(Artículo de Opinión)
de
Liris Acevedo Donís
La generación “bisagra”, donde me incluyo, que
pasó de las epístolas escritas a mano y enviadas en papel, a los mails electrónicos
enviados por Internet, la misma que conoció el azar de comunicarnos por teléfonos
de bocina en cabinas telefónicas a mitad de calle, a llevar la oficina a cuestas
en un móvil, esta generación que pasó de sufrir la lejanía de los seres que se
iban para siempre a no entender de qué va exactamente eso de la distancia porque
ni en el baño tenemos un minuto de intimidad, en fin, mi generación que es
puente entre una forma de vida y otra de fronteras ampliadas y comunicación in real time, fuimos comprendiendo a
trompicones este fenómeno nacido a finales del siglo XX que se llamó,
prometedoramente, Globalización.
Y la Globalización que comenzó formalmente con
la caída del muro de Berlín, se caracterizó por la integración de economías
locales a una economía de mercado, significó, en principio, buenas noticias
para todos. Universalizó el conocimiento, interrelacionó diferentes formas de vida
y culturas a través de Internet y las nuevas tecnologías, hizo posible el estrechamiento
de distancias físicas, cercanía emocional y afectiva a la vez, internacionalizó
actividades humanas abaratando el transporte y la permeabilidad entre fronteras,
trajo beneficios económicos para los grandes capitales multinacionales; y engordaron
los bancos y las grandes economías se hicieron reinas absolutas del planeta, hasta
consagrar el capitalismo en ciernes y fortalecerlo. Y así, el mundo, aquel
enorme y lejano, se nos hizo un pañuelo. Sin embargo, la ironía con este
crecimiento del capital, es que no todo mejoró para todos. Con este crecimiento
del mercado, se acentuó la precarización del trabajo consolidándose un modelo
de desarrollo económico injusto para los más desfavorecidos. Comenzaron las
protestas antiglobalización en Seattle, las Contra cumbres de
Praga, Génova o el G8, con la consigna de que la población más pobre sostenía sobre sus hombros el enorme avance de otros. Mano de obra barata
y sustituible, la exigencia de producir más en menos tiempo sumó una población
más precarizada a la ya existente, y el número de pobreza aumentó así como fui haciéndose
más chico el número de ricos a nivel mundial. Y el trabajo manual del ser
humano fue el primero en subestimarse en ese proceso, el de servicios directos
a la gente, el de la formación y atención de aspectos básicos. Marginados de la
gran ola globalizadora, tan prescindibles como cualquiera de los objetos que realizan
para engrosar las ventas de la gran sociedad de consumo, los trabajadores que
están en la base de la sociedad, los hacedores, campesinos, personal sanitario,
maestros, recogedores de basura…son los seres que menos prioriza la globalización
porque no son esenciales para la acumulación de dinero. La globalización
propuso una competencia nada justa.
Pero como decía Dumas, “No hay felicidad ni miseria en el mundo sino una comparación de un
estado con otro”, y quien venía de tener menos y pasaba a tener un poco
más, ya se creía afortunado. Ser pobre (o rico) siempre depende del punto de
referencia previa. Así, todos excepto los países del tope de la lista de los más
ricos, sumaron ganancias en este proceso, porque junto a la invasión de nuevas
mercancías venidas de todas partes se sumaba la sensación de Libertad (sí con
mayúscula), de fronteras abiertas, de derechos humanos ampliados, porque abrir
las puertas hace pensar, no en los peligros del camino, sino en el horizonte
que nos espera. Así, apertura de mercados significó, para una parte del mundo,
apertura mental y no sólo física, donde todos cabíamos en igualdad de
condiciones, y todos vivíamos a un mismo de nivel de justicia. Al menos creímos
que teníamos más Libertad para expresarnos sin ser reprimidos porque ahora,
como nunca antes, éramos Libres.
Pero
entonces llega una pandemia como el COVID 19 que nos obliga a recluirnos en los
límites estrechos de nuestras casas. Pienso
en los que no la tienen. En los que dejaron su país con la promesa de vencer el
hambre y viven penosamente recogiendo fresas en barracas improvisadas. Y recuerdo
que en un mundo globalizado, lo que ocurre en un punto del planeta llega al
otro in Real Time. Es obvio que ello
no sólo se refería a las cosas buenas. Así, del mundo y sus nuevas formas de guerras,
se suma una nueva que no precisa de un solo disparo: la de la enfermedad. Y las
sólidas democracias que tampoco daban respuesta en los países del tercer mundo,
con la pandemia, enfrentan la encrucijada de un sistema sanitario que no se da abasto
con el pandemonio de miles de muertes que se suceden a diario. Y los trabajadores
de la salud, los campesinos que producen la comida que no llega a la mesa, el personal
de limpieza que hace lo que pocos hacen, son los peor pagados. Este mundo
globalizado que no tomó en cuenta la pobreza más brutal, la del hambre, la del
desempleo, la de los servicios esenciales, y puso en su lugar la acumulación de
riqueza, concluye en la parálisis de sus empresas y en el confinamiento de sus
consumidores, que hubo algo que no hizo bien. Porque terminar muriendo aislados,
separados del mundo, en medio de una pandemia que irónicamente nos aúna, no
estaba en los planes.
