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YO
DISPARO A QUIEN ME SALE DE LOS COJONES
Acababa de parir a sus cuatro cachorros, aún tenía dentro la placenta,
cuando un conocido olor rancio de sudor y rabia le hicieron mirar hacia arriba.
Le encañonaba una escopeta, sin que ella pudiera saber lo que eso significaba.
Su limpia mirada confiada e indefensa no impidió que aquel desalmado le
asestara dos tiros en sus patas traseras.
Aquel día Rufo salió al campo encabronado con su mujer y con el mundo. La
muy puta había hecho el hatillo y, en mitad de la noche, se escapó
por el corral para que él no la descubriera.
Se ha ido, se repetía Rufo sin tregua. Se ha ido. Se ha ido. Se ha ido.
Resonaba en su mente como un mantra.
¿Qué más quiere la desgraciá? Si cuando la conocí no tenía donde
caerse muerta. Fui yo quien la dio un sitio pa vivir. Las mujeres son toas
igual, les das la mano y se te comen hasta el codo.
Si la pilllo no la salva ni Dios. Será puta. Dejarme a mí. Yo, que se lo he
dao to. Un techo, comia y ropa.
Si a penas la he pegao, sólo l’ atizao cuando se lo merecia, na más
que pa enseñarla, y ansí me lo agradece la mu andrajosa.
Seguro que sa ido ande el Anselmo que yo lo sé que la miraba con ganas.
Ese pincha culos me va a oír.
Como sea él el que la comió la oreja, lo mato, yo lo mato y a ella la
destripo.
Aunque aquel día amaneció despejado poco tardó en volverse plúmbeo.
Amenazaba lluvia. Rufo siempre había creído que cazar le ayudaba a pensar. Las
agotadoras caminatas por el monte conseguían que su furia remitiera, aunque
sólo fuera por extenuación.
No había podido dejar de cazar, a pesar de que, cuando su padre le enseñó,
lo odiaba. Odiaba matar y odiaba a su padre, por latigazos que le propinaba con
la correa, cada vez que se negaba a hacerlo.
Ahora ya no podía dejar de ir al monte. Disparando y matando conseguía vomitar
todo el coraje y la rabia que le envenenaba. Era la única forma de liberarse de
la desazón que le roía las entrañas.
Cuando Rufo se despertó y descubrió la traición de la Mati se
echó al monte con la escopeta. Pensó que mejor matar tres liebres que ir pal
pueblo a buscarla.
Llevaba dos horas caminado. Había rodeado la loma sin ver ningún animal, ni
conejos, ni liebres, ni tórtolas, ni perdices, ná de ná. Sus pasos aun
eran ágiles. No parecía que el caminar entre los barbechos encharcados hubiera
aplacado su furia. La humedad que se filtraba por todos los poros de su cuerpo
le hacían sentir los huesos como piedra pómez empapada. Una y otra vez volvía a
su mente la imagen de la Mati
atravesando el corral en mitad de la noche.
Si la pillo …ay si la pillo. ¿Dónde se habrá ido la muy puta? Desgraciada.
Mala pécora. Si te lo he dado to.
¿Dónde sa habrán metio los conejos esta mañana? ¡Me cago en diez!
Pero, ¿es que no voy a poder pegar ni un puto tiro hoy?
Mascullaba estas palabras cuando, en ese momento, oyó el aullido de los
cachorros recién nacidos. Se giró y vio a la perra que acababa de parir.
Encolerizado gritó:
¡Mujer tenías que ser!
Y, sin pensarlo dos veces, la encañonó. Apuntó a sus extremidades
inferiores, aun ensangrentadas por el parto, y descargó sobre ella los cartuchos
de su escopeta.
Los tiros no aplacaron
su furor como otras veces. Metió a los cachorros en el zurrón y ató un vencejo
al cuello de la madre que moribunda yacía en el suelo sin fuerzas para expresar
dolor alguno.
La arrastraba hacia los
corrales ahorcándola a cada paso cuando el
Segis que lo había visto todo le infirió:
Pero, ¿qué haces? ¡Desgracio! ¿Por qué has disparo a tu propia perra?
Y él revolviéndose le
escupió
Yo disparo a quien me sale de los cojones
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