miércoles, 3 de junio de 2020




Yo controlo 
 
Un amplio y luminoso salón nos envuelve. El jardín de diseño afrancesado se intuye a través de un ventanal amplio e inmaculado. Estamos sentadas cómodamente en sendos sillones que nos enfrentan. Es el siete de abril de un año cualquiera, pero que preludia otra década, la de los cincuenta. Es mi cumpleaños. Por eso la he invitado, para conocer su veredicto.
Parece una muñeca dejada caer, los brazos y las piernas laxas, flotantes. La cabeza agachada ¿Está durmiendo o sólo manifiesta indiferencia? 
Suave, pero firme, alzo su barbilla con mi índice derecho, hasta conseguir que nuestras miradas coincidan. Lo quiero así. Yo dirijo la escena.
Es la misma cara, sin duda, aunque la suya no está surcada por las señales del tiempo que llevo vivido; sus ojos parecen más grandes que los míos. No es el tamaño, es el brillo y la curiosidad que emanan lo que los engrandece ¡Ah! y la sonrisa. Ahí sí diferimos, ella aún no la tiene contaminada por medio siglo de vida sino radiante, sincera, insultante, a veces, de tan hermosa.
Su falda hippie deja asomar unos pies vestidos únicamente con unas tobilleras de corazones y la palabra “love” como declaración de intenciones; y cuando mueve alegre sus brazos para saludarme, inicia un musical con los abalorios que los adornan.
–¿Qué tal estás, querida? –le pregunto, mientras tomo con fuerza sus manos con las mías, agarrándome así a ese pasado que ella representa, el que nos hace una, el que no quiero perder.
Me devuelve la misma pregunta con sus ojos. Comienzo lo que intuyo va a ser un monólogo: 
–Yo estoy bien, ¿no lo ves ? –subrayo mis palabras moviendo circularmente mi brazo adornado únicamente por un precioso reloj suizo para que se fije en lo que nos rodea, la casa donde habito, mi hogar, en definitiva.
Sigo: 
–Aquí me tienes, como la última vez que nos vimos, disfrutando de un primer y único marido, de dos hijos, chica y chico, como no podría ser de otra manera, de un trabajo apetecible en el que soy la jefa y de un perro de raza, como colofón de una placentera vida occidental burguesa. 
Podría desarrollar, y mucho, ese breve resumen, pero sus facciones, algo contraídas por lo que intuyo tedio, me aconsejan no hacerlo.
Sin palabras, es capaz de formular: 
–¿Acaso te fuiste con Miguel de la Cuadra Salcedo a esa ruta que te propuso, en su día? ¿Y qué fue del año sabático para una inmersión lingüística, sin importar realmente el idioma en el que zambullirte? ¿El máster de interpretación cinematográfica, lo llegaste a cursar? ¿Encontraste amigas enamoradas de la vida o sigues con las que yo conocí, casadas con su estatus? 
Presiono fuerte la palma de su mano para detener el interrogatorio. Lo consigo. Soy yo la que sigue mandando. Pero también soy yo la que ahora tiene contraídas las facciones, la que transpira más de lo normal. Sabe que me ha hecho sentir incómoda. Ella lo sabe. Las dos somos conscientes del miedo que me da esa versión amenazante de mí misma. Por eso la cito muy de tarde en tarde, para que no me haga pensar en lo que pude ser y no fui.
Me recompongo. Respiro hondo y vuelvo a controlarlo todo.
La hago partícipe de la fiesta de cumpleaños que me he organizado.
Prepararla yo tiene la ventaja de no exponerme a ninguna sorpresa. Se lo he tenido que explicar por el sarcasmo que delataba su media sonrisa. 
Le digo que cuando mi marido, mis hijos y una docena de invitados lleguen a la casa, me acompañe a abrirles, que se quede a observar. Es discreta y nadie lo notará.
Se ríe ruidosamente, con ganas. 
Se acerca a mi oído y me hace propuestas: 
–Cuando vengan, ábreles la puerta, coge sus regalos y después de besarles, diles que celebren tu cumpleaños sin ti, lejos de aquí. Luego regresa conmigo. Agita mucho el Moët & Chandon y dispara el tapón hacia esa horrorosa lámpara que te regaló tu cuñada a tradición, rómpela en mil pedazos; duchémonos con el champán, chúpalo, en vez de beberlo; no apagues las velas, ni siquiera las pongas, no quieras recordar tu edad, que tanto te pesa; la tarta hemos de tirárnosla y, embadurnadas con ella, comer los pedazos con las manos, con la boca, encima de esa mesa móvil que será nuestro cuerpo. A bocados, aun clavándonos los dientes en la carne. 