Alguna vez oí, en gente de mi propia
generación, que éste era nuestro mejor momento de evolución humana. ¿Sus argumentos?
que hoy día no hay guerras mundiales, que la sensibilidad y conciencia social es
superior a la de cualquier otro momento de la historia, que la libertad de
expresión y la consciencia del bien
común nos inclina hoy hacia una condena general de todas las formas de violencia.
Que no hay analfabetismo. Que el aporte de las telecomunicaciones nos acerca más
a la “verdad”. Que en derechos humanos el consenso tácito es común y “la
mayoría” defiende lo justo. Pero todos esos argumentos dependen de qué lado
estés viendo y viviendo la vida. Dependen de lo que para ti es “justo” y de qué
“mayoría” estés hablando. Depende de qué es saber leer, y si hacerlo te ayuda a
profundizar o no lo que lees. Vamos, si no eres un alfabeto funcional. Porque
dicho todo eso tranquilamente sentados en un bar sorbiendo una copa de vino
antes de entrar a una obra de Brecht, resulta muy cómodo y en relación con las
otras realidades, reflejan una gran desconexión con el mundo, todo lo contrario
a lo que trajo como promesa el fenómeno globalizador. Y creo que ahí comienza la tragedia del mundo
globalizado, cuando en un aspecto nos muestra la expansión de un territorio
físico y anímico, y por otro, oculta el costo humano de sostener tal expansión
para unos pocos. Porque “la inmensa minoría”, como decía Galeano, no ha mejorado
sus condiciones de vida o de trabajo, como sí lo han hecho los acumuladores de ganancias.
Y
me pregunto, ¿esa sensación de Libertad ha logrado desvincularnos de otra parte del mundo haciéndonos creer que en nuestra isla todo funciona a la
perfección? ¿Qué nos hizo creer eso? Porque el mundo amplio y libre que creímos tener antes de ver que la muerte nos tocaba a la puerta con esta pandemia, está partido en dos: el de los que están
al margen de los avances humanos, y el de los que pueden beneficiarse de ellos.
El de los que disfrutan de la libertad, y el de
los que mueren sin ella. Dos mundo irreconciliables que hoy emergen a la par en esta pesadilla.
Porque si
bien la prensa libremente nos muestra la realidad de los campos de refugiados
en Lesbos, la realidad de alguien que pone su vida en juego por llevarse un pan
a la boca, el drama que a miles de emigrantes obliga a dejar su país a diario,
es inevitable sentir el inmenso abismo que separa tantas realidades a lo ancho
del mundo y donde ninguna toca a la otra. Entonces, la desconexión más que la
conexión global es lo que me parece estar viviendo. Y mientras más se habla de
cercanía y contacto, de bienestar común y
civilización, más desconectados y alejados me parece estar de la
realidad del sufrimiento de seres que en otras geografías no tienen ni móviles
ni educación, y sufren la pandemia del hambre que los mata por miles como una
imprevisible guerra. Como si hoy el mundo globalizado nos hubiera separado más que
antes. Una contradicción. Y pienso
en la idea feliz de esa gran aldea global donde creímos tener todo a mano, ésa
que nos hace estar comunicados en cualquier parte del mundo y a todas horas, y
me pregunto ¿de verdad lo estamos? ¿Y qué lugar ocupa el ciudadano lejano que
ni siquiera puede comprarse un móvil? ¿En qué parte de nuestro mapa mental de
clase media, está el ser explotado que sostiene este mundo de consumo sin tener
acceso a él? ¿Quién hace crecer las frutas sin poder consumirlas? ¿Quién repara
zapatos y no los tiene? ¿Quién cuida de los jubilados sin tener una jubilación
digna? ¿En qué lugar de nuestra realidad habita el que limpia? ¿Cómo vive? ¿De dónde
vino? ¿De verdad estamos interrelacionados con quienes sostienen
silenciosamente nuestro bienestar? Entonces ¿hasta qué punto la idea de
tranquilidad y conexión es sólo una parcela que nos hace creer que lo que vemos
desde nuestro balcón es lo real, lo único y verdadero?
Si el COVID 19 y el impuesto confinamiento, nos
lleva a estas reflexiones, entonces podríamos afirmar que algo ha valido la
pena. Si veo CNN o la Deutsche Welle in
real time que afirman que las empresas multinacionales y el consumo decae,
que vive su peor momento, y somos conscientes de que también la enfermedad nos ha
llegado a todos sin diferencia, entonces creo que algo de verdad nos está
conectando. Porque pasajera sin tícket en primera clase, la Muerte cubre con su
sombra las principales ciudades del mundo, ensañándose contra todos. Porque los
afectados son pobres y ricos por igual, pero la gran mayoría en todo el mundo, son
los que dieron su vida para construir sus países, donde quiera que se hallen,
los abuelos que caen por miles y en una soledad devastadora. Entonces, esta
pandemia producto también de la globalización, nos abre los ojos a una realidad
mayor de la que habitábamos. Imposible habitar mundos distintos según lo que asome
en nuestro balcón porque ante la enfermedad y la muerte que nos arrincona, hoy somos
uno. Dentro del encierro, dentro del estómago de nuestras casas, irónicamente, hoy
somos Uno.
Y la economía se traduce en la gente que amamos
y que en igual o peores condiciones que las nuestras está luchando por
sobrevivir. La globalización, pues, nos montó en un mismo barco y no es la economía
de mercado lo que manda sino lo que debe callar cuando el mundo enferma. Hacerse
oídos sordos al grito de la naturaleza herida
no es la respuesta. Hacerse ciegos ante la realidad, no es la salida. Que sólo un parón radical, un cese abrupto del
consumismo, sea lo que detenga el deterioro, no puede ser la solución. Como tampoco
la explotación del hombre por el hombre, del egoísmo que trajo consigo la
anulación de otras realidades. Esta pandemia que a todos recluyó en nuestras
casas nos obliga a mirar más allá de lo
inmediato, a esperar con paciencia olvidada volver a una normalidad que no
sabemos ahora cual será. En tanto, en casa, retornar a la intimidad de lo
familiar, cocinar, comer juntos, Volver a mirar lo que nos rodea, y con suerte,
descubrir algo de poesía en ello. Reclusión de días, semanas, meses, que puede quizás
acercarnos a la auténtica libertad sin mayúsculas. Aquella de asir el desde lo
hondo un sentimiento que nos enlace.
A medida que pasan los días de confinamiento, el
miedo a morir contagiados por esta nueva peste, nos asemeja. El miedo se
globaliza. La incertidumbre de no saber qué mañana, nos hermana. Se abre el
foso de otra realidad que habita nuestro mundo, esa sombra que esconde detrás la
luminosa idea de fraternidad. Y los miles que mueren contagiados ¿Dónde estaban
antes de esta pandemia? ¿Dónde los campesinos, recolectores de frutas,
transportistas, enfermeras, sanitarios, profesores, maestros? Y los abuelos ¿de
quién recibieron la última cucharada de sopa? Pensar globalmente, eso significa
ahora. Y Libertad es desear el abrazo, hablar mirando a los ojos, meterse al
mar. El hablar familiar, mirarse en los refugios más íntimos, que el viaje sea hasta
el centro de uno mismo porque somos lo inexplorado. Y la vida es lo que está
aquí y al otro lado de la calle, de mi vista, del mundo. Porque todo el sistema
de privilegios materiales ha quedado sin voz, invisibilizado, frente a la
enorme importancia que es la vida más sencilla.
Y sólo así, cara a cara frente a la muerte,
preguntarnos ¿libertad de qué? ¿para quiénes? ¿Para qué? Esperemos que después de esta
pesadilla despertemos recordando ambos mundos como reales, siendo más conscientes
de que el mejor momento de la historia será cuando los integremos y todos
vayamos, más o menos, al mismo paso. Ojalá que como un sueño lúcido siempre
recordemos este momento, que no sea como dicen de los dolores del parto que
luego se olvidan. Ojalá despertemos para siempre del sueño egoísta que nos hizo
creernos centro del mundo, y tengamos tiempo para reparar lo que con tanta
indiferencia, terminó vengando la propia naturaleza sacándonos del medio para poder recuperarse en paz.
Ojalá que al salir del estómago de este confinamiento,
jamás olvidemos.
Ojalá haya tiempo para seguir unidos al mundo sin la amenaza de la muerte.
Ojalá.
1 comentario: