Pero no. No estaba dispuesto a que el resto de mis
años se desperdiciaran, así que decidí venderla, vender mi vida. Tenía que
conseguir que alguien pagara el precio justo por ella. Al fin y al cabo, aunque
era mediocre, algo valía. Así que me metí en Wallapop y, a falta de una categoría
adecuada, me decidí por “Varios” y escribí: “¿Quieres ser yo? Vendo vida, todo
incluido. Cinco mil euros negociables.”
Se la traspasaría al que me pagase más, fuera quien fuera. No me
importaba qué intenciones tuviera. Entre varias negociaciones, por fin llegué a
un acuerdo con un usuario de esos que dejan pseudónimos. Es normal, pensé,
alguien que compra una vida es porque no tiene nombre. Así que quedamos en el
bar de mi calle, que a partir de entonces sería la suya. Sólo debía darle las
llaves de mi casa, pues el trato lo había cerrado por internet y el dinero
llegó a mi cuenta corriente veinticuatro horas después del acuerdo. Él llevaría
un pañuelo rojo para identificarse. Mientras caminaba hacia el bar no podía
para de pensar en en Inés. Estaba seguro de que explotaría de alegría al saber
lo que había hecho por ella: dar mi vida entera. Se rendiría ante mí y me
besaría, por fin, y por fin saldría de sus labios un “te quiero”. Por eso
cuando abrí la puerta del bar y la vi, pensé que seguía imaginándola.
Mis ojos
recorrieron la estancia tratando de encontrar a mi particular comprador.
Despacio, la mano que sostenía las llaves se abrió y el ruido metálico contra
el suelo de gres me condujo a la realidad: en aquel bar, sólo Inés llevaba un
pañuelo rojo.
Rafa Moreno
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