Me voy excitando a medida que va calando en mí su mensaje, convencida de la genialidad de la idea. Me siento salvaje, feliz. El reto me enloquece. Estoy dispuesta a eso y a más.
Una voz interior me grita: No, no seas loca. Vuelve en ti.
Intento hacerlo, juro que intento volver en mí, regresar a los cincuenta, pero ella, la joven, me coge muy fuerte de los hombros, me acerca más hacia sí y sin soltarme me besa con furia. Ilusionada como una adolescente, me dejo llevar por la pasión, me abre la boca y me introduce la lengua sin dificultad y aprovechando mi entrega, me succiona entera. 
Me sudan las manos, la ropa se pega a mi cuerpo, jadeo por la excitación. El pelo negro y rizado de antaño se desliza por la espalda como si no tuviera fin. 
Mi osadía, mis fantasías sexuales, mis sueños no cumplidos se agolpan en mi cerebro, que parece despertar, de golpe, de un coma profundo.
Otra década y otra vida, pienso.
Se oyen voces animadas, mi gente va acercándose a la casa, a mi búnker.
Tomo aire y estiro mi ropa, aliso mi pelo, paso los dedos alrededor de los ojos, por si queda algún resto de rímel corrido que pueda delatar mi orgasmo y con esos movimientos tan inocentes, tan juveniles, voy recuperando, por unos segundos, los años extraviados que ahora ya no pesan tanto, incluso siento un gran alivio, el sexo es lo que tiene, me digo. 
Antes de abrir la puerta, miro al espejo delator y no me disgusta lo que se refleja en él: tengo la tez luminosa, me brillan los ojos y la sonrisa pícara que absorbí de ella parece haberse instalado en mi cara para permanecer ahí, quién sabe cuánto tiempo.
Con la energía que le he hurtado estoy dispuesta a cumplir sus sugerencias, a irme sin dar explicaciones a nadie. Abro la puerta, pues, impetuosa, para despedirme de los que han venido a celebrar mi fiesta, pero para mi sorpresa, las piernas no me impulsan a un maratón de huida, muy al contrario, se anclan al suelo de la entrada, obligándome a mirar bien a los míos. Observo a los que tengo delante y con alivio reconozco, en ellos, una obra mía personal, pero aún inacabada.  En un momento, contemplo mi vida a través de un virtual caleidoscopio que me la exhibe fragmentada, tanto en retazos brillantes como en trozos de derribo, pero que conforman un resultado positivo: tengo amor, amistad y un precioso entorno a juego con todo ello; además alcanzo a comprender que el pasado ha sido el anticipo de este hoy, que no puedo prescindir de él, pero tampoco darle exclusividad porque me dejaría huérfana de futuro, y  constato, en resumen, que es un buen presente, por eso decido no abandonarlo. 
Feliz, los beso efusivamente a todos y me adentro con ellos en el hermoso salón. Ya dentro, sin más preámbulo, me deshago el moño que me había recogido con esmero, me quito los Manolos, descorcho el champagne dirigiendo el tapón hacia la lámpara que me regaló la hermana de mi marido y ¡bingo! le doy de pleno, cae abatida; soplo la vela cero, porque el cinco lo he retirado de la tarta; invito a todos a comer con los dedos y a tirarnos la bebida por encima, me miran entre asustados y comprensivos, me siguen el rollo divertidos; mi marido me sorprende por retaguardia rodeándome con sus brazos, como en los viejos tiempos  y ahora es él el que me susurra al oído: 
–Estás espléndida, cielo. Eres tú, pero distinta.
Me giro hacia él, emocionada, lo beso apasionadamente, lo cojo de la mano y lo llevo, lo más rápido posible, a la habitación más cercana al comedor para echar el polvo de nuestras vidas; y de repente, me paro en seco y sin más, dejo de estar húmeda, lo miro bien y exclamo:
–¡Dios mío, pero qué mayor estás!

